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12 de octubre del 2007

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Cultura

El rey de la Pacífico


Paul Medrano
La Insignia. México, octubre del 2007.

 

Despierto con el calor que caracteriza a los infernales veranos acapulqueños. A falta de clima artificial, el ventilador lucha a muerte contra las altas temperaturas, pero cada amanecer pierde la batalla. El final de ese combate es señal de que debo levantarme.

Aquí comienza el protocolo diario para despabilarme por completo. Pongo café y me meto a la ducha. Antes que la regadera suelte su primera descarga de agua, mis glándulas sudoríparas liberan cientos de calorías con el trajín mañanero de todo proletariado decente: planchar la ropa, recoger basura y tender la cama. En lo que me visto, escucho en la radio una tontería llamada Las 13 maravillas de México.

El sol entra por las persianas y anuncia un día caluroso. Camino a la parada del camión, el pañuelo me repasa el rostro unas ocho veces. No hacerlo significa subir al urbano con el rictus de un maratonista de verdad, y no como el marrullero de Roberto Madrazo. La gente oriunda de Acapulco se diferencia de inmediato de la forastera: no sudan ni al enterarse del gasolinazo. A nosotros, en cambio, nos bastan cinco minutos a la temperatura ambiente para sudar como lo hizo Luis Fernando Tena al saber que la directiva del Club América le daría una patada en el trasero.

El cuerpo de los acapulqueños es una de las maravillas de la ciudad, pienso antes de que el camión llegue a la primera parada. Su acoplamiento al calor les impide deshidratarse, mientras que a nosotros, nos obliga a consumir líquidos a cualquier hora y en cualquier cantidad, sobre todo si contienen alcohol. Por eso existen más expendios de bebida que todas las escuelas juntas. He aquí otra maravilla: la cerveza está por todas partes, sólo hace falta dinero e hígado para consumirla.

En el asiento de atrás, una señora regaña a su hija (de no malos bigotes) por haber llegado tarde la noche anterior. La madre no tiene empacho en acusarla de lujuriosa y la pendejea cuantas veces puede ante la posibilidad de que su novio (al que tampoco baja de pendejo) la embarace. La joven, entre apenada y encabronada, sólo responde de vez en vez: ay amá, cállese.

Delante de mí un señor duerme apoyado en la ventanilla. Su compañero lee un periódico que cuenta cómo decenas de ciudadanos quemaron un camión urbano porque el chofer atropelló a un niño de 8 años. Suena de algún pasajero de más atrás. Un niño llora en brazos de su madre.

El tráfico va más lento de lo habitual. Un agente de tránsito detiene el camión. El conductor baja y camina hacia la parte posterior del vehículo, donde el tamarindo lo espera tras unos lentes Ray-Ban. Desde las ventanilllas, observamos la escena.

-Qué pasó jefe -le dice el chofer al tiempo que extiende la mano.

-Nada nuevo, sólo que va a pasar el alcalde y queremos la calle libre -responde el agente mientras recibe el saludo con 50 pesos de por medio.

Vaya, pienso, las autoridades, además de hacer lo que les viene en gana, también disponen de nuestro tiempo. El alcalde Félix Salgado Macedonio parece no conformarse con que las principales avenidas del puerto (Costera, Cuauhtémoc, Escénica, Constituyentes) tengan más cráteres que la superficie de Mercurio; que el servicio de transporte público sea deprimente, prepotente y asfixiante; que el agua potable se esté convirtiendo en un líquido más preciado que el que fluía por los ductos de Pemex que explotaron los eperristas y en contraparte, aún haya zonas inundadas por las lluvias.

Mientras tanto, el tristemente célebre político guerrerense, amante de los vehículos extravagantes, se pasea a bordo del Tétano, un Ford Mustang 73, generación Match 1 que de manera infame "decoró" como chatarra. La sesuda argumentación del nombre: "se llama Tétano, porque un raspón significa tétanos seguro". Un vehículo demasiado kitsch si se compara con el legendario Interceptor de Mad Max, en el cual se "inspiró" (pero Salgado Bachedonio desconoce que el usado por Mel Gibson en el filme es un Falcon Coupe XB GT modelo 1973) y también es sumamente grosero para los aficionados a los autos clásicos. Una maravilla más de esta ciudad.

Tras 20 minutos de retraso, el camión vuelve a avanzar. La espera y el sol nos invade de un humor como el del cardenal Norberto Rivera cuando le hablan de pederastia. Si al chofer no se le ocurre romper un record de Guinnes en la categoría de camión lleno de pasajeros que rebasa la velocidad del sonido, entonces llegaré tarde al trabajo. Me descontarán tres días y el jefe me verá con una jeta como la del Tuca Ferreti, pero en versión tropicalizada: es decir: negro y costeño.

El niño no deja de llorar. Suenan más y más teléfonos celulares. El señor que está por delante de mí ya empezó a roncar. La madre ya empezó a darle de zapes a su hija porque ésta ya reconoció que se comió la torta antes de recreo y amenaza con irse a vivir con novio, a quien la madre, además de pendejo, le llama güevón.

Como seguramente el conductor no sabe qué es un record Guinness y el jefe de todos modos no quitará la jeta del Tuca, golpeo la vieja lámina del vehículo para anunciar mi bajada. No iré a trabajar. El camión se detiene y desciendo con mi carga de sudores y humores que me embarraron los demás pasajeros. Recuerdo la despreocupación con la que la Reina del Pacífico contestó el interrogatorio al ser detenida por delitos que la refundirían en la cárcel. Si perder su libertad y sus lujos no amilanó a esa señorona del narcotráfico mexicano, yo no debo tener remordimientos con no ir a trabajar. Enfilo calle abajo, rumbo a la playa. Me desfajo la camisa y conforme avanzo, el olor a la brisa marina me llena los pulmones. Aunque sucias, no creo que las playas acapulqueñas rayen en lo asqueroso, como sucede un rancho del bajío y de cuyo dueño (ex presidente además) no quiero acordarme. Me saco los zapatos y camino sobre la arena. Compro un six de cerveza y me siento a ver pasar los bañistas. Tan sólo por hoy seré un rey, el rey de la (cerveza) Pacífico.

 

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