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1 de febrero del 2008

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Cultura

Brevísimo elogio de la fatalidad


Mario Roberto Morales
La Insignia. Guatemala, 30 de enero del 2008.

 

Entre otros valores, la humildad se adjudica a individuos excepcionales. El orgullo (al parecer) es la fácil opción de los que, agobiados por la mediocridad masificada, fingen sentirse satisfechos de sí mismos mediante un gesto fallido (por excesivo) de felicidad que, sin embargo, no pasa de ser orgullo: esa mueca patética más cercana al ridículo que a la aprobación pública que se pretende alcanzar.

La humildad nace de la muerte del orgullo: un fracasado simulacro de satisfacción con la propia vida que sus protagonistas asumen como "éxito" y "triunfo" según los cánones instituidos por el poder hegemónico, el cual, en nuestra época, es ejercido por el mercado (no como lugar de intercambio, sino) como lógica cultural que rige los actos espirituales de quienes no saben diferenciar la publicidad y la propaganda de la ciencia y los valores humanos: esos que nos impulsan a practicar conductas que no están regidas por el interés material.

Vivimos, pues, en un mundo poblado por seres orgullosos, unos más, otros menos (nosotros mismos incluidos), en el que la norma es que la humildad se presente como un logro escurridizo e inasible, remoto e inalcanzable para la inmensa mayoría de seres humanos. Sin embargo, existe una notable excepción a esta norma, y Cioran la expresa de manera rotunda en uno de sus demoledores aforismos cuando afirma que "Se necesita una inmensa humildad para morir. Lo raro es que todo el mundo la posea". Lo cual no implica que a uno que otro insensato el miedo no lo lleve a enarbolar la vacuidad del orgullo hasta el final, muriendo con una imprecación en los labios.

La humildad que todos, aun el más orgulloso de los mortales, profesa ante la muerte proviene de su fatalidad, y quizás esa sea la única realidad que la mayoría de seres humanos asumimos y aceptamos como lo que es, contrariamente a como solemos asumir todas las demás realidades de la vida; es decir, como lo que quisiéramos que fuera; provocándonos con ello un vacío de conciencia que, convertido en voluntarismo pueril, nos lleva a buscar el pírrico consuelo del orgullo.

Hay una dimensión humanística en el aforismo de Cioran, la cual radica en que califica de inmensa la humildad que se necesita para morir y en que esa humildad inmensa se la adjudica a toda la humanidad, como diciendo que lo inevitable, lo fatal, es lo que nos humaniza e instituye como una especie diferenciada del resto de mamíferos. Porque la muerte nos iguala, nos nivela, nos libera de las diferencias de clase, raza, sexo y credo. Es el único mal de muchos que no es consuelo de tontos y el más genuino vínculo amoroso entre los seres humanos, ya que los hace percibirse como hermanos en la fatalidad.

Pero además de la dimensión humanística implícita en el aforismo, el tono irónico característico de Cioran cuando, en este caso, dice que "lo raro" es que todo el mundo posea la inmensa humildad imprescindible para morir, nos remite a cierta absurda necesidad que la humanidad tiene de lo fatal para poder practicar la aceptación de lo que es (dejando atrás lo que quisiera que fuera), hecho que propone a la fatalidad como la condición imprescindible que la humanidad enfrenta para alcanzar la salvación por medio de la humildad, una de las formas más genuinas del amor.

¿Qué sería entonces de nosotros sin la muerte? Pues, conociéndonos, lo más seguro es que nos condenáramos a vivir sumidos en el orgullo sin llegar a saber nunca cómo abrir la pequeña y humilde puerta redentora de la fatalidad.

 

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