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La insignia
12 de junio del 2007


El arte de perder con elegancia


Santiago Roncagliolo
La Insignia. España, junio del 2007.


Julio César Uribe es, sin duda, el hombre más elegante de esta noche. Desde que emerge de los camerinos del Miniestadi de Barcelona, su traje rigurosamente negro resalta por su sobriedad entre las camisetas amarillas del equipo ecuatoriano y las rojiblancas de los peruanos. Mientras camina hacia su asiento parsimoniosamente, el brillo dorado de su camisa, su reloj de oro y el broche reluciente de su solapa dan fe de su sobrenombre: el Diamante Negro.

El entrenador peruano tiene razones para estar más nervioso de lo que aparenta. Éste es su último ensayo antes de la copa América, y le llega en un momento difícil. Le acaban de rebajar el sueldo en un tercio tras comprobar que, durante la gira japonesa del equipo, pasó más de una noche en una discoteca y luego mintió para ocultarlo. Además, un partido contra Ecuador nunca es fácil. Muchos peruanos aún piensan que no importa perder con cualquier país, pero Ecuador es una cuestión de honor. Y viceversa. Sin embargo, Uribe observa el partido con flema inglesa, sin levantarse del asiento, sin gritar.

El terreno neutral juega a su favor. En Cataluña, bajo la mirada vigilante del Tibidabo, todo tiene el aire distendido de un torneo interbarrios. El Miniestadi no se ha llenado, y entre los fans de ambos equipos reina un clima de concordia. Incluso los piques entre ambas barras -que se llaman mutuamente "monos" y "gallinas"- tiene un aire de cachondeo familiar. Muchos hinchas rivales han venido juntos al partido. En la barra de Perú incluso hay un ecuatoriano con su esposa peruana y su niña española.

Para los asistentes, el partido cumple la función de un campo ferial. En la puerta hay un grupo de ecuatorianos pidiendo firmas para la asamblea constituyente del presidente Correa. Otros venden a diez euros camisetas con la leyenda "¡Viva el Perú Carajo!". Una señora ha llevado una pancarta que dice "saludos a mis hermanitos y a la familia Vargas". Incluso hay un grupo de bolivianos con una pancarta de protesta por las restricciones de la FIFA a los estadios a más de 2500 m. sobre el nivel del mar. El clima de esta noche dice: di lo que quieras, sé lo que eres, pásala bien.

Pero la simpatía sólo dura lo que tarda en romperse el empate. Con el primer gol de Ecuador, el monstruo despierta. La explosión en la barra ecuatoriana es sólo comparable a la glaciación de la peruana. "Y lloran los peruanos" gritan del lado amarillo del estadio. Pero los peruanos atónitos ni siquiera atinan a llorar. Tras su segundo gol, los ecuatorianos ya saben que pueden hacer escarnio de los perdedores. Y los perdedores ya saben a quién van a culpar.

Pitazo final. Los ecuatorianos reciben la copa apresuradamente y se marchan. Los jugadores peruanos los siguen. Sólo queda un hombre en la cancha: Julio César Uribe, sin perder la compostura, resiste en el banquillo la lluvia de latas, botellas y bolsas de papas fritas que cae desde la tribuna peruana. Los hinchas rabiosos insultan a su madre y le gritan que dé la cara para que se la puedan romper a gusto. Pero el rostro del diamante negro es inexpresivo, aristocrático y digno. Así debe haberse visto María Antonieta camino de la guillotina.

Los mossos d'esquadra protegen al entrenador con sus escudos, pero él se niega a dar el espectáculo de abandonar la cancha bajo escolta. Sólo cuando el cuerpo de seguridad disuelve a los revoltosos de la grada, Uribe se levanta tranquilamente y se dirige al camerino. En la soledad del estadio vacío, quedan los diez ocupantes del palco oficial, que le aplauden animosamente. Son el personal del consulado peruano. Uribe les agradece con un suave gesto de la mano antes de desaparecer en el subterráneo. Tras él, por unos instantes, permanece en el aire el halo de luz que emana de su reloj.


Publicado originalmente en el periódico Latino (8 de junio de 2007).



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