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La insignia
26 de marzo del 2007


¿Qué Europa quiere el movimiento sindical?
(Y como contribuir a su construcción)


Javier Doz
La Insignia*. España, marzo del 2006.


La Unión Europea vive un momento de crisis política tras la ampliación y la paralización del proceso de ratificación del proyecto de Constitución, aunque los síntomas y las raíces vienen de más lejos. Su crecimiento económico es inferior a otras regiones del mundo y en su interior se distribuye desigualmente. Desde el neoliberalismo económico y la derecha política se achaca a las supuestas rigideces que genera el mantenimiento del modelo social europeo. El sindicalismo europeo sostiene como puede el modelo, mediante tácticas y estrategias defensivas, principalmente en los ámbitos nacionales porque no se atreve a formular una estrategia sindical europea supranacional. La campaña de la CES, las federaciones europeas y las centrales nacionales en torno a la Directiva de servicios, aún siendo de orden defensivo, está suponiendo un ejemplo de proceso de acción sindical europeo. La CES, en su próximo Congreso (Sevilla, 2007) deberá plantearse si quiere construir efectivamente un espacio europeo de relaciones laborales y cómo hacerlo; este camino necesita la superación de la crisis política europea, por lo que el movimiento sindical europeo también debería contribuir a ello. CC.OO. tiene que impulsar este debate en los diferentes ámbitos y estructuras en donde desarrolla su trabajo europeo, y también en su interior.

A lo largo del proceso de construcción europea se ha utilizado en bastantes momentos la palabra crisis para describir las muchas vicisitudes por las que ha atravesado un proceso siempre complejo. En esta ocasión, tras la paralización de la entrada en vigor de la Constitución Europea por los resultados negativos de los referendos francés y holandés, el término es sin duda adecuado. A la falta de iniciativas institucionales para superar la situación se unen otros factores que inciden en la profundidad de la crisis. Algunos desbordan claramente las fronteras de la UE: las consecuencias de la globalización llevan a reacciones defensivas de tipo nacionalista, a preconizar la renacionalización de las políticas, como si la UE fuera el problema en lugar de la solución frente a la globalización. Otros son de naturaleza económica: la UE y particularmente los países de la zona euro han crecido bastante menos que la media del crecimiento económico mundial desde 2000, y mucho menos que las regiones más dinámicas del planeta; algunos países centrales han sufrido o sufren ciclos recesivos.

Pero la crisis es, ante todo, política. Es como si, culminada la Unión monetaria en 12 países e ingresados de un golpe 10 nuevos socios, las instituciones de la UE, sus políticos, hubiesen consumido sus energías y perdido la capacidad de impulso y liderazgo. La elaboración del proyecto de Constitución, realizada en el peor momento de la división de Europa en torno a la guerra de Irak, fue obra de las aportaciones de buena parte de los miembros de la Convención, no desde luego de los gobiernos. Después, no se ha reaccionado a los rechazos populares francés y holandés, a los que se ha contribuido, y, tras arduos tiras y aflojas en luchas por defender intereses nacionales pensados desde la cortedad de miras, se han aprobado las bases presupuestarias 2007-2013 de una Europa pequeña, no de una gran Europa ampliada.

Enumeramos a continuación diversos factores que inciden o están correlacionados con ese estado de crisis política que vive el proyecto de construcción europea:

· Los ciudadanos de muchos países manifiestan, en diferentes encuestas nacionales y europeas, un creciente desapego hacia el proyecto europeo y sus instituciones. También es común que los descontentos nacionales se proyecten contra la UE, en ocasiones por incitación de políticos oportunistas. La tendencia es general aunque su grado de intensidad muy diferente según países.

· La percepción de la globalización -aceleración del proceso de internacionalización de las relaciones económicas, sociales y culturales- y sus consecuencias por amplios sectores de la opinión pública ha coincidido con la caída del Muro de Berlín y los regímenes del "socialismo real". En este contexto la sensación de inseguridad, y aún miedo, que producen algunas de las consecuencias de la globalización -deslocalización, deterioro del empleo y las condiciones de trabajo en según que países y sectores, etc.- está produciendo un incremento de los fundamentalismos religiosos, nacionalismos, localismos y populismos. Una parte de los males se achaca a lo que se considera, con razón, lejano: las instituciones de la UE. Se aumenta así la desafección hacia el proyecto de construcción europea; como poco, se habla de no dar más pasos que la población no seguiría y de la necesidad de renacionalizar algunas políticas.

· Se está produciendo, en los ámbitos políticos nacionales y europeo, una disminución de la legitimidad y la capacidad de representación de los agentes políticos. Por otra parte, no existen sólidas plataformas políticas supranacionales. En el ámbito europeo puede llegar a existir una cierta unidad de criterios, según que temas, en los principales grupos parlamentarios europeos; pero no existen auténticos partidos europeos: las posiciones comunes se diluyen cuando se accede a los gobiernos desde donde fundamentalmente se tienen en cuenta los intereses nacionales, o la interpretación que de los mismos se hace a la luz de los intereses electorales, cosa que también sucede si se está en la oposición. El interés de avanzar en el proceso de construcción europea o la propia coherencia política de las formaciones europeas siempre queda en un segundo lugar. En el liderazgo político europeo se está muy lejos de la época de Delors, Kohl, Mitterand y González.

· La política exterior de los EE UU bajo el gobierno de Bush, y singularmente el desencadenamiento -con gruesas mentiras y al margen del derecho internacional- de la guerra de Irak y su posterior ocupación, han dividido a la UE, la han dejado sin política exterior en un momento especialmente importante. Sin política exterior común la UE no puede jugar un papel políticamente relevante en el mundo. Ante la flagrante vulneración del derecho internacional y de los derechos humanos fundamentales, justificada equivocadamente por el gobierno Bush en las necesidades de la "guerra contra el terrorismo" (Patriot Act, Guantánamo, Abu Graib, etc.), la UE y los principales gobiernos europeos mantienen una actitud de débil crítica o guardan silencio cómplice. Esto último ha sucedido con el compromiso de los ministros de exteriores con Condolezza Rice para guardar silencio respecto a los "vuelos de la CIA" que han llevado secuestrados (a terroristas y a personas inocentes) a centros de tortura de diversos países, incluidos algunos del Centro y el Este de Europa; compromiso que parece haber sido logrado cuando Powell y Rice les recordaron que sí estaban informados de los vuelos. Así, una de las principales señas de identidad de la UE, el respeto y promoción de los derechos humanos, se quiebra, porque su defensa nunca puede ser políticamente selectiva. Dividida y con la incoherencia como imagen de marca, la capacidad de acción exterior de la UE se debilita enormemente, por ejemplo, frente al Irán nuclear o ante el conflicto israelo- palestino.

· No cabe duda de que las dos manifestaciones más claras de la crisis política son la paralización, sin alternativas, de la Constitución europea y el fuerte recorte de los presupuestos de la UE para el período 2007-2013 que aprobó la Cumbre del Consejo Europeo del pasado mes de diciembre. Así, un acontecimiento tan importante como la ampliación de la Unión se encuentra: por una parte, sin el marco jurídico-político adecuado, la Constitución Europea, que facilitase el complejo funcionamiento con 25 Estados al mismo tiempo que un nuevo horizonte político después de haber progresado en los instrumentos económicos (mercado interior y unión monetaria); y por otro lado, después de haberse marcado unos objetivos ambiciosos en la Estrategia de Lisboa (2000-2010), las Perspectivas Financieras para los próximos siete años suponen un importante recorte de los recursos puestos a disposición de las políticas europeas, en un momento en el que la incorporación de diez nuevos países con renta sensiblemente inferior a la de la UE15 requeriría justo lo contrario.

La ampliación se produce con unas opiniones públicas de los nuevos miembros bastante euroescépticas de entrada, en ocasiones en sintonía con sus gobernantes; con buena parte de estos países alineándose con EE UU frente a la "vieja Europa" en la cuestión iraquí; y, con unas instituciones paralizadas en lo político y disminuidas en sus capacidades presupuestarias. En estas condiciones, por más que fuese políticamente importante la llamada por algunos "reunificación de Europa", cobran fundamento las objeciones de quienes veían en la ampliación a un tan alto número de países sin una consolidación del avance político un triunfo de los que quieren que la UE sea, sobre todo, un gran mercado. Y la culpa no hay que echársela a los nuevos miembros: en la UE15, gobiernos conservadores, socialdemócratas nórdicos temerosos de más Europa, y siempre el Reino Unido han podido más que un tradicional eje franco-alemán -sin ideas y con sus líderes enfrascados en serios problemas interiores- y sus aliados, esta vez más escasos. Y sobre todos ellos han pesado las corrientes de opinión pública, condicionadas por lo que antes mencionamos, a las que los dirigentes políticos, por lo general, no saben o no quieren influir proponiendo ideas y proyectos europeos.


A vueltas con el modelo social europeo

La sostenibilidad del Modelo Social Europeo, de las instituciones características del Estado de bienestar, se viene cuestionando desde las crisis petroleras de los 70, las teorizaciones de la crisis fiscal del Estado y la ofensiva conservadora de los 80 (Tatcher-Reagan); y en los 90, caído el Muro de Berlín, desde la euforia del "único sistema posible", el capitalismo liberal, y de las recetas del "Consenso de Washington" mezcladas con las supuestas virtudes de la economía del valor bursátil o "economía casino".

Durante este largo período, la situación ha sido muy variada en unos y otros países europeos. Cualquier foto fija, en una fecha determinada conduce al error. Pero, en todo caso, se puede hablar de Modelo Social Europeo (MSE) al construido a partir de las instituciones y políticas características del Estado de bienestar, fruto del pacto político y social que en los principales países europeos se produjo al término de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra Fría.

Partiendo de políticas económicas keynesianas, sistemas fiscales progresivos con una fuerte presión fiscal y alcanzado o cercano el objetivo del pleno empleo, el Modelo Social Europeo se configura en torno a: legislaciones laborales avanzadas que garantizan los derechos laborales de un empleo por lo general estable, sistemas de negociación colectiva o/y diálogo social eficaces-en esto con notables diferencias según países-, sistemas de protección públicos y universales ante las contingencias vitales y laborales básicas: desempleo, jubilación (en algunos países a través de fondos de pensiones profesionales obligatorios) y salud. A estos derechos sociales básicos, considerados en la mayor parte de los países europeos como derechos subjetivos, se añadieron otros atendidos por servicios sociales públicos o gestionados públicamente, algunos tan importantes como los de atención a las personas dependientes. La educación obligatoria y gratuita para todos durante al menos 10 o 12 años, impartida por regla casi general en sistemas públicos de enseñanza, también ha sido considerada una de las componentes esenciales del modelo.

El problema se plantea cuando se cuestionan las bases del modelo: políticas keynesianas, pleno empleo y fiscalidad suficiente y progresiva. Y eso sucede a partir de las crisis petroleras de los 70. Y es evidente que, estando concebidas las políticas keynesianas para su aplicación a partir de la acción política de los gobiernos nacionales, dichas políticas -o sus sucesoras neokeynesianas- encuentran dificultades para aplicarse en la economía globalizada o en un mercado interior europeo cuando la política económica europea no pasa de un muy insuficiente grado de coordinación ejemplificado en las Grandes Orientaciones de Política Económica (GOPE).

Se podría decir, con los riesgos de describir con pocas palabras una visión panorámica, que, a pesar de los recortes de determinadas prestaciones sociales en bastantes países, los sistemas de protección social en la UE15 han aguantado relativamente bien, especialmente en los países en donde no se han producido reformas fiscales drásticas de signo conservador. O por lo menos, han aguantado mejor que el empleo, puesto que con altibajos los niveles de paro y precariedad laboral se han elevado por lo general en numerosos países.

En la últimas tres décadas se han producido avances y retrocesos, a partir de distintos niveles de prestaciones de partida, dependiendo de los diferentes ciclos económicos nacionales vividos y de las opciones de política económica adoptadas. Ha habido desde recortes importantes de las prestaciones sociales (Reino Unido en los 80 con el gobierno de Margaret Tatcher, o Alemania ya en el siglo XXI, a través de la llamada Agenda 2010) hasta procesos de signo contrario en países que, como España, han construido las instituciones básicas del MSE en este mismo período de tiempo, una vez recuperada la democracia, pasando por reformas pactadas con los sindicatos que suponían determinados ajustes a cambio de mantener lo esencial de los sistemas de protección social y de los derechos laborales con estándares elevados (es lo sucedido en los países nórdicos). La resultante general ha sido una cierta disminución, en términos medios, del nivel de prestaciones sociales que se ha visto acompañada de un empeoramiento del mercado de trabajo: tasa de desempleo, grado de precarización del empleo, incremento de la informalidad y ciertos recortes de los derechos laborales.

Las crisis financieras y bursátiles del cambio de siglo y los escándalos de gestión de algunas grandes empresas, motivados por la codicia de sus más altos ejecutivos en la época de la "economía del valor bursátil", llevaron a refrenar la ofensiva ideológica y política neoliberal. En Davos se empezó a hablar de pobreza y desarrollo, por todas partes de "responsabilidad social corporativa" y se declararon momentáneamente congelados algunos de los principios del Consenso de Washington.

Pero la pugna por las "reformas estructurales" y las reformas del mercado laboral, en un sentido liberalizador que muchas veces arrastra un recorte de derechos sociales y laborales, se ha seguido manteniendo hasta la actualidad. Una de las más significativas, por su profundidad y por el país donde se ha aplicado, la alemana, impulsada a través de la Agenda 2010 por el canciller alemán Schröder, tiene fecha de 2005. También ha habido en esta primera década del Siglo XXI "reformas" laborales o de la legislación social de carácter regresivo, o intentos serios por establecerlas, en al menos los siguientes países: Italia, Austria, Portugal, Francia, Dinamarca, Holanda y España (revertida tras la huelga general del 20J de 2002).

Mientras, buena parte de los países del Centro y el Este de Europa, incorporados a la UE en 2004, ingresaron con legislaciones laborales y poder contractual debilitados y sistemas de protección social muy adelgazados. La mayoría de estos nuevos miembros de la UE -y Rumania y Bulgaria que ingresarán en 2007- pasaron del "socialismo real" al capitalismo y la economía de mercado mediante transiciones en las que se desmontaron buena parte de los derechos laborales y sociales -reales o nominales- que sus trabajadores tenían con el antiguo régimen. Esto, unido al diferencial de riqueza, significa que, si no se hace frente con políticas europeas a las políticas nacionales favorecedoras de los dumpings fiscal y laboral, en -y desde- la Europa ampliada los riesgos de deterioro del MSE sean mayores.

A la luz de lo anterior y de las diferencias existentes entre los sistemas laborales y sociales de los diferentes países europeos: ¿puede seguirse hablando de Modelo Social Europeo? Pienso que sí, al menos en la Europa de los quince, porque en ella a pesar de los recortes y ajustes el MSE permanece en sus rasgos básicos, resistiendo mejor los embates del modelo neoliberal de globalización que en otras regiones del mundo.

A continuación, hay que precisar que existen variantes o submodelos -nórdico, anglosajón, de los países centrales- con importantes diferencias entre ellos. Pero el común denominador de todos ellos, si lo comparamos con los existentes en EE UU, Japón o en algunos de los principales países emergentes dentro del campo de los países en vías de desarrollo, indica un nivel claramente superior de derechos, políticas públicas e instrumentos destinados a promover la cohesión social y la seguridad de trabajadores y ciudadanos. Siguen existiendo bases comunes en el reconocimiento de un importante papel de la legislación o/y la negociación colectiva en la determinación de las condiciones de trabajo, en la existencia de educación y salud públicas y gratuitas, y en el reconocimiento de un conjunto de prestaciones sociales básicas -eso sí diferentes en calidad y cantidad- como derechos subjetivos, y por lo tanto universales, de trabajadores y ciudadanos.

La afirmación de la existencia de un Modelo Social Europeo no puede llevarnos a negar las diferencias nacionales, ensanchadas tras la ampliación, diferencias que inciden en la existencia de grados de desigualdad e inclusión sociales bastante diferentes (aunque no tan notables como en otras regiones del mundo), y que se extienden al terreno de la fiscalidad (modelo y presión fiscal). La falta de armonización de la UE en este campo es una de sus principales debilidades y factor de riesgo permanente para el MSE.

Tampoco puede negarse que las políticas institucionales más importantes de la UE - además de la PAC, las llevadas a cabo a través de los fondos estructurales y de cohesión- apuntan en un sentido favorecedor de la cohesión territorial y social de ámbito europeo. La Estrategia de Lisboa, adoptada al finalizar la "década neoliberal", refleja un compromiso de tendencias políticas, que junto a conceptos como competitividad y flexibilidad, incluye los de pleno empleo y cohesión social y preconiza un importante papel a los interlocutores sociales y el diálogo social. Aunque alcanzar sus objetivos en 2010 parece, en conjunto, ya irrealizable, en buena parte debido a que el crecimiento económico ha sido muy inferior en términos medios al 3% anual que se estimaba necesario, no todo depende de dicha tasa. En España, que crece por encima del 3% desde el comienzo de la década, estaremos lejos de alcanzar el objetivo de gasto en I+D+i -el 3%- al terminarla. Y este es, junto a la educación y la formación profesional, el factor clave para la mejora de la productividad que conduzca una sana mejora de la competitividad de las economías europeas, compatible con el mantenimiento y mejora del MSE.

Por eso, el compromiso alcanzado por los pelos en la Cumbre europea del pasado mes de diciembre sobre las Perspectivas financieras para 2007-2013, resulta especialmente insatisfactorio en sus términos cuantitativos. Rebajar el techo presupuestario vigente, cifrado en el 1,24% del PIB europeo, ya de por sí escaso, al 1,045 %, y hacerlo justo cuando ingresan un conjunto de países sustancialmente menos ricos que los que integraban la UE15, afectará negativamente al cumplimiento de los objetivos de la Estrategia de Lisboa. Además, es un signo claro de la debilidad política que los gobiernos nacionales han inducido en el proyecto europeo. No sólo es un ejemplo del egoísmo de los países más ricos, contribuyentes netos, en los que ha primado el análisis de las balanzas fiscales, sino también de su ceguera, al olvidar que los beneficios del desarrollo de los países menos ricos han repercutido siempre positivamente en los más ricos en términos de crecimiento de sus exportaciones, de su producción y de su empleo.

El ejemplo español es muy claro: hemos sido un país claramente beneficiado por los fondos estructurales y de cohesión, además de por la PAC, es el Estado que más fondos ha recibido en términos absolutos. Desde el ingreso en la UE, en 1986, España ha tenido como media un saldo neto anual con la UE del 0,8% del PIB (con picos de hasta un 1,25% en los últimos años). Sin embargo, el incremento del déficit comercial español con sólo dos países de la UE -Alemania y Francia-, de 1985 a 2006, ha sido superior al monto total del superávit presupuestario neto de España con la UE, lo que ha significado crecimiento económico y del empleo en estos países; por no hablar de los retornos directos que determinadas infraestructuras financiadas con fondos europeos generan: por ejemplo, el AVE para Francia y Alemania.

En la pugna que subsistirá durante muchos años entre quienes defendemos el Modelo Social Europeo, ligado a un determinado modelo de crecimiento, y quienes quieren que Europa se parezca cada vez más a los EE UU, puede ser útil reflexionar sobre un par de situaciones de actualidad.

Un primer caso es el de Alemania: la patronal y la derecha política, y no solamente las alemanas, han achacado sistemáticamente los problemas de crecimiento y empleo de la economía alemana en los últimos años y la supuesta falta de competitividad de su economía, al exceso de gasto público derivado del elevado nivel de prestaciones que asegura el Estado y a los altos salarios y reducida jornada de sus trabajadores.

Aprovechando el ambiente derivado de la aprobación de la Agenda 2010, algunas de las principales empresas alemanas han impuesto modificaciones a la baja de las condiciones de trabajo estipuladas en los convenios colectivos, o lo han pretendido hacer. Pues bien, se ha partido de de una premisa falsa, la de que la economía alemana ha perdido competitividad de cara al exterior en los últimos años, cuando por el contrario la ha ganado. En 2005, ha reforzado su puesto de primer exportador mundial y tenido un superávit record de su balanza comercial. Para la gran mayoría de los analistas no empeñados en la cruzada neoliberal, el principal problema de la economía alemana está siendo la retracción de la demanda interna por la reducción del consumo privado, porque los ciudadanos, a quienes se ha atemorizado por el porvenir de las pensiones y los sistemas de protección social, se han dedicado a ahorrar y consumen poco. Y en cualquier economía desarrollada, máxime en una del tamaño de la alemana, no hay crecimiento económico si se deprime la demanda interna.

Otro de los tópicos de los adversarios del Modelo Social Europeo es el de situar la elevada presión fiscal como causa de pérdida de competitividad, crecimiento y empleo. Nada más lejos de esta supuesta verdad que los casos de Finlandia o Suecia, recientemente clasificadas por el Foro Económico Mundial (Davos) como la primera y tercera economías más competitivas del mundo. Si la media de la presión fiscal (impuestos más cotizaciones sociales) de la UE 25 fue en 2004 del 40,9% (35,3% en el caso de España), Suecia tiene una presión fiscal igual al 51,8% del PIB, la más elevada del mundo, y Finlandia una de las más altas, con el 48% de su PIB.

No estoy preconizando la despreocupación por los problemas derivados del déficit y el endeudamiento públicos (cuestiones bastante más problemáticas que el nivel de gasto público), ni dejando de pensar en la necesidad de asegurar la sostenibilidad financiera de los sistemas de protección basados en cotizaciones sociales. En los países nórdicos los sindicatos sí han acordado, con los gobiernos y la patronal, determinados ajustes en el nivel de prestaciones, manteniendo eso sí unos estándares sociales elevados.

Las claves de estos ejemplos virtuosos, no siempre fácilmente exportables, las encontramos en otros dos rankings que encabezan Finlandia y Suecia, el de gasto en I+D, desde hace años por encima del 3% del PIB, y el de resultados educativos (Informe PISA-OCDE), asentados en un elevado nivel de gasto público en educación.

La competitividad de las economías europeas tiene que basarse, como preconiza la Estrategia de Lisboa, en el conocimiento, en la capacidad de producir bienes y servicios con un alto valor añadido, en tener una alta capacidad para aplicar los resultados de la investigación científica, el desarrollo tecnológico y la innovación -en la gestión, en el proceso y en los productos-, en la alta cualificación de su capital humano, lograda por la calidad de sus sistemas educativos reglados y de sus sistemas de formación profesional. Este modelo sí es perfectamente compatible con derechos laborales y sociales elevados, es decir con el Modelo Social Europeo.


La encrucijada del sindicalismo

El sindicalismo europeo también tiene síntomas de crisis. El dato más objetivo es la caída de la afiliación y de la densidad sindical (porcentaje de afiliados sobre la población activa). Son mayoría los países en que esta tendencia se mantiene a lo largo de la última década, empezando por Alemania. En el Reino Unido, la tendencia es hacia la estabilidad de las cifras absolutas, después de un fuerte retroceso iniciado en los años 80. Otro dato complementario preocupante es el aumento de la edad media de la afiliación. La dificultad para la afiliación de jóvenes, común a la gran mayoría de los países europeos, tiene una componente objetiva, la precariedad de sus empleos es un factor disuasorio de la afiliación, y otras culturales y subjetivas; estas últimas, lógicamente, son las más preocupantes: los jóvenes valoran hoy menos que en el pasado a los sindicatos como capaces de representar bien sus intereses laborales.

Parece claro que los cambios que el proceso de globalización ha promovido en el modelo productivo -terciarización, descentralización, externalización, flexibilidad, etc…- han tenido como correlato cambios en el mercado laboral, que en su mayoría actúan objetivamente contra la sindicalización: desregulaciones o debilitamiento de las normas reguladoras de la economía y el mercado laboral, en paralelo a la liberalización económica; pérdida de derechos laborales; precarización del empleo en sus diversas formas, y, en el peor de los casos, informalización. Es cierto que Europa ha aguantado mucho mejor que otras regiones del mundo las negativas consecuencias laborales y sindicales del modelo neoliberal de globalización: pensemos, por ejemplo, en las consecuencias que en la afiliación y organización sindicales en América Latina ha podido tener el hecho de que entre el 50% y el 80% de sus trabajadores, según países, estén en la economía informal. Sin embargo, en Europa, ni la CES ni sus principales sindicatos han sabido establecer políticas que paren o inviertan el declive de la afiliación sindical.

Sin embargo, la tendencia no es general; varía según países con algún tipo de correlación con los modelos sindicales. Pienso que es más difícil hablar de modelo sindical europeo que de modelo social: a mi juicio es difícil hablar de modelo sindical europeo .

El rasgo diferencial ideológico no tiene ya, ni mucho menos, la fuerza que tuvo en el pasado; pueden subsistir diferencias derivadas de la matriz ideológica de procedencia -socialdemócrata, comunista y cristiana, fundamentalmente- que se manifiestan en distintos modos de encarar la acción sindical y el papel de los procesos de movilización y negociación; pero no son las que determinan hoy las principales diferencias de modelo. Tampoco sería la característica principal la existencia o no de una sola central (Alemania, Austria o Reino Unido), o una sola por sectores -obreros, empleados y funcionarios- que no concurren entre sí (modelo nórdico), o el pluralismo sindical, normalmente de origen ideológico -aunque la raíz sea lejana-, con o sin unidad de acción (países mediterráneos, excepto Grecia, y del Benelux, o los 10 nuevos socios de la UE). Aunque la unidad o el pluralismo es un rasgo diferencial nunca desdeñable.

Las diferencias más determinantes, por lo menos a la hora de enfrentarse a los retos de la globalización y de la construcción europea en lo campos laboral y social, son las derivadas de los diferentes modelos de negociación colectiva, diálogo social y acción sindical y de los diferentes modos de organización sindical y de distribución del poder interno, relacionados con los modos de acción sindical. Negociación colectiva de empresa o sectorial, ámbitos de esta última (existencia o no de convenios nacionales); existencia o no de diálogo social bipartito o tripartito y sus características; y todo ello en relación con la capacidad política y de acción sindical de la confederación frente a las federaciones o sindicatos, la existencia o no y con qué peso de organizaciones territoriales, etc.

A partir de las diferencias en estos campos como principales -no únicos- factores, podríamos hablar de modelos y sus variantes: anglosajón, mediterráneo y germano-nórdico. Predominio de la negociación y el convenio de empresa, fortaleza de sindicatos y federaciones frente a la confederación, inexistencia de organizaciones territoriales y falta de tradición del diálogo social, serían las características del modelo anglosajón, frente a uno mediterráneo en el que: existen organizaciones territoriales con peso (en Italia y España el máximo), la negociación colectiva principal es sectorial o mixta, y se han ido desarrollando -con distintos ritmos según países- prácticas de diálogo social bipartito y tripartito. El modelo germánico-nórdico se basa en la fortaleza de los convenios nacionales sectoriales y de las federaciones que los negocian, con diferentes tradiciones de diálogo social (más fuertes en los países nórdicos) y un papel secundario de las organizaciones territoriales, incluso en países federales como Alemania. La relación entre centrales únicas y partidos socialdemócratas, a pesar de los cambios habidos en las últimas décadas tendentes a establecer un mayor grado de autonomía, sigue siendo un factor de mucho peso en los modelos germánico-nórdico y anglosajón. Una variante nada desdeñable a la hora de explicar las tasas de afiliación es la participación de los sindicatos o la central en la gestión de prestaciones y beneficios sociales a los trabajadores. Donde se produce -Bélgica, países nórdicos o jubilados italianos- las tasas de afiliación son las más elevadas.

Resulta muy complicado establecer series fiables de afiliación que permitan establecer con rigor una correlación entre mantenimiento o mejora de la afiliación en tiempos de mayoritario declive y un modelo sindical determinado. Además, no podemos obviar los puntos de partida o los niveles medios en un período determinado: no es lo mismo partir de una densidad sindical del 80 % que de otra del 15 %. Pero con todas las reservas apuntadas se puede afirmar: se mantienen o sólo disminuyen la afiliación débilmente aquellas centrales que gestionan beneficios sociales (en Bélgica aumenta); y el modelo llamado mediterráneo se comporta mejor que el anglosajón o el germánico.

La Confederación Europea de Sindicatos (CES), los sindicatos que la componen y determinan su rumbo, no son ajenos a los avatares políticos y sociales que hemos descrito en los apartados anteriores. Por ejemplo, una aceptación implícita de la tendencia renacionalizadora y de la influencia de gobiernos y opiniones públicas nacionales estuvieron, sin duda en la base del inexplicable retraso de la CES a la hora de adoptar una posición en el debate presupuestario que se produjo durante todo el año 2005: sólo en diciembre cuando ya no se podía influenciar nada se adoptó una resolución.

Sin embargo, y a pesar de sus deficiencias, justo es reconocer un par de cosas: es la única organización (social o política) importante de ámbito europeo, que apuesta con una cierta coherencia por hacer avanzar el proyecto europeo. Y lo hace desde el amplio pluralismo que supone agrupar a todas las organizaciones importantes de cada uno de los estados miembros que no pueden dejar de recibir las influencias de corrientes sociales y políticas de signo contrario.

En segundo lugar, después de un período en el que se ha producido un retroceso en la capacidad contractual de la CES frente a la patronal y las instituciones europeas, los procesos de movilización y negociación en relación a la directiva de servicios, desarrollados a lo largo de los últimos dos años, además de haber dado sus frutos en la reciente votación del pasado 16 de febrero del Parlamento Europeo -el texto aprobado, acordado por las direcciones de los grupos socialista y popular es fruto de las negociaciones de ambos grupos con el Secretariado de la CES-, permite extraer algunas otras enseñanzas. En torno a la directiva de servicios se han trabajado bien las relaciones entre la CES, sus federaciones europeas, las centrales y los sindicatos nacionales, y se ha establecido una articulación de los procesos de presión y negociación entre los niveles europeos y nacionales. Es imprescindible que este modo de trabajo sindical supranacional y la necesaria tensión persistan hasta el final del proceso legislativo de co-decisión, puesto que la patronal y algunos gobiernos quisieran reintroducir el espíritu Bolkestein en el texto.

La encrucijada de fondo a la que se enfrenta en estos momentos el sindicalismo europeo es la de apostar consecuentemente por la construcción de un espacio laboral y social europeo -a partir de normas legales y negociación colectiva-, en el marco de un avance del proceso de unidad política europea, o mantenerse como un complemento de los procesos de acción sindical nacionales desarrollados en los Estados miembros. O dicho de otro modo: o bien apostar por fortalecer el Modelo Social Europeo en la UE y sus Estados miembros de forma articulada, o bien continuar situando el centro de gravedad de esta lucha en los ámbitos nacionales.

A mi juicio, desde un análisis riguroso de lo que supone enfrentarse a las consecuencias de la globalización en los campos laboral y sindical y del papel que tiene que jugar el espacio económico y político europeo la respuesta es clara: en una perspectiva a medio y largo plazo el terreno de juego tiene que ser el de la UE, eso sí bien enlazado con las canchas de sus Estados miembros.

Como no habrá avance en la Europa social si está paralizada la política, en el actual momento político que vive la UE, la CES debería plantearse una alternativa a la paralización del proyecto de Constitución Europea. Es de las pocas organizaciones europeas con influencia que está en condiciones de hacerlo. Una posibilidad sería presentar un nuevo texto que contuviera básicamente las dos primeras partes del actual (la primera, con los valores, principios, objetivos, instituciones y normas de funcionamiento; y la segunda, la Carta de Derechos Fundamentales), que se sometiera a refrendo simultáneo de toda la ciudadanía europea.

Y en el campo laboral y sindical, la CES tiene que contestar colectivamente -y asumir las consecuencias de sus respuestas- a tres preguntas clave: ¿Quiere la CES establecer un sistema europeo de relaciones laborales? ¿Incluiría dicho sistema la negociación de convenios colectivos de carácter supranacional? ¿Se quiere establecer una legislación social europea básica?

Mi opinión es que hay que responder a las tres afirmativamente, precisando los contenidos de cada respuesta. La primera pregunta ya está contestada afirmativamente por los propios estatutos de la CES pero sus contornos prácticos no están definidos.

A la segunda se suele dar una respuesta positiva aunque genérica, pero de hecho no se ha dado ningún paso para desarrollar el punto de la vigente Agenda Social Europea que menciona tal posibilidad. Para impulsar una negociación colectiva de ámbito europeo, que vaya más allá de algo que sigue siendo absolutamente necesario, el continuar reforzando la coordinación de las negociaciones colectivas nacionales tanto en los ámbitos sectoriales como en el intersectorial, es necesario preguntarse por los contenidos, los ámbitos y los instrumentos para la misma.

Respecto a los contenidos, parece claro que no serán los salarios los primeros a entrar en la lista, pero son muchas otras las materias que podrían entrar: jornada, formación igualdad de trato, salud, seguridad y medio ambiente laboral, sistemas de promoción, organización del trabajo, información y participación en órganos de consulta y gestión, etc. Habría pues que debatir y elaborar, con tiempo y gran participación de las centrales nacionales y las federaciones sindicales europeas, tablas de materias de posibles convenios de empresa y de sector.

En cuanto a los ámbitos de la negociación colectiva, cabe impulsar tanto los convenios de empresa como lo sectoriales, estos últimos de tipo más general o sobre una materia determinada. El desarrollo de convenios de empresa tiene que partir de aquellas en donde esté constituido el comité de empresa europeo, buscando, eso sí, garantizar la participación de las federaciones sindicales europeas (el reconocimiento del papel de éstas es fundamental para evitar corporativismos y amarillismos de ámbito europeo). El ámbito de negociación de los convenios sectoriales es el comité de diálogo social sectorial correspondiente. De hecho las negociaciones en el seno de estos de determinadas directivas europeas, de las que pueden ser ejemplos las de la jornada en el transporte, son ejemplos de negociaciones colectivas de ámbito sectorial. Lo que habría que estudiar es la posibilidad de utilizar otros instrumentos contractuales eficaces además de la vía más dificultosa, pero sin duda más fuerte y segura, de la negociación tendente a la promulgación de leyes europeas.

Un enmienda (de CC.OO. y UGT) en el sentido de preconizar el establecimiento de normas mínimas sociales de ámbito europeo no fue aprobada en el X Congreso de la CES (Praga, 2007). El debate ha vuelto a surgir con posterioridad en los órganos de dirección de la CES y parece que existe una posición más abierta a esta posibilidad. No está resuelto, al menos desde el punto de la adopción de una posición sindical europea operativa, sobre todo por el miedo de los sindicatos de los Estados que tienen legislaciones sociales más avanzadas a que las normas básicas -o leyes marco de mínimos o de fijación de estándares sociales europeos- sean tomadas como referencia para presionar a la baja sobre sus mejores condiciones. Pero tras la aprobación de la Agenda 2010, en Alemania, una corriente fuerte se vuelve a plantear que no se defiende bien el Modelo Social Europeo, tal como se concreta en cada país, batiéndose siempre a la defensiva en luchas de exclusivo ámbito nacional. La emulación, a la baja, a partir de de los recortes en uno o más países, es un mecanismo sin duda mucho más peligroso que el de las leyes marco de normas sociales básicas, que deberían permitir un respeto, sin presión excesiva, de los mejores derechos sociales en los ámbitos nacionales, ayudar a los más retrasados y permitir procesos de acción europeos.

Si la CES no responde a esto positivamente y actúa coherentemente en consecuencia nada se andará en este terreno. No se puede olvidar cual es la posición de la patronal europea -la UNICE- y de la gran mayoría de sus afiliadas nacionales: debilitar la negociación colectiva -descentralizándola, primando la negociación de empresa y, si es posible, individualizando una parte de las relaciones de trabajo-; flexibilizar el mercado de trabajo, debilitando la fuerza de sus normas, tanto en los ámbitos nacionales como en el europeo; y recortar el alcance de las prestaciones sociales. Estas posiciones están repercutiendo en las grandes dificultades para que las agendas del diálogo social europeo incluyan negociaciones tendentes a elaborar directivas e, incluso, a establecer acuerdos entre las partes, los llamados, por la normativa europea, "acuerdos voluntarios".

En todo caso me parecen cuestiones muy importantes que la CES necesita clarificar para determinar cual quiere que sea su propio futuro y el del movimiento sindical europeo. Por eso, debieran ser cuestiones sobre las que debatir y decidir en el próximo Congreso de la CES, que se celebrará en Sevilla en mayo de 2007 y en los que celebrarán las federaciones sindicales europeas.


(*) Javier Doz es secretario de Acción Sindical Internacional de la Confederación Sindical de Comisiones Obreras (CCOO), de España.
Artículo publicado originalmente por la Fundación Sindical de Estudios (España, 2006).



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