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La insignia
20 de marzo del 2007


Mirada atrás, después de la derrota (III)


Félix Ovejero Lucas
La Insignia. España, marzo del 2006.


Geoff Eley
«Un mundo que ganar. Historia de la izquierda en Europa, 1850-2000»
Traducción de Jordi Beltrán.
Ed Crítica. Barcelona (España)


La decadencia

Los dos últimos capítulos de la historia de la izquierda según Eley se corresponden con el abandono final de la perspectiva transformadora y la aparición de una "nueva política", la de los nuevos movimientos sociales. También aquí, en su primera parte, el guión de la izquierda se escribe desde fuera, por otros, y a gran escala: las alianzas entre las distintas potencias antes y después de la Segunda Guerra Mundial deciden programas y alianzas.

Durante muchos años, para los comunistas europeos la defensa de la Unión Soviética constituye la primera prioridad revolucionaria en la convicción de que su hundimiento arrastraría el hundimiento de cualquier posibilidad revolucionaria en cualquier parte del mundo. En el camino, los comunistas se ven ante "el trago amargo" del pacto nazi-soviético, que les desarmó en su lucha antifascista en sus propios países, a pesar del intento de los comunistas "de hacer una distinción entre defender el pacto (las necesidades soviéticas de seguridad) y su propia política (continuar la línea antifascista)", intento quebrado al instante: "transcurrió un mes antes de que Stalin hiciera restallar el látigo" (5). Un simple anticipo de lo que habría de venir en el área de dominación soviética: "Los partidos comunistas de la Europa del Este fueron las verdaderas víctimas del estalinismo. Se calcula que, en conjunto, 2,5 millones de personas, lo que equivale a una cuarta parte de los afiliados, fueron expulsadas entre 1948 y 1952, y que tal vez un cuarto de millón fueron encarceladas". De todos modos, según Eley, la responsabilidad del triunfo del fascismo también recayó en los socialistas que "habían abdicado de su responsabilidad hacía ya mucho tiempo", que nunca se mostraron muy dispuestos a la alianza con los comunistas, y cuya Internacional, "de facto, como organización colectiva, ya no existía". Eso antes de la guerra; después, en mitad de una Europa en la que el Plan Marshall y la guerra fría, cada uno a su manera, dibujan escenarios económicos y políticos poco propicios a alianzas de izquierda, la socialdemocracia se va "despojando de forma creciente de la tradición marxista, cada vez más temerosa de la lucha de clases y cada vez más escéptica ante la transformación del capitalismo mediante la revolución". El Congreso del SPD de Godesberg en 1959 es la fecha emblemática en donde lo que ya era una práctica adquiere condición de programa, sustentado en "tres pilares": keynesianismo, corporativismo y Estado del bienestar.

Eley fecha en 1968, naturalmente, el inicio de una nueva izquierda, en la que "el partido parlamentario vinculado a los sindicatos perdió su hegemonía sobre el proyecto democrático de la izquierda". Un cambio en las condiciones sociales y económicas que socava buena parte de sus soportes electorales tradicionales -trabajadores estables y clases medias urbanas-, junto con la pérdida de aliento radical, que se expresa en una reacción conservadora -de "gobierno"-, "intolerante frente a la disidencia" y frente a cambios culturales que se sitúan -o que al menos lo pretenden- fuera "del sistema ", dejan a la socialdemocracia sin argumentos y enfrentada a "las generaciones de 1968 y posteriores, cuyo sentido del futuro era muy diferente. Política participativa y democracia directa; feminismo, diferencia de género y política de la sexualidad; asuntos relacionados con la paz y la ecología; racismo y política de inmigración; control comunitario y democracia a pequeña escala; música, contracultura y política del placer, concienciación y política de lo personal". En tales "asuntos" y movimientos ve Eley el germen de una nueva izquierda.

Tan cerca de aquí mismo, e inequívocamente instalados en los diagnósticos, resulta casi inevitable la discrepancia. Basta con coger el hilo por el último cabo. Sin duda, el inventario anterior se corresponde con asuntos importantes frente a los que la izquierda tradicional anda desarmada. Incluso, muchos de ellos son "los asuntos", casi todos los que requieren, por cierto, una solución que escapa al Estado-nación, el escenario político en el que se forjó la izquierda y donde consumó sus conquistas democráticas. Pero ya resulta más difícil seguir a Eley en su confianza respecto a cómo de los retos se llega a la nueva izquierda, al menos en la experiencia hasta ahora acumulada.

Por el momento la traducción programática no parece haber pasado de amalgamas no muy atentas a problemas de compatibilidad y con poca disposición a la cautela de juicio. Hay muchos modos de estar en contra, cada uno por sus razones, pero muchos "noes" no equivalen a un sí. La política requiere programas, proyectos y, cuando se hacen con honestidad, no siempre se pueden atar todos los deseos y fácilmente las distintas razones de las críticas empiezan a exhibir sus fricciones. La izquierda más clásica, sin duda, simplificó muchas veces al achacar todos los males al capitalismo, pero, al menos, había en ese diagnóstico una jerarquía conceptual que ayudaba a ordenar las prioridades, había vocación de sistema, no sólo ocurrencias.

Aunque a la nueva izquierda no le faltan sustitutos funcionales de "capitalismo", con mucha frecuencia no pasan de ser etiquetas vacías que entorpecen más que ayudan. "Globalización" no es el peor ejemplo. En su disculpa, es de justicia reconocer, por una parte, su corta historia, apenas el instante de un pálpito comparada con la fatigada biografía de la izquierda cuyo ascenso y caída nos cuenta Un mundo que ganar y, por otra, que buena parte de los nuevos problemas, incluso los que son de una única dimensión, se producen en ámbitos planetarios y, en esa escala, no hay instituciones desde donde actuar ni, sobre todo, mercados políticos por los que competir: no hay, en suma, norte político hacia el que aproar. Lo malo es que la solución de los problemas, realmente importantes, no tolera muchas demoras mientras las leyes de la termodinámica sigan operando.


Notas

(5) Que de todos modos no encontraba muchas resistencias entre unos militantes para los que la noción de patriotismo carecía de todo significado: era pura "ideología" en el peor sentido de la palabra. El internacionalismo de los comunistas de aquella hora abundaba a favor de la disciplina. Así lo describía en 1969 Hobsbawm, él mismo un protagonista de primera línea: "Hoy, cuando el movimiento comunista internacional ha dejado en gran parte de existir como tal, es difícil imaginar la fuerza inmensa que sus miembros obtenían del conocimiento de su calidad de soldados de un singular ejército internacional que, por muy vario y flexible que fuera en las tácticas, operaba en el marco de una única y amplia estrategia de la revolución mundial. De ahí la imposibilidad de que surgiera ningún conflicto básico o de largo alcance entre los intereses de cada uno de los destacamentos nacionales y la internacional que era el verdadero partido, y del que las unidades nacionales no eran sino secciones disciplinadas", "Problemas de la historia comunista" (1969), en Eric Hobsbawn, Revolucionarios, Barcelona (España). Ariel, 1978, pág. 16.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía en la Universidad de Barcelona. Su último libro publicado se titula La libertad Inhóspita.



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