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16 de octubre del 2008

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Cultura

Profecía autocumplida


Margarita García
Teodora / La Insignia*. Argentina, octubre del 2008.

 

La mayoría de gente que conozco -inclúyome-, no tiene acciones en la bolsa; gana una plata módica cada mes y la gasta en alquiler, comida y frivolidades varias. Siempre que voy con alguna amiga a comprar zapatos o ropa o un set de repasadores para la cocina la veo preguntarse: ¿valdrá la pena gastar en esto? Aunque se esté muriendo por llevarlo. Y piensa en todas las cosas en las que podría gastar mejor esos cincuenta pesos que se vuelven de repente parte fundamental de su patrimonio: "Ja, como si la plata creciera en los árboles", dicen las más duras frente al objeto deseado y se vuelven a su casa con las manos vacías y la conciencia limpia. Es un clásico. Pero la duda del consumidor/a frente al objeto deseado nunca había sido tan excesiva como ahora. Toda la gente con la que hablo últimamente se refiere a la crisis en Wall Street como algo personal: de pronto todos resultamos tan pero tan afectados con la caída de los mercados. El otro día mi amiga L me dijo: "Mejor cenemos en casa, con esto de la crisis no conviene gastar". Cenamos unos pinches ravioles. Hasta Stella Maris se ha vuelto austera, no gasta ni en pan: "Es que no se sabe lo que va a pasar, Marga", me dice mientras mezcla el detergente de platos con más agua de lo habitual. Es un poco mucho, porque aunque el panorama general está oscuro para todo aquel que dependa de un sistema capitalista para subsistir -yo, tú, ellos-, la crisis por ahora no nos cachetea de manera directa a ninguna de las criaturas comunes y silvestres que dudamos catorce veces antes de comprarnos una empanada china. Pero entonces sucede: es la profecía autocumplida. La abstinencia general, el hecho de que nadie compre repasadores o libros o dvds o pan o sushi hace que la economía se deprima -"¿Con que esto querían?", dirá la economía con cara de orto, atragantándose con Prozac. Y sí, ya sé, supongo que me dirán que hay que actuar con precaución y que las crisis económicas le han pegado tan fuerte a esta patria noble que ahora ven una vaca y lloran; supongo que tendrán razón, pero no deja de parecerme una reacción tristísima. A mí me crío una madre tropical y botarata, fóbica del ahorro, que solía repetir que la plata era papel y que un día el mundo se daría cuenta y la haría confeti: "Esto no vale nada", diría el vocero del mundo lanzándola por los aires, y se vendría el descalabro. Entonces me parecía una irresponsabilidad, ahora una genialidad: sobre todo cuando se sabe que no hace falta ningún descalabro para que esto mismo -que la plata valga nada- vaya sucediendo, de a poco, todos los días de la vida.

(*) Publicado originalmente en el diario Crítica, de Argentina. Reproducido en La Insignia por cortesía de la autora.