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12 de marzo del 2008

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Iberoamérica
Reflexiones peruanas

¿Por qué no te fijas?


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, marzo del 2008.

 

Óvalo de Miraflores, esquina de Saga Falabella, seis de la tarde. Una multitud, de la que formo parte, espera cruzar la avenida Pardo. Por fin, en la pantalla del semáforo aparece el hombrecito verde. La gente comienza a caminar apresurada... y en ese momento siento un golpe fuerte en el hombro.

Me doy la vuelta y veo a un corpulento turista extranjero, mucho más alto que yo. Mientras lamento -para mis adentros- la buena alimentación que existe en otros países, exclamo "¡Sorry!" en el mismo momento en que él pronuncia la misma palabra.

Durante mis años en Inglaterra, veía que cuando dos personas chocaban involuntariamente en una tienda, una calle comercial concurrida o los pasadizos del Metro bastaba un oportuno sorry para eliminar cualquier tensión. Normalmente, el sorry venía acompañado de una sonrisa y normalmente era recíproco, tras lo cual, los involucrados seguían con su vida como si nada hubiera pasado. En cambio, los peruanos tenemos graves dificultades para manejar estos problemas cotidianos; con frecuencia se convierten en conflictos agobiantes que comienzan porque ninguna de las partes considera que exista alguna razón para disculparse, ni siquiera por cortesía o por el deseo de tener una jornada tranquila.

Muchas veces sería inútil que el agresor involuntario intentara disculparse, porque la supuesta víctima estallaría de todas formas en improperios de los que el más suave es: "¿Por qué no te fijas, descuidado?"

A mí me parece bastante descabellado que se insulte a una persona por algo involuntario. Pero además, la rapidez y el entusiasmo con que se procede a la ofensa reflejan que existe hay cierta satisfacción en humillar públicamente a un desconocido. De hecho, hay quienes se jactan después de "haber puesto en su sitio" a un peatón o conductor.

Entre automovilistas, a veces no hace falta decir nada para reprender a otro: cuando un vehículo se detiene por avería en plena pista, otros conductores empiezan a tocar el claxon para presionar a su conductor, como si estuviera actuando por capricho o maldad.

Si analizamos más profundamente esa propensión a reacciones matonescas, descubriremos que muchos peruanos no sienten obligaciones morales hacia los desconocidos; y que, cuando se sienten agredidos, creen legítimo agredir. A ello se une el hecho de que muchas personas parecen creer que sólo se puede obtener un trato adecuado cuando se actúa con prepotencia.

Cabe añadir que estos estallidos de violencia verbal se dirigen generalmente hacia quien pertenece a una condición social inferior, como se aprecia en el empleo del con la mayor altivez. También se aprovecha la ocasión para otras expresiones discriminatorias como "Mujer tenías que ser", "Serrano, no sabes manejar" y otros ejemplos que los lectores habrán oído mil veces.

Vivir en una ciudad de ocho millones de habitantes (o de ocho mil) implica aceptar que los demás poseen defectos y virtudes como cualquiera de nosotros. Dar por sentado que los otros son siempre seres agresivos y malintencionados, resulta algo inmaduro. Además, es tan buen camino para ser infeliz como nocivo para la convivencia social.

Por ejemplo, cada vez más choferes de las combis que recorren Javier Prado y Arequipa se detenienen únicamente en los paraderos establecidos. Ese comportamiento, que en otro país sería normal, provoca reacciones furibundas de algunos pasajeros que lo atribuyen a mala intención.

-¡Ladrón, devuélveme mi plata! -decía una espigada joven obligada a caminar una cuadra.

Frente a este panorama, llaman la atención los espacios donde los peruanos abandonan sus actitudes defensivas y mantienen relaciones armoniosas con personas que no conocen.

-Tú entras a Wong -me comenta un antiguo colega economista- y es como si todos se amoldaran a otro patrón de comportamiento: nadie grita, nadie se molesta, nadie dice lisuras. Después salen de la tienda y vuelven a su comportamiento habitual.

Es posible que el cliente de Wong haya aprendido a percibir como "su igual" a los demás clientes y al mismo tiempo quiera que lo consideren una persona amable. De esta manera, funciona una especie de control social parecido al que existe en una iglesia o una comunidad campesina.

Aprender a valorar como iguales a las demás personas, sean quienes sean, y a valorar la imagen que tienen de nosotros, son dos requisitos para establecer una convivencia ciudadana mejor. Una vez que lo hayamos incorporado a nuestra mente, será más difícil caer en conflictos desgastantes: preferiremos aceptar que el otro conductor hizo una mala maniobra por nerviosismo, que la cajera se equivocó en el vuelto porque tenía muchas cosas en la cabeza o que quien nos dio un empujón era simplemente un turista distraído.

 

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