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8 de octubre del 2007

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¿Poder para saber? ¿o viceversa?


Mario Bunge

 

Los antropólogos y sociólogos posmodernistas sostienen que los científicos no buscan el saber sino el poder. Fieles a su credo, no sustentan esta tesis con datos: se conforman con enunciarla dogmáticamente una y otra vez. Para peor, esta opinión ni siquiera es original. En efecto, fue formulada en 1830 por Auguste Comte, el fundador del positivismo y autor de la famosa fórmula "Conocer para prever, prever para poder". A su vez, Comte tomó la misma idea de Francis Bacon, que dos siglos antes había sido el primero en advertir la utilidad potencial de la ciencia, que confundía con la técnica.

Los que todavía somos modernos rechazamos esta tesis pragmatista, porque la realidad muestra que quienes buscan y a veces alcanzan poder no son investigadores sino líderes políticos, económicos e ideológicos. El presidente de los Estados Unidos, el patrón de Microsoft y el Papa poseen mucho más poder que todos los premios Nobel juntos, pese a no haber hecho ninguna contribución al conocimiento del mundo o de la sociedad.

La relación entre saber y poder sirve para caracterizar la ciencia básica y la técnica. Mientras la primera procura poder para saber, la segunda procura saber para hacer. En efecto, para investigar en grande se necesita un mínimo de poder académico: hay que contar con laboratorios, colaboradores, estudiantes, técnicos, bibliotecas, etcétera. En la técnica sucede al revés: se busca y se usa el conocimiento con la finalidad última de diseñar artefactos o controlar procesos de posible utilidad económica o social. Aquí el saber es medio y el poder es meta. La industria y el Estado modernos usan conocimientos técnicos para acrecentar o mantener su poder. Aquí sí vale la fórmula de Comte.

Para hacer ciencia al día es indispensable disponer de dinero para encargar equipos, comprar libros y revistas, contratar personal, becar a estudiantes graduados e invitar a colegas jóvenes a que participen del proyecto diseñado por el investigador principal. Pero puede ocurrir, como ocurre tan a menudo en asuntos sociales, que el medio se transforme en fin. Es decir, puede ocurrir que se investigue para acrecentar el poder. Insensiblemente, el jefe de grupo se va metamorfoseando de líder intelectual en recaudador de fondos.

De hecho, en EE.UU. se suele medir el valor de un investigador no tanto por lo que produce cuanto por lo que consume, en particular por el monto de sus subsidios de investigación. Esta es una perversión, y esto, por tres motivos. Primero, los administradores comprenden mejor un proyecto mediocre y seguro que uno original y riesgoso, de modo que están más dispuestos a financiar la rutina que la exploración. Segundo, los jefes de equipo, abrumados por el papelerío (o pantallerío), pierden contacto con el trabajo de investigación, que delegan en estudiantes e invitados. Tercero, porque al obrar así pierden el respeto de sus estudiantes y les dan un mal ejemplo que muchos de ellos habrán de seguir. Analogía política: el dirigente de una agrupación política idealista que, ansioso por ganar una banca parlamentaria, convierte su comité partidario en una máquina electoral inescrupulosa.

Robert K. Merton, el padre de la sociología de la ciencia, fue el primero en distinguir entre entre las recompensas intrínsecas y las extrínsecas de la investigación científica. La satisfacción de la curiosidad mediante la solución de problemas es una recompensa instrínseca. En cambio, el reconocimiento de los pares, la publicación, el ascenso y el premio son recompensas extrínsecas.

En los casos felices ambos mecanismos de recompensa se refuerzan mutuamente. O sea, cuanto mejor investiga un científico, tanto más claramente se reconoce su merecimiento, y cuantos más medios se ponen a su alcance, tanto mejor es su producción. Pero en otros casos ambos mecanismos entran en conflicto, como cuando el investigador sacrifica la calidad a la cantidad de su trabajo para abultar su currículum. O cuando un colega, encargado de evaluarlo, lo denigra para subir él mismo en la escala de la estima o incluso en el monto de su subsidio (ya que los recursos son escasos).

Es obvio que no hay investigadores aislados: cada investigador es miembro de una o más comunidades de investigadores. Por ejemplo, se habla de "la comunidad de la física de altas energías", de "la comunidad de enzimas" y de "la comunidad de comunidades (ecológicas)". Son sistemas sociales informales, pero con sus líderes, reglas y tradiciones. Son las encargadas de recomendar las recompensas extrínsecas, pero carecen de poder para poner en práctica tales recompensas.

Los que hacen las elecciones finales y distribuyen cargos, dineros y honores suelen representar a organismos distintos de las comunidades científicas: son funcionarios de universidades, ministerios o fundaciones privadas de bien público. Obran sobre la base de recomendaciones de expertos, pero en última instancia hacen lo que se les da la gana. Aunque no suelen beneficiar a sus protegidos, suelen excluir a los investigadres que no pertenecen al círculo más afín (yo, como cualquiera, siempre he pertenecido a algunos círculos y he sido excluido por otros.)

En resumen, sin duda hay juegos de poder en las comunidades científicas. Pero lo que define al investigador científico no es el poder sino la capacidad de usarlo para hacer investigaciones originales: de encontrar o hacer algo nuevo. Por este motivo, si alcanza poder y lo usa bien, podrá hacer mejor ciencia o, al menos, facilitará el trabajo de su grupo. En cambio, si hace mal uso del poder, terminará por desprestigiarse y a sus espaldas lo tildarán de investigador fracasado, de león desdentado o incluso de impostor. Pero en cualquiera de los dos casos será considerado como un hábil administrador que ya no tiene tiempo para enterarse en detalle de lo que hacen sus presuntos subordinados, los cuales sólo lo son porque deben informarle periódicamente sobre la marcha de sus trabajos.

Para terminar: si quieres saber, no busques más poder que el necesario para saber. Y si quieres poder, busca todo el saber necesario para alcanzarlo, ya que hoy, más que nunca, el saber es una palanca de poder.


Publicado originalmente en el diario argentino La Nación (junio del 2006).

 

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