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30 de septiembre del 2007

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Cultura

El lugar del escritor (II)


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, septiembre del 2007.

 

Wakefield, ya lo he señalado, es un hombre poco dado a salirse de lo establecido. Eso significa que en el fondo predomina la ausencia de imaginación, la imposibilidad de ver más allá de lo que hay, la ausencia de pensamientos que desestabilicen la sociedad; tampoco es dado a las excentricidades. En una época en que van a ser testigos del experimento trascendentalista en Brook Farm y del retiro de Henry D. Thoreau en Walden, en un momento de búsqueda de libertades políticas, en suma, Hawthorne nos trae un escritor que es incapaz de ello. Ahora bien, no hay nadie que sea tan plano, tan unidimensional que se dirá más tarde, como para que en él no habite alguna sombra. Wakefield tiene un fondo oculto. Su gusto por los secretos, que solo su mujer conoce, revela algo inquietante, una sombra dentro de su mente.

Siempre hay en los cuentos de Hawthorne el lado oscuro, secreto y negativo de la humanidad. Jean Jacques Rousseau habla de la bondad humana, los trascendentalistas americanos le siguen en la idea, influidos además por toda una corriente de pensamiento que habla del americano como encarnación del hombre nuevo, libre de todos los vicios de la vieja Europa, idea que retomará, entre otros, Henry James en Daisy Miller (por mencionar un solo ejemplo) y que le permite a Walt Whitman escribir sus Hojas de hierba (mejor sería decir briznas, pero la costumbre ha petrificado una traducción incorrecta.) Como ven, no hay mal que por bien no venga. Hemos tenido que aguantar equivocaciones, injusticias, experimentos políticos basados en la natural bondad humana que nos han llevado al desastre, pero a cambio tenemos la poesía de Whitman o los ensayos de Emerson y Thoreau, para que nos consuelen y podamos reflexionar sobre la condición humana, y todo, lo bueno y lo malo, ha salido de la misma fuente.

En la escena siguiente el narrador nos informa, sin hacérnoslo presente, de que Wakefield se marcha de casa según un plan que ha trazado, pero que como más adelante veremos, desconoce en todos sus detalles. Planea pasar a lo sumo cuatro o cinco días fuera, pero al final serán la friolera de veinte años (y eso que aún no conocía el bolero.) Cuando a la mañana siguiente se levanta, quiere saber cómo marchan las cosas en su casa. Se viste, se acerca - al fin y al cabo solo se trata de cruzar una calle - y cuando va a entrar, retrocede. Cuando está alejándose mira hacia atrás y se percata de que todo ha cambiado, lo que era doméstico se ha tornado ajeno. No es esta una preocupación exclusivamente suya (del escritor.) Está en el ambiente. La contraposición entre la civilización y lo salvaje reaparece en la literatura y en la cultura estadounidenses una y otra vez. La frontera es lo salvaje, lo que hay que civilizar en las películas del Oeste y en las novelas de James F. Cooper, pero en Melville lo salvaje es el mar, y en Hawthorne, esa zona oscura del alma humana. En Poe es todo el hombre, que se ve impelido a cometer atrocidades, que sabe que puede hundirse en la locura en cualquier momento. Lo deja bien claro el inicio de El gato negro: Es una historia que une lo más salvaje y lo más hogareño, o El corazón delator, en el que el narrador no cesa de repetir que él no está loco. A pesar de haber asesinado a un anciano indefenso sin causa alguna más allá de una obsesión, no está loco. A finales del siglo XIX Frank Norris escribió un pequeño ensayo sobre la frontera en la cultura americana. Lo que distingue a los estadounidenses es el deseo de ir conquistando la frontera, de ir civilizándola, de ocupar los espacios salvajes, cualesquiera que sean, para normalizarlos. E insisto en que es un rasgo de la cultura de EEUU que está presente en todos los ámbitos: naturales, literarios, musicales, sexuales y políticos.

Para Wakefield lo que un día fue ordinario, ahora se vuelve extraño. Es el extranjero, el que voluntariamente se aparta y, sin embargo, no se retira a la soledad sino que se sumerge en el corazón de la ciudad, la ciudad moderna, Londres, aquella de la que también Poe habló en El hombre de la multitud y con él, para sus propios intereses literarios, Charles Baudelaire (Walter Benjamín lo hizo más tarde, pero esa ya es otra historia porque Benjamín trata la ciudad baudeleriana como arqueología.) La ciudad es Londres, no Salem, escenario de la mayoría de sus escritos, con alguna excepción italiana. ¿Por qué Londres y no una ciudad estadounidense? En EEUU, sentían, las comunidades son más reducidas, todos se conocen y el anonimato es imposible. Londres, por el contrario, es una metrópoli con una extensión y sobre todo una población lo suficientemente grande para que uno pueda vivir en ella sin ser reconocido por nadie. Londres es, también, un lugar salvaje. El anonimato conduce a la pérdida de las referencias porque el individuo solitario es una anomalía dentro del pensamiento de Hawthorne. Es curioso que haga hincapié en que Wakefield pierde su individualidad para formar parte de la masa. En Hawthorne hay una contraposición continua entre el individuo y la masa, que no es la sociedad. No podemos aislarnos de la sociedad, no debemos hacerlo si no queremos perder nuestro ser social, pero sí que corremos el peligro de caer en la masa indiferenciada, donde ni humanidad ni individualidad existen como tales. El escritor es el individuo que habita en medio de la ciudad pero ha de permanecer en contacto con ella. Como apuntará más adelante, hay una serie de obligaciones que toda persona tiene para con sus conciudadanos. La vida en sociedad obliga a quien vive en ella a hacer algo por la comunidad, al tiempo que de ella recibe lo que otros hacen. Es una curiosa relación política. El escritor utiliza la ciudad como teatro de vanidades humanas, de ella obtiene la materia de sus escritos, parece querer decirnos Hawthorne y por lo mismo no puede aislarse. El escritor está obligado a desempeñar una función dentro de la comunidad en la que vive. Para Hawthorne, para tantos otros escritores de EEUU, el esteticismo es impensable, absurdo e innecesario. Hay un pragmatismo latente en los escritos de todos ellos que más tarde John Dewey formalizará en su libro de estética. Ni siquiera en el Romanticismo, pero tampoco en la época finisecular, los estadounidenses desvinculan su labor de la sociedad. No en vano, en el siglo XIX aún están creando su cultura y no pueden andarse con tonterías. Todos han de ser útiles. Otra cosa muy distinta es la manera en que lo sean.

Entre los rasgos que más me llaman la atención está la ausencia de voluntad de Wakefield. El hombre se aleja un día, dos, tres y de repente se da cuenta de que ha perdido los hábitos de su vida y ha adquirido otros nuevos. Eso significa que ha de comenzar otra vida. Los pequeños actos que realizamos todos los días, nuestras rutinas menores, las grandes, son las que configuran nuestra existencia. Al igual que el sistema parasimpático regula todas las actividades inconscientes del cuerpo, nuestras rutinas organizan nuestra vida social (y la íntima.) Nuestros actos acarrean consecuencias que, lejos de ser el producto del azar, determinan nuestro futuro. Cada acción nuestra cierra algunas puertas y abre otras. La vida es un camino de senderos que se bifurcan, y en cada momento hay que elegir. Una vez hecha la elección no hay vuelta atrás. De igual modo ocurre en la literatura, ciertas elecciones impiden otras, pero importa sobre todo el entender que el comportamiento de los personajes no es producto del narrador omnipotente, sino que es el resultado de los propios personajes. Ha de existir una coherencia interna en la obra si se quiere que sea reflejo de la sociedad. Se impone una pregunta en todo esto: si unas acciones determinan las siguientes, ¿la libertad existe o es una ficción?

Wakefield cambia de ropa, y así señala el cambio en su forma de ser. Cambia de identidad y se cierra a la posibilidad de volver a su anterior vida. El escritor ha de situarse en medio de la ciudad, ha de observarla pero no puede tener lazos afectivos que le influyan. Por esa razón no vuelve cuando cree que su mujer está enferma. ¿Libertad o ausencia de cortapisas? ¿libertad o capricho? ¿Tanta es la distancia entre Wakefield y su mujer que no puede volver sobre sus pasos? En términos espaciales solo una calle los separa, en cuestión de manera de pensar es bastante mayor la distancia; en realidad es infranqueable por decisión del propio Wakefield. Es el que se aleja y el que decide de cambiar de vida e incluso de identidad. Ahora carecerá de ella. Al igual que el poeta de Keats ha de ser un camaleón, el escritor de Hawthorne se personifica como el ser anónimo absoluto que vive en el corazón de la ciudad y nadie conoce ni reconoce. No es nadie, una sola presencia que se mueve sin nombre ni pasado. Los poetas vanguardistas tenían en Keats y en Hawthorne dos buenos ejemplos (no los únicos) para su famosa teoría de la impersonalidad. La literatura no es el vulgar reflejo del yo del escritor. Vivir anónimamente, sin ser nadie en realidad le permite ir absorbiendo la vida urbana, las corrientes que fluyen y confluyen en ella para dar testimonio de manera objetiva, al menos en un principio.

Viene entonces un salto temporal de diez años, que luego serán veinte. Durante ese tiempo Wakefield ha estado espiando la vida de su mujer. No ha salido de la ciudad ni ha cambiado de residencia. El lugar conocido se ha ido convirtiendo en el escenario de sus paseos, de sus imaginaciones. Si otros necesitan lugares exóticos, y el mejor ejemplo es Melville, peor también Washington Irving o Poe, Hawthorne parece insinuar que es de nuestro alrededor de donde podemos sacar la trama de las aventuras. Esos sí, a cambio, no lo olvidemos, de perder cada vez más nuestra individualidad e ir siendo parte de la anónima multitud. Hay un rasgo que destaca y que va unido, cada vez es menos recordado por su mujer. Su individualidad se desvanece con los últimos recuerdos de quien fue su esposa. Las personas existimos no solo como un conjunto de funciones y actividades biológicas. Existimos en sociedad y para ello debemos estar presentes en el recuerdo de los demás. De otro modo, estamos muertos. Esto es una muy curiosa variación del idealismo de Berkley pero es también una idea muy presente en la sociedad puritana estadounidense de los siglos XVI y XVII, y una idea que también aparece en "Tlön, Uqbar y Orbis Tertius" de Borges.

En la última escena aparece un hombre encanecido que destaca por algo especial que lo distingue de los demás. Anda encorvado, como si quisiera pasar desapercibido. Las circunstancias de la vida han hecho de él alguien distinto. A su lado pasa una señora de gesto tranquilo, calmado y sereno, a quien parece que nada pueda hacer daño. Son Wakefield y su mujer. Se cruzan y se reconocen, gracias a que el azar los ha juntado de nuevo. Destaca el porte anciano de Wakefield, el de alguien que ha vivido, a quien la vida ha cambiado. El narrador es un ser que ha ido acumulando experiencias, y este es un rasgo que también se repite, quizás no con excesiva frecuencia, pero aparece en "Descenso al Maelmstrom" de Poe o en algún ensayo de Emerson, quien fustiga el absurdo juvenilismo de la sociedad (ya entonces lo padecían.) Ella, sin embargo, ha aceptado su destino y puede vivir sin miedo ni esperanza. Por eso puede mirar hacia atrás al sobrepasarlo y entrar a la iglesia con tranquilidad. Wakefield, por el contrario, sale huyendo y se refugia en su casa porque los fantasmas de un pasad n resuelto lo acosan, al igual que acosarán a Henry James en "La bestia en la jungla", "El rincón feliz" o en su último relato "Crapy Cornelia" (y no hemos de olvidar todo lo que James debe a Hawthorne.)

El final es conocido, pues ya lo reveló el narrador al inicio. Wakefield regresa como si nada hubiera ocurrido, y u mujer lo admite en el hogar. Hasta ahí llega el narrador. Hay dos razones para ello. La primera es dejar que el lector imagine lo que puede ocurrir. La segunda es un rasgo de discreción: el escritor no ha de inmiscuirse e los asuntos íntimos, con lo que Hawthorne, de un modo muy elegante, estaría criticando la literatura sensacionalista y doméstica que solo se ocupaba de cuestiones de alcoba. Me llama sobre todo la atención la causa de su regreso. No es algo meditado. Por el contrario, al igual que ocurrió con su alejamiento, regresa porque llueve y quiere resguardarse de la lluvia. Más interesante es lo que ve momentos antes. Ve a su esposa a través de la ventana. Es una figura grotesca, según apunta el narrador, y el adjetivo en este caso habría que tomarlo en su sentido primigenio, no como algo feo sino como algo deforme. La realidad que contempla el escritor está deformada, o su propia visión la hace así. No queda claro exactamente qué es, pero sí que pone el acento en hacernos saber que no es algo que cumpla con los cánones de belleza clásica. El escritor ha de tomar la materia de la vida cotidiana, pero ha de imprimirle un cambio, ha de resaltar unos rasgos y silenciar otros. En alguna lectura he pensado que Hawthorne tenía en mente el mito de la caverna de Platón cuando escribió el final y que rehizo el mito de acuerdo con sus presupuestos estéticos. No es la realidad lo que el escritor contempla sino un reflejo grotesco de la misma. Lo que cuenta son historias cotidianas en las que la intimidad doméstica está ausente, no tanto por una cuestión de puritanismo sino porque está estableciendo los límites estéticos de su época. Hawthorne escribe al tiempo que Poe, o lo contraescribe. La mención a lo grotesco no es casual. Recordemos que Poe titula su primera colección de relatos "Cuentos de los grotesco y de lo arabesco." Frente al gusto por lo morboso y lo bizarro que Poe exhibe, Hawthorne se decanta por una literatura más clásica, tanto en el estilo como en la modulación y presentación de los temas. Poe busca atraerse al lector mediante lo sensacionalista, Hawthorne está interesado en un acercamiento menos emocional y más intelectual. Los dos escriben sobre la maldad humana y las sombras del alma, los dos platean una literatura moralista, los dos trabajan con las obsesiones y monstruos de la época. Poe tuvo la suerte de encontrarse tras su muerte con Baudelaire, quien lo elevó a los altares del malditismo, Hawthorne pasó desapercibido y quedó como un escritor conservador para los malditos que querían imitar a Poe.

Hubo sitio para los dos, y para otros más. Cada uno trazó el territorio de su literatura y juntos el de la cultura estadounidense. Sin embargo, sí que me gustaría señalar que pese a todas las acusaciones de conservadurismo, Hawthorne fue un escritor que tuvo una especial sensibilidad para detectar las corrientes ideológicas de momento y reflejarlas en su literatura. Fue un pesimista, un escéptico, alguien que no pudo compartir el optimismo romántico porque su experiencia en Brook Farm, y me imagino que sus humores personales, se lo impidieron. A veces, frente a los afirmativos impenitentes, agradecemos que algunos nos descubran, sin falsas perversidades, la otra cara de la vida.

 

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