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La insignia
8 de febrero del 2007


Ajuste de cuentas (III)


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, febrero del 2007.


Va siendo hora, quizás lo fue hace años, de que volvamos nuestra mirada a la literatura de los años cincuenta que se escribió en España, un tiempo y un lugar de hierro y rencores, de venganzas soterradas o a la luz del día, de represión, un tiempo y un lugar donde poco a poco se iba tramando una débil disidencia (de la que Jordi Gracia ha ido dando cuenta en un par de ensayos más que interesantes: "La resistencia silenciosa" y "Estado y cultura"), un tiempo, en suma poco propicio para la creación artística que no estuviera alineada con los postulados ortodoxos del régimen.

La renovación literaria radical de Juan y Luis Goytisolo, de Juan Benet o de Luis Martín Santos, junto con la literatura venida de Hispanoamérica y la más que extraordinaria labor de Carlos Barral, borró del mapa lo escrito en los años anteriores. Sin duda era necesario, y España necesitaba entrar en la modernidad, y eso en arte significaba adaptar las distintas vanguardias en un plazo de tiempo brevísimo y haciendo tabla rasa de las circunstancias sociales en que había nacido, como casi siempre ha ocurrido, por otra parte. Se importaron modelos, se reconfiguraron historias, con lentitud se fue escribiendo una historiografía que poco tenía que ver con la realidad de las novelas y de los cuentos y poemas que en los años cincuenta vieron la luz. En algunos casos, pero no en todos, había parte de verdad en lo que se decía y se escribía, pero se hurtaba también otra parte, al menos tan importante o más que la visible.

Todo esto viene a cuento de los relatos de algunos escritores de entonces. Ignacio Aldecoa, Mario Lacruz y Miguel Delibes (de manera intermitente, pero constante) escribieron. Algunos no han sido superados (si es que en literatura algo puede superarse en vez de haber acumulación sucesiva, progresiva o simultánea, incluso regresiva). Empezaron a escribir cuando Ernest Hemingway imperaba sobre William Faulkner. Por entonces, Aldecoa nos fue dando extraordinarias colecciones de cuentos, y Lacruz publicó "Un verano memorable" para luego caer en el silencio casi absoluto. Eran historias de un lugar y un tiempo en los que ni la alegría ni el pesimismo esteta ni el diletantismo historiador tenían cabida, una encrucijada histórica que dudo que superáramos y por eso la ocultamos.

No debe sorprendernos que sea un tiempo fantasmal, pues en realidad, en la dura realidad de entonces, había que ir tirando para adelante, y la melosa complacencia de ahora tiene dificultades en fagocitarlo (aunque todo se andará, no lo duden, no hay nada que no puedan los propagandistas del poder, sea quienes sean). Podrían servir los relatos para los aprendices de historiadores que repiten la misma historia de la Guerra Civil, en uno y otro bando, y escamotean otras realidades históricas, la de los silenciados y la de quienes en un determinado momento supieron salirse del cuadro y velar un fragmento de la visión general.

Pero, insisto, la complacencia adolescente y bobuna de los tiempos que vivimos no permiten, ni permitirán, una revisión, ni de la historia ni de la literatura, que de verdad nos enfrente a nuestros fantasmas, a todo lo que hemos callado, a todo lo que hemos retirado del campo de visión, y por tanto del análisis, y seguiremos repitiendo las mismas frases, pues las palabras son signos que remiten a la imaginación y no al entendimiento, como dijo un filósofo. Mitología, querido lector, literatura en el mejor de los casos.



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