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La insignia
19 de enero del 2007


España

Ajuste de cuentas


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, enero del 2007.


No somos un país dado al recuento ni a la introspección; sí al cotilleo y al rumor. No nos gusta echar la vista atrás y contemplar el discurso de una vida ni heroica ni miserable, corriente y cotidiana a lo sumo, en modo alguno más empedrada de errores que cualquier otra ni tampoco más acertada que la de quienes nos rodean. Vivimos sin más, y no nos preocupamos por el significado de la vida ni por lo que hemos ido haciendo u omitiendo.

Sin embargo, hay momentos en que deberíamos sentir la necesidad de hacer recuento, de contar la vida como contamos otras leyendas o cuentos, con la única diferencia, mínima, de que la nuestra ha sido real, aunque no dudaría en admitir que una vez que comienza la narración, la vida se transforma en fábula. No se trata de contar por el mero hecho de hacerlo. Ha de haber un imperativo moral que nos empuje, al igual que lo hay en la elegía o en la autobiografía de raigambre puritana tan común en los países anglosajones. Exponer lo que ha sido la vida por un mero impulso exhibicionista es tan absurdo y dice tan poco de la persona que nos exime de prestarle la más mínima atención.

Es importante narrar para analizar. Unas memorias estimables han de cerrar la puerta del sentimiento y recorrer la senda del análisis. Tampoco ha de poner el énfasis en las aventurillas que todos corremos ni en los amores ni en la fortuna. Para mí, y sé que es una opción muy personal que no ha de contentar a todos, ni siquiera a una minoría, para mí, digo, unas memorias han de iluminar el desarrollo interno de la persona, desvelar los secretos que ha ido ocultando a lo largo de la vida, iluminar las zonas oscuras y analizar la deriva ideológica y sentimental, qué bien quedaría decir moral, del individuo en su contexto histórico que no es sino otro modo de decir inserto en la sociedad que vivió.

Pero no somos dados a ello, como ya he apuntado. Tampoco la sociedad lo demanda, seamos sinceros, y no lo pide porque no llega a alcanzar la importancia del ajuste de cuentas. En el fondo seguimos siendo un país demasiado religioso, como más tarde explicaré. No nos importa vivir inmersos en las mismas certezas de siempre, no nos preocupa que los cambios sean superficiales. "Este es el tiempo del cambio", anunciaba una canción en modo triunfal, "el futuro ya está aquí" canturreaba otra, las dos a comienzos de los años ochenta. Me paro a pensarlo y lo único que veo es que lo mismo que había en los setenta permanece hoy, con la única diferencia de que hoy tiene más fuerza, la gente lo pide, y el cambio que un día pedimos, ese ya no volverá, ni siquiera a nuestros anhelos.

La cultura española sigue anclada en los años sesenta y setenta. No estoy seguro de que haya dos facciones claras: la que añora las certezas de los sesenta y el desarrollo económico, y la que aún sueña con la subversión de los setenta y su enfrentamiento contra el orden establecido, dicho todo de manera muy gruesa y sumaria. Podríamos centrarlos en aquellos que ven "Cine de barrio" y las películas complacientes que entonces se hicieron, y los que ven "Salvador", película acomodaticia de hoy en día, o "Cuéntame", serie que está en la misma línea. Supongo que debe de ser desagradable admitir que los dos últimos títulos terminarán por convertirse en los equivalentes culturales de la democracia de los largometrajes que ahora proyectan en ese cine de barrio. Nada ha cambiado porque en cualquier caso domina la comodidad ideológica, y aquí por comodidad deberíamos entender "estado del que se encuentra bien, sin molestias, sin tener que hacer esfuerzos" según la acepción del María Moliner, y el anglicismo que se nos va colando y que vendría a significar "bien de consumo".

Salvador Puig Antich se merecía una película mejor, que no estuviera lastrada por el sentimentalismo y, sobre todo, la ausencia de análisis, aunque esto es la consecuencia de los dos rasgos anteriores. Destacan en la película la mirada fugaz que no indaga ni siquiera muestra la sociedad catalana de entonces, como si molestase aceptar que estaba en su inmensa mayoría con el régimen y que eso de la democracia le importaba bien poco, y la ausencia de una exploración aunque sea simple de las ideas y de la acción política de los años setenta, años, sin duda alguna, de efervescencia política, reducida eso sí a círculos muy concretos, pero acción importante al fin y al cabo, que merecería un examen más detallado desde la madurez que se alejara de los tópicos del juvenilismo y de la nostalgia. Puede que resulte consolador pensar en lo felices, jóvenes y valientes que fuimos en la recta final del franquismo, pero hoy en día, con Franco enterrado hace treinta y dos años casi, nos merecemos, en realidad necesitamos, una reflexión distinta que nos enfrente a todo lo que pasamos por alto u ocultamos entonces, y lo necesitamos en razón de que no hay avance verdadero que no esté edificado sobre el pasado rememorado críticamente, o lo que es lo mismo, en el que el recuerdo no esté mediatizado por la nostalgia.

En "Salvador", tales defectos no aparecen de manera clara, al menos no tan patente como lo son en "Cuéntame", serie que está rehaciendo la percepción que teníamos de nuestro pasado, no otro es su propósito, desde la muelle sensación de lo buenos que fuimos entonces. Una especie de Et in Arcadia ego devaluadísimo, propio de la época posmoderna. El sentimiento de que aquello fue mejor que lo que hoy tenemos es la fórmula mágica que une a tirios y troyanos, pero indica sobre todo la escasa memoria que tenemos, que queremos tener, mejor dicho, pues lo que importa, lo que nos importa al final, no es cómo fueron esos años sino cómo nos los presentan para así recordarlos.



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