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La insignia
8 de julio del 2007


Mi padre y sus perros


Rocío Silva Santisteban
La Insignia. Perú, julio del 2007.
Fotografía: Fernando y Galaor.


Fernando y Galaor


El primero que yo conocí, en la vieja casa de la calle Washington del centro de Lima, se llamaba Moro. Era mestizo y tranquilo, su pelaje entre rojo y marrón era largo y se dejaba acariciar con una pasividad extraordinaria. De niña yo les tenía pánico a los perros. Me cruzaba de una acera a otra cuando veía venir un perro vagabundo, y delante de mis amigas del barrio hice una vez el ridículo de escaparme de un salchicha corriendo en círculos. Pero cuando llegó Moro ya era adolescente, entonces, descubrí que podía acompañarme durante los largos ratos que mi papá me prestaba su máquina de escribir para hacer mis tareas del colegio.

Mi papá era un aficionado canino desde el principio de sus días; aprendió a caminar, según me contaba, cogido de las orejas de Kayser, un pastor alemán que, además, dejó sus huellas para siempre en las calles de Cajamarca cuando pisó el cemento fresco de una vereda del barrio de San Pedro. En el zaguán de entrada a la casa de la calle Washington, Moro agazapado esperaba que pasara un transeúnte para ladrar y asustarlo. Pero estaba encerrado. Salía poco a pasear porque en el centro de Lima es casi imposible. Y era mansísimo pero igual mi abuela le tiraba agua con el termo: "me roba las galletas" me decía ella. Moro era lento y altivo, murió de cirrosis, quizás le dieron demasiado camote con miel de maple, una forma aditiva perruna a la que había sucumbido.

El segundo perro llevaba el nombre de Galaor. Mi papá pensaba que era el nombre del caballo o del perro del Amadís de Gaula, pero en realidad se trataba del hermano menor, otro caballero andante. Quizás cuando mi padre fue joven leyó la dedicatoria que el casi desconocido escritor mexicano Hugo Hiriart, ligeramente exagerado, le dedicó a su mascota: "A Galaor, mi amado perro, flor y espejo de mansedumbre y fidelidad". No lo sé de cierto... lo supongo, como diría el poeta, pero ahora ya no lo podré saber. Galaor era pastor belga, de manto negro, ojos iracundos y mirada esquiva. Ese fue el perro al que el Chino Domínguez le tomó una foto con mi viejo, junto a un huaco Cuchimilco, bajo la mampara del comedor. A mí no me gustaba. Era un perro traicionero, cuando nadie lo observaba siempre se salía con una trastada: robaba las cosas que una llevaba en el bolsillo, empujaba con el hocico, o salía de la nada para pararse encima con sus cuatro patas llenas de barro. Pero jugaba con las palomas de la huerta (en pleno centro de Lima, la casa tenía una pequeña huerta con una higuera y un palto) como si fuera un niñito y suprimía sus ansias cazadoras por la compensación del juego. Cuando dejaron la casa del centro de Lima por una más tranquila en San Isidro, Galaor escapó y no volvieron a encontrarlo nunca más. Quizás regresó al centro buscando el camino de la huerta, de sus palomas, de su higuera.

Mi papá y Teresa estuvieron muchos años sin perros. Que ya no querían, que uno se encariña y luego se escapan, que después a uno le duele mucho, hubo mil razones hasta que llegó el segundo Moro, al que le decían de cariño Pilo, que significa perro en lengua cuye, el dialecto extinto de los valles norandinos. Moro II o Pilo era un pitbull marrón: pequeño pero trejo como un fisioculturista, de pelaje marrón claro, con una simple movida de cola podía dejar moretones en las piernas. Y muy cariñoso, tanto que a veces hería las manos de mi padre con sus uñas. Precisamente en un rapto de cariño, Pilo lo tumbó al suelo y mi papá se fracturó el brazo derecho: le entablillaron mal el codo y no pudo levantar el brazo para escribir en la pizarra nunca más. Ni pudo volver a manejar, por eso vendió el carro. Pero no le importaba: el perro siguió siendo el principal tema de las conversaciones de los sábados y mi padre dejó escapar más de un lágrima cuando Moro II murió, también de cirrosis. La maldición de los Moros, al parecer, la miel de maple. Mi viejo repetía siempre en voz alta: "quiero a mi carro como a un perro, y a mi perro como a un ser humano".

El último perro se llama Chico, y a mi padre le encantaba llamarlo a la brasileña, Chico Silva, con el apellido "de la familia"; incluso a mi hija tomándole el pelo le decía, "saludo a tu tío". Yo me había encariñado con el pitbull y Chico Silva, un labrador de color arena con sus pecas en la cara, no me conmovía a pesar de ser más juguetón. Pero aprendí a hacerle trucos: tenía entrenador como si perteneciera a la alta burguesía perruna, así que a instancias de la familia, el entrenador me enseñó a llevarlo de la correa, a enseñarle a reptar, a que obedezca unas extrañas palabras que según él eran alemán. Yo repetía y le daba galletas mientras evitaba que me dejara muy baboseado el pantalón. Y mi papá sonreía con su más amplia sonrisa, de mandíbula prominente y transparencia cajamarquina, mientras aplaudía las audacias de su perro y yo.

El 17 de diciembre del año pasado, cuando llegué a la casa pasada la medianoche porque me llamaron de emergencia, y encontré en la puerta al serenazgo, la policía, los bomberos y el cuerpo de mi padre recostado como durmiendo sobre su propia cama, el silencio de la casa me hizo olvidar la presencia de Chico. No estuvo aullando ni merodeando como lo solía hacer. Estuvo quedo, mudo, como si el silencio fuera la mejor manera de despedirse.


Publicado originalmente en el diario La República, de Perú.



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