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10 de octubre del 2007

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Iberoamérica
Reflexiones peruanas

Peruanos desconfiados


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, octubre del 2007.

 

A los taxistas que no son limeños, siempre les agrada un pasajero que conozca su lugar de origen. Hace unos meses me tocó un taxista chiclayano y conversamos tanto sobre celebraciones, pueblos y comidas, que, al llegar a mi casa, sentí en la punta de los labios la tortilla de raya y el chirimpico. Le pagué con un billete de 20 soles y me dio mi vuelto.

Instantes después, en el silencio de la noche, oí el ruido de un vehículo. Me acerqué a la ventana: el taxi había regresado. El taxista me enseñó el billete y me dijo: "es falso". Yo bajé, me disculpé y se lo cambié. Habría podido decir que ese no era mi billete y él, acusarme de intentar engañarlo. Las acusaciones podrían haber llegado a los insultos, la ironía, los gritos, pero no quise una mala noche por 20 soles y, a decir verdad, me pareció improbable que fuera un engaño.

Al día siguiente, mientras examinaban el billete, unos amigos me dijeron que el taxista se había aprovechado de mi ingenuidad. Lo conservé algún tiempo, hasta que decidí llevarlo al banco y la cajera me aseguró que era verdadero.

En muchas encuestas se afirma que una abrumadora mayoría de peruanos considera que sus compatriotas son poco honrados. Para mí, ese dato sólo es indicador de nuestra desconfianza. Es verdad que existen entornos donde se justifica la duda y la sospecha, como la política. También es cierto que hay quienes buscan aprovecharse del más débil, sea un campesino pobre o un turista. Sin embargo, creo que la posibilidad de sufrir un daño por parte de vecinos, colegas o desconocidos es mas bien escasa en comparación con los temores predominantes.

Quizás la demostración más visible de esa desconfianza generalizada se produce cuando un conductor amable cede el paso a los peatones y estos permanecen desconcertados en la vereda, por más que el chofer insista. Normalmente cruzan corriendo, como si estuvieran ante un maniático que pretende arrollarlos.

La desconfianza aumenta frente a quienes son considerados distintos por motivos raciales o sociales, basándose en prejuicios desde la vestimenta hasta el tinte de pelo. El propio Estado sospecha de los ciudadanos cuando exige retenerles el DNI para entrar en las instituciones que ellos mismos financian, como el Ministerio de Trabajo, la Contraloría o hasta la farmacia del Ministerio de Salud. En este caso se justifica por las medidas de seguridad, aunque ni a bancos, supermercados y restaurantes se les ocurre tratar así a sus clientes. Hasta el Indecopi, que sanciona las barreras comerciales, establece esa limitación.

La desconfianza generalizada ocasiona numerosos costos a una sociedad, complica las transacciones y dificulta el establecimiento de relaciones solidarias. No digo que debamos confiar en personas o entidades sin escrúpulos, pero si dejáramos de sospechar permanentemente de quienes están a nuestro lado, la vida sería menos tortuosa y las relaciones menos agresivas. Todos ganaríamos. Lo dice alguien que lo intenta siempre, en la combi, la calle, el taxi; y a quien, felizmente, hasta ahora, no le ha ido muy mal en ese camino.

 

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