Mapa del sitio Portada Redacción Colabora Enlaces Buscador Correo
La insignia
14 de junio del 2007


¿Es de izquierdas la política del PSOE? (II)


Félix Ovejero Lucas
La Insignia. España, junio del 2007.


La diferencia contra la igualdad

En buen hacer estratégico, cabría pensar que esta doctrina sumariamente descrita debería inspirar el día a día de las intervenciones políticas de la izquierda. Las diversas actuaciones encontrarían justificación en la medida en que contribuyesen a materializarlas. Sólo en ese caso cabría decir que, realmente, la política se corresponde con lo que tradicionalmente identificó a la izquierda.

Pues bien, con esa vara de medir, resulta difícil calificar "de izquierdas" la acción de gobierno del PSOE. Nada lo muestra mejor que lo que ha constituido el eje de su acción política: la reforma de los estatutos. Los problemas del "nuevo Estado de las autonomías" son, por supuesto, de eficacia: mayores costes de transacción y de información, mercados cautivos, inoperancia de la política exterior (diez Luxemburgos pesan menos que una Francia), peores servicios públicos (las barreras lingüísticas impiden la llegada de los mejores profesionales). Pero lo son, y no menores, de igualdad, democracia y libertad. Los diversos estatutos pueden decorar sus preámbulos con proclamas progresistas, pero, cuando esas buenas palabras las intentan traducir en cambios reales, las cosas se complican. Por diversas razones que, en algún grado, debilitan cada una de las líneas estratégicas descritas.

1.Deterioro de la redistribución. El Gobierno catalán ha reclamado al Gobierno central la renuncia de la potestad que éste conserva de regular -y por tanto de impedir-las rebajas fiscales promovidas por los gobiernos autonómicos. Desde una perspectiva de izquierda, la petición era apreciable. Pero inútil. La responsabilidad es, en gran medida, del Gobierno catalán que desató la carrera de los estatutos. El aumento de las competencias de cada uno, en estos asuntos, tiene la paradójica consecuencias de que disminuyen las competencias reales de todos. La competencia entre las autonomías por atraerse las inversiones tiene una herramienta de fácil manejo en la eliminación de los impuestos. Fácil e inevitable. Muchas comunidades autónomas no desearían -quizá por eso reclaman el aumento de sus competencias, o simplemente, por no quedarse atrás- bajar los impuestos pero, ante el temor de que las de al lado lo hagan, la estrategia más racional es anticiparse ellos. Con esa acción confirman a los demás en sus temores y la carrera no tiene fin. Todos la alimentan aunque nadie la quiera. Ha sucedido con los impuestos de sucesiones y donaciones y sucederá con otros. De hecho, ya hay comunidades autónomas que en su publicidad institucional proclaman su "buena" disposición impositiva. Lo de "nuestros impuestos para nosotros" muy bien puede ser los impuestos de todos para nadie. Cuando un privilegio se extiende a todos, nadie tiene privilegios. Si todos llegamos a ser Navarra, Navarra dejará de crecer más que los demás. La batalla perdida de las deslocalizaciones nos lo recuerda. No deja de resultar llamativo que, a la vez que se multiplican los lamentos ante deslocalizaciones sobre las que poco se puede hacer, se configuran diseños institucionales que constituyen incentivos para la deslocalización.

2.Debilitamiento de los instrumentos de intervención. Incluso si aceptamos la -a mi parecer, injustificada- equiparación entre descentralización y política autonómica, la descentralización no asegura soluciones más eficientes o más justas. En muchos casos, los sistemas descentralizados ahondan los problemas. Los retos políticos más importantes que tendremos que abordar (los problemas ambientales, el despilfarro de recursos, el terrorismo, etc.) tienen carácter planetario. Hacer frente, por citar un ejemplo "apolítico", a la gripe aviar, exige capacidad de intervenir y planificar, instituciones en condiciones de controlar desplazamientos humanos, aislar poblaciones, exterminar animales portadores, desplazar equipos, etc. Algo parecido sucede con las acciones terroristas o buena parte de las catástrofes naturales. Aunque presentan diferente naturaleza, todos esos retos comparten una cosa: su solución -o su gestión- necesita mecanismos centralizados de toma de decisiones, instrumentos poderosos capaces de coordinar información y acción. En ese tipo de situaciones, "el carácter residual del Estado" acaba por perjudicar a todos. Y si alguien se salva, si es que alguien puede hacerlo, nunca serán los de abajo, aquellos con menos poder, con menor capacidad de "aislarse" o huir de los problemas.

Aquí la apelación al mercado, como sistema descentralizado, está fuera de lugar. Incluso en aquellos ámbitos en que podríamos pensar en "soluciones de mercado", en establecer derechos de propiedad que permitieran una gestión eficiente de ciertos recursos naturales, por ejemplo, se necesita una estructura política -un Estado poderoso- capaz de asegurar tales derechos, y eso siempre que las soluciones de mercado sean realmente aplicables, lo que pocas veces sucede en estos casos. En realidad, el mercado, para cumplir sus (buenas) funciones, resulta incompatible con la dispersión de los poderes públicos y la multiplicación de barreras.

3.La vacuidad de los derechos. Los derechos son algo más que buenas palabras. Sin capacidad real de ejecución y recursos, los prolijos inventarios de derechos -tan discutibles, por otra parte, desde el punto de vista democrático, en la medida que escamotean territorios de decisión a los ciudadanos- de los estatutos son poco más que pirotécnica verbal. No sólo por los mencionados problemas recaudatorios. Un estatuto puede proclamar el "derecho a la paz mundial" pero no garantizar ese derecho. Dado el ámbito de gestión será un brindis al sol. En otros casos, la propia dinámica de competencia -a la baja- entre comunidades autónomas hace inefectivos los derechos. Un derecho a la jornada de 35 horas -los derechos de los trabajadores en general- o unas leyes ambientales muy exigentes, si no hay instituciones centralizadas que obliguen a todos, acaban por expulsar las inversiones y, al final, resultan irrelevantes. De poco les sirve a los habitantes de un pueblo proclamar su derecho a "un aire respirable" si el ayuntamiento vecino autoriza la instalación de una papelera.

4.La desigualdad de derechos. Resulta difícil entender cómo aquellos que nacieron para luchar contra los privilegios "de origen" han acabado siendo fundamentados en función de "derechos históricos" o, lo que viene a ser lo mismo, condicionados a la existencia de "hechos diferenciales" para justificar tratos privilegiados, para exigir competencias especiales o para reclamar paquetes especiales de derechos. El problema no es que, en virtud de ciertas circunstancias, haya lugar para un conjunto de leyes o de políticas públicas que en otro caso no tendrían lugar. Es razonable que Extremadura no tenga competencias sobre el uso de lenguas públicas del mismo modo que no la tiene sobre las playas ni sobre las estaciones de montaña. En tal caso no se violan los principios generales de justicia, sino que sencillamente no cabe actividad legislativa sobre ello, del mismo modo que ningún país tienen reglamentación sobre cómo deben circular los platillos volantes. No supone ninguna diferencia de principio. Otra cosa es cuando "las diferencias" sirven para aplicar principios especiales. Ésa es la novedad de los derechos asimétricos: justifican un trato privilegiado, esto es, que, por definición, no se debe extender a todos. En la práctica, la apelación a las diferencias -por lo general, insostenibles empíricamente- quiere decir: si algo se generaliza ("el café para todos"), hay que volver a empezar y dar algo más a "los diferentes".

La insistencia en "las diferencias" ha servido también para justificar desigualdades de derechos entre los ciudadanos del Estado. Es cierto que, como dije, en razón de los principios compartidos de justicia, puede estar justificado aplicar ciertas medidas protectoras para personas pertenecientes a grupos sociales que han sufrido discriminación. Sucede ejemplarmente con mujeres o minorías étnicas. La existencia de barreras institucionales o sociales que hacen que determinados individuos que participan de ciertos rasgos comunes (biológicos, sociales, culturales) vean disminuidas sin razón sus probabilidades de acceso a ciertas posiciones sociales se ha combatido de diversa forma. Además de eliminar las barreras, a través de las medidas de discriminación positiva, se intenta asegurar la presencia de miembros de tales grupos en proporciones tentativamente similares a su presencia estadística en el seno de la población.

Pero no es ese el caso de las propuestas estatutarias. Al revés, en ellas las diferencias se convierten en motivos de discriminación. El caso de los representantes políticos resulta particularmente elocuente. En Cataluña, mientras el 51,9 % de los ciudadanos tiene como primera lengua el castellano, al lengua franca de todos, y el 39,9 % el catalán, entre los parlamentarios esas proporciones son, respectivamente, del 17,9 y el 73,2 %. En tales casos, lo que mandaría la política progresista es modificar los obstáculos, eliminar las circunstancias discriminatorias, los filtros lingüísticos, o, incluso, adoptar medidas de discriminación positiva para otorgar presencia a los excluidos. Pero nada de eso es lo que ha sucedido. Con un uso torticero de la noción, se echa mano de una singular "discriminación positiva de las lenguas minoritarias" para reforzar los filtros. En lugar de modificar las instituciones, para que las personas tengan la misma probabilidad de acceder a las posiciones de poder, se les exige que cambien "de identidad". Por supuesto, ello se traduce en una refuerzo de la discriminación, no justificada por la tarea a realizar, perfectamente ejecutable en la lengua común de los ciudadanos.

5.La disminución de la calidad democrática. La democracia tiene que ver, muy fundamentalmente, con la igual capacidad de influencia política ("un hombre, un voto") y con la efectividad del control democrático. Dos exigencias que el nuevo modelo autonómico está lejos de mejorar. El deterioro de la igual capacidad de influencia política se refleja en la violencia del principio de "comunidad relevante", según el cual, sólo participan en las decisiones aquellos que se ven afectados por las decisiones. Las comunidades autónomas que disponen de competencias legislativas exclusivas -y "blindadas"- que otras no tienen, votan dos veces: lo suyo y lo de todos. Votan sobre decisiones que no les afectan, mientras los demás nada tienen que decir sobre lo de ellos. No sólo eso. Esa doble capacidad de influencia contamina la calidad democrática de todas las decisiones, no sólo de las que atañen a la competencia exclusiva: un voto sobre asuntos que no tiene consecuencias para el que lo ejerce, se convierte en un voto irresponsable -incluso se podrá optar para los otros por propuestas opuestas a las que se creen correctas para sí mismos-- que se mercadeará al mejor postor, al que esté dispuesto a ofrecer más.

No andan mejor las cosas en lo que atañe al control democrático, supuestamente ahondado por la "proximidad" al poder político de los ciudadanos en las comunidades autónomas. Algo discutible. La proximidad relevante, y menos en el siglo XXI, no se mide en metros. Que la sede del Gobierno autonómico esté más cerca de mi casa que la del Gobierno central no me asegura un mayor control sobre el primero que sobre el segundo. Sucede con la democracia como con las recetas de cocina: si no están todos los ingredientes, no sirven. La cercanía geográfica no es la política. Es más, sin independencia de poderes o sin trasparencia, deteriora la calidad de la democracia. La proximidad ha producido el caciquismo, la connivencia con los poderosos, la corrupción y la asfixia de los discrepantes. La independencia se dificulta y el sistema de pesos y contrapesos, de mutua vigilancia, se entumece. No es historia antigua. Basta la experiencia catalana de apenas un mes (un presidente del Parlament -entre otros- que amenaza al Tribunal Constitucional con una crisis de Estado si sus resoluciones no le gustan; el rechazo de mociones parlamentarias que piden el cumplimento de la ley; dos propuestas de referéndum ilegales en el Parlamento), para reconocer señales inequívocas de empeoramiento de la democracia, de falta de control, de escrutinio y de responsabilidad. En buen hacer democrático ese tipo de sucesos darían lugar a la exigencia de cuentas políticas y dimisiones o, cuando menos, a la crítica a los poderes públicos por parte de "la sociedad civil". Nada de eso ha sucedido, ni ahora ni antes, con casos no menos graves. La proximidad del poder tiene mucho que ver con ello. Así, unos medios de comunicación controlados de diversa forma por los poderes públicos -por públicos, por dependencia económica, o por simple trama social- describen la situación política como un "oasis" y tales actuaciones ni siquiera son objeto del debate público, cuando no se descalifica a quienes recuerdan -sobre todo si "son de fuera"-- que suceden tales cosas u otras no menos graves, como las diversas formas de penalización (comercios, escolarización) lingüística, hasta el punto de que se considera un problema no lo sucedido, sino la noticia ("crispadora") sobre lo sucedido.

***

La acción de gobierno del PSOE se ha revestido de grandes palabras. Se ha presentado como resultado de una genuina renovación estratégica y se han invocado tesis de supuesta hondura política (la "España plural", por ejemplo) o filosófica ( "el multiculturalismo"). Una mirada atenta a la secuencia de los acontecimientos seguramente mostraría que, en realidad, hay menos planificación que improvisación, tanto en el origen (la oferta de la reforma estatutaria busca romper los pactos políticos entre CiU y el PP) como en lo que ha venido más tarde (la carrera de los estatutos). Más allá de la hojarasca decorativa, el "proyecto" no parece responder a ninguna consideración estratégica medianamente vertebrada normativamente. Sólo necesidades de supervivencia política, alianzas circunstanciales, ingeniería electoral y mercadotecnia política.

En principio, no hay nada nuevo en ello. En política, como en la vida, es común revestir como decisiones meditadas lo que responde a simple oportunidad. Lo malo es que en ese juego se han tomado decisiones importantes, difícilmente reversibles y que han acabado por debilitar la realización de cualquier proyecto socialista, incluido el más tibio. Con todo, acaso no sea eso lo peor, sino la falta de limpieza intelectual con la que se ha abordado la operación. Uno se puede desviar del camino, pero a sabiendas, sin ignorar lo que en ello hay de resignación o de tregua, sin olvidar adónde quiere ir. Pero eso resulta imposible cuando se recrean y dignifican la debilidad y el desnortamiento. Es lo que ha sucedido con un PSOE para el que los principios no inspiran la política de alianzas sino que los principios se han modificado para justificar las alianzas. No es extraño entonces que, al final, de tanto repetirla acabe por convencerse de su propia fanfarria.



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad Ciencia y tecnología | Diálogos | Especiales | Álbum | Cartas | Directorio | Redacción | Proyecto