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3 de octubre del 2007

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Iberoamérica
Reflexiones peruanas

Crueldad indígena


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, octubre del 2007.

 

Una asamblea comunal obliga a un hombre a asesinar a su hijo, al que acusan de delincuente. Un adolescente es atado a un árbol donde habitan hormigas venenosas, hasta que muere por efecto de las picaduras. La semana pasada, campesinos de Huallhua (Huancavelica) acusaron a cinco forasteros de abigeos y los quemaron vivos en el vehículo en que habían llegado.

¿Puede existir alguna justificación cultural para crímenes atroces cuando son cometidos por campesinos o nativos? ¿Es posible considerarlos "justicia por mano propia", como los denominan algunos periodistas? ¿Sería admisible que los responsables queden sin sanción como ocurrió con los indígenas que mataron a los campesinos de Los Naranjos o a los brigadistas del Ministerio de Salud en el Cenepa?

El artículo 149 de la Constitución reconoce a las autoridades comunales la facultad de administrar justicia, según su derecho consuetudinario, pero en Huallhua no hubo ningún proceso o práctica tradicional. Como en los linchamientos que se producen a veces en las ciudades, se trató simplemente de un acto de violencia masiva.

Además, incluso si una asamblea comunal decidiera la muerte de una persona o si se tratara de una sanción tradicional, el límite que coloca el artículo 149 es el respeto de los derechos humanos, por lo cual los responsables de esta masacre deben ser procesados.

Ahora bien, el artículo 15 del Código Penal establece que si una persona comete un delito porque su cultura o sus costumbres le impidieron ser consciente del carácter delictivo de su acción, podría ser eximido de responsabilidad penal. Difícilmente los los campesinos de Huallhua podrían argumentar que no sabían que era un delito quemar vivas a cinco personas.

Sin embargo, a riesgo de mortificar a quienes pueden tener idealizado al mundo indígena, a mi entender estos hechos reflejan un problema de fondo y es que en las culturas indígenas, andinas o amazónicas, todavía es incipiente el respeto por los derechos humanos, es decir la noción de exigencias inherentes a todo individuo.

Esto se hace más evidente en cuanto al derecho a la integridad física: en varias festividades andinas los participantes compiten en golpearse o azotarse, bajo el acuerdo que, aunque haya lesiones graves, no habrá acusaciones, resentimientos o sanciones al respecto. Con mayor frecuencia, la integridad física parece ser un derecho que la persona pierde cuando ha cometido una infracción. Por eso todavía se admite que el padre pueda golpear a los hijos, el profesor a los alumnos, el esposo a la mujer o los padrinos a los esposos conflictivos. Muchos ronderos azotan a los infractores, sea por robar ganado o por llegar tarde a la asamblea.

-Sin castigo físico es imposible que la gente se corrija -me decía un joven dirigente ayacuchano.

A un filósofo amigo mío, que se atrevió a cuestionar el castigo físico a los niños ante un grupo de maestros en Puerto Maldonado, le respondieron indignados:

-¡Usted no le pegará a su hijo porque lo tiene en un colegio particular! Nosotros no tenemos otra forma de educarlos.

Una profesora limeña me contó que habían llegado padres de familia provenientes de zonas andinas insistiendo en que ella le pegase a sus hijos si se comportan mal e inclusive ofrecían llevarle el instrumento que usaban en casa.

Está tan extendida esta mentalidad, que, en una ocasión, mientras explicaba en una charla los derechos de los detenidos, un Juez de Paz shipibo me preguntó:

-¿A partir de qué momento se les puede golpear?

Este panorama hace que algunos jueces de Paz o presidentes de comunidades campesinas no vean necesario intervenir en casos de violencia familiar, que es percibida como una reacción normal ante la "desobediencia" de la mujer. Inclusive, muchas mujeres campesinas sólo creen que amerita denunciar una situación de violencia verdaderamente grave, como una fractura o una lesión permanente.

Yo percibo que en los últimos años se ha avanzado mucho en generar mayor conciencia sobre el valor de los derechos humanos entre campesinos e indígenas, pero todavía hay bastante por hacer, como demuestra el respaldo que el año pasado tuvo en esos sectores la propuesta de restablecer la pena de muerte.

La explotación y la pobreza que sufren los campesinos no deben llevarnos a idealizarlos. Mas bien, la cara más dura de la pobreza puede ser la dificultad para percibirse a sí mismo y a los demás como sujeto de derechos. Por parte del Estado, este es uno de los muchos problemas de los campesinos que jamás se abordan, como sucede con el alcoholismo y la deserción escolar.

Si admitimos que la cultura permite dejar impunes a quienes quemaron vivos a un grupo de personas, no tendríamos ninguna autoridad moral para pretender que paguen sus culpas quienes cometieron crímenes de similar crueldad porque pretendían llegar al poder, porque decían defender los intereses del país o porque aseguraban que sólo cumplían órdenes.

 

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