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24 de junio del 2008

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Cultura

Colmena, debut y fraude


Paul Medrano
La Insignia. México, junio del 2008.

 

Hay que ser muy fan de Sigur Rós para dormir tres horas en dos días, viajar 500 kilómetros y pasar de los cero metros sobre el nivel del mar a los 2.060 con tal de ir a su concierto. Además, pagué casi una cuarta parte de mi salario por el boleto y tuve que tragarme el recelo hacia las actividades con causas ecologistas.

Pero vayamos por partes. Hace un mes supe que los islandeses estarían el 7 de junio en algún punto de Tepoztlán (Morelos), en un festival que se hacía llamar Colmena. Decidí que debía ir y me puse manos a la obra aunque me daba mala espina: los organizadores advertían que no se permitiría llegar en auto, ni fumar, ni entrar con recipientes de unicel o bolsas de plástico ni, lo que es peor, beber alcohol. La idea era emitir la menor cantidad de Co2 posible. Me pregunté si soltar un flato sería motivo de expulsión.

Y como a toda capillita le llega su fiestecita, ese sábado me dirigí a Galerías Cuernavaca, centro comercial donde la hora de estacionamiento cuesta 20 pesos, y del que partían los autobuses que nos llevarían al concierto (también hubo salidas en cuatro zonas del distrito federal).

Mis compañeros de camión resultaron ser una parvada de jóvenes fresísimas que, al parecer, en su vida se habían subido a un camión. Hablaban de su último viaje por Asia, del amor de su juventud que ahora modela en pasarelas de Nueva York, de su borrachera en la residencia del hijo del gobernador. Otro narró cuando fue al concierto de Sigur Rós en Estocolmo. Para mi jodida suerte, los tipos iban bebiendo. Y pensar que yo había abandonado, por aquello de la contaminación, mis intenciones de meter una pachita.

Pasamos Tepoztlán, Amatlán y subimos hasta Santo Domingo Ocotitlán, un pueblito de mil 300 habitantes. Imaginé que si me daba un infarto jamás llegaría a tiempo al hospital. Nos bajaron en la entrada de la comunidad y nos formaron cual judíos antes de entrar al campo de concentración. Una vez ahí hice otro coraje: había varios estacionamientos para autos y misceláneas que vendían caguamas y cigarros como si estuviéramos en un antro exclusivo.

Antes de entrar supe que el boleto en taquilla costaba 200 pesos menos. También observé que la gran mayoría de los asistentes eran fresas como mis compañeros de camión, de esos que gustan vestirse de pobres. Tal vez por eso ni respingaban sobre el precio de las entradas.

El escenario natural del concierto era inmejorable. Montañas de formas caprichosas, propias de la zona tepozteca; clima nublado con lluvias leves que permitió que no hubiera polvo; abundante vegetación y una extensión plana como de dos estadios de futbol que permitieron colocar toda la parafernalia del festival.

Por el lado de la organización las cosas iban peor: la comida era malísima y escasa (me formé una hora para comprar una hamburguesa que sabía idéntica al plato de cartón en el que la dieron); no permitieron entrar con alcohol, pero sí vendieron un espécimen de la Sol llamada Cero (de sabor aún peor a las que nos tiene acostumbrados esta cervecera); dejaron entrar con bolsas de plástico, botes y cuanta alcohol pudieras (vi a un grupo con varios six de Corona barrilito); los botes de basura eran contados, así que desde esa hora amenazaba que íbamos a dejar toneladas de desechos; los baños portátiles resultaron insuficientes, de modo que la gente comenzó a preferir el monte, que los asquerosos retretes de plástico.

No fueron pocos los que se quitaron los zapatos para caminar entre la tierra, como buenos fresas que desean experimentar con la tierra suelta. Me pregunté si sabrían de la existencia de Cochoapa el Grande, Guerrero, la zona más pobre de latinoamérica, donde la mayoría de sus habitantes viven sin zapatos.

Por el tema de la música el panorama no era alentador. Salvo Los Dorados y Los Cojolites, las bandas que desfilaron por el escenario fueron para el olvido: hubo una copia nahuatlaca de Björk llamada Juan Son. Chikita Violenta, que ni son chiquitos y mucho menos violentos, que suenan igual a chorromil bandas de su colonia. Una banda llamada Simplifires, que resultaron más simples que ardientes. Mención aparte merecen Andrew Bird y Childs, quienes tuvieron el infortunio de tocar justo antes del plato fuerte, por eso el público ponía más atención en ubicarse en un buen lugar, ir a orinar o fajar un rato con la acompañante, que escucharlos.

Finalmente, luego de siete horas de vagar como vacas dentro un corral con otras miles de vacas, las piernas estaban al borde del calambre. La lluvia caía a ratos para luego dar paso al sol. Y de pronto Sigur Rós apareció en el escenario.

El tiempo se detuvo. La espera había llegado a su fin y un mar de sonidos llenaron esas tierras, con miles de espectadores frente a ellos. Siempre he dicho que si algún alienígena escuchara a Sigur Rós, también disfrutaría su música. Porque la de los islandeses demuestra que para la música no existe mas que el idioma del espíritu. Conscientes de ello, Jónsi y compañía se han negado rotundamente a cantar en inglés.

Abrieron con Svefn-g-englar y las siete mil almas callaron. Dejaron que las emociones fluyeran. Algunos reían. Otros lloraron a rienda suelta. El grito fue la estrategia de otros más. Tras ese tema siguió Glósóli y luego Vaka. De pronto pararon. Supusimos que era una falla de audio o que irían por un trago. Tras varios minutos Jónsi volvió para decir que regresaban en unos instantes.

La espera se extendió 40 minutos. En la mitad de ese tiempo algunos de sus músicos interpretaron temas con metales. Pero la gente estaba ahí para escuchar a Sigur Rós. No por nada había personas de los puntos más distantes de Tepoztlán. No por nada había unos en silla de ruedas. No por nada yo había faltado al trabajo. Algunos llevaron a sus hijos. Me tocó ver a un grupo de ancianos. Todos, impacientes porque los islandeses reanudaran el concierto.

Un tipo subió para justificar que Orri, el baterista se había sentido mal. Al momento de explicarlo hizo unos círculos en su estómago, en señal de que ahí estaba el motivo de su ausencia. Pero que en unos minutos volvería. Imaginé al mentado Orri comiendo una de las hamburguesas que yo había devorado, bebiendo Sol cero y entrando a un baño como a los que nosotros habíamos ido. Entonces comprendí que así como el del islandés, mi estómago era un caos. Y no sólo eso, mi columna, rodillas, brazos, talones. Pero todo se compensaba con escucharlos.

Después de una espera llena de decepción e incertidumbre, regresaron al escenario, pero sin el baterista de marras. Tocaron otros tres temas, Gítardjamm, Gobbledigook y Heysátan. Luego anunciaron su último tema en el concierto, All Alright. Nosotros no podíamos creer lo que escuchábamos. A lo mucho llevaban 40 minutos tocando, cuando en la programación estipulaba dos horas. No concebíamos que semejante calvario no fuera compensado con Starálfur, Ágætis byrjun o la choteadísima Hoppípolla. Aún faltaban más lágrimas a ritmo de Hufupukar o Samskeyti. Pero ya no hubo más. Y empecé a sentirme como cuando pagas un helado de tres bolas y sólo te lo dan de una. Las luces se apagaron, lo cual fue indicio de que nos estaban corriendo. Y así era.

Lo nublado del cielo impedía toda visibilidad. Comenzaron a salir los celulares. Odié no haber escogido un modelo que incluye una lámpara, puesto que mi lógica me hizo preguntarme para qué quería una lámpara. Los empujones, torteadas y gritos se hicieron masivos, sin importar tamaño, género o número. Eché mano a mis únicas dos clases de boy scout para ubicar la salida en esas condiciones, pero como no logré nada, me dejé llevar por un flujo de gente fastidiada que lo único que quería, era descansar en casa. Mas ¡oh decepción!, nuestras casas estaban a decenas, cientos o miles de kilómetros de ahí. Entonces empezó el caos. Nadie sabía dónde tomaríamos nuestro autobús de regreso. Nadie de los de organización aparecía. Nadie veía más allá de sus pestañas.

Algunos de juntaron en grupos para exigir un camión a Auditorio Nacional. Otros a Ciudad Universitaria. Algunos a Cuernavaca. Pero entre lo estrecho de la calle y la multitud, paralizaron el flujo de gente y vehículos. Nadie podía ir ni hacia adelante, ni hacia atrás. Algunas chavas visiblemente histéricas exigían una solución. No la hubo. 2 Abejas, los organizadores, se esfumaron.

Miles de personas tuvieron que caminar 10 kilómetros para llegar a un lugar donde hubiera transporte. Algunos, desesperados, apedrearon vehículos. Otros pedían ayuda para los discapacitados que querían irse. Antes de treparme a un camión atestado de gente, alcancé a escuchar a un tipo vendía dividís con conciertos de Sigur Ros. "A 15 varos, en español", pregonaba. Y pensar que tuve que gastarme 450 pesos por comprar Heima en original y sin subtítulos. Chale, de veras que soy muy fan, me dije.

 

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