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27 de agosto del 2007

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Cultura

El secreto Prochazka


Santiago Roncagliolo
La Insignia. España, agosto del 2007.

 

No consigo recordar cómo llegó a mis manos un ejemplar de Un único desierto. Sé que nadie me había hablado de él y que lo hallé husmeando en alguna biblioteca. Pero no recuerdo si era la de mi casa, o la de alguno de los amigos que nos robábamos libros mutuamente. Incluso he olvidado cuándo ocurrió. Mi imagen mental de esta lectura parece demasiado antigua para ser posterior a 1997, su año de publicación.

Supongo que mi memoria ha querido rodear al libro de un halo de misterio, como si fuese el hallazgo de un manuscrito perdido. Yo no conocía ningún otro título de ese autor, ni de esa editorial con nombre de aventura a lo desconocido: Australis. Y al menos en mi imaginación, el apellido de Enrique Prochazka tenía ecos góticos de Europa Oriental. Pero sin duda, el ingrediente principal del secreto Prochazka eran los propios relatos, que me abrieron las puertas de un universo inexplorado.

En esos años -esto sí lo sé con seguridad- yo devoraba cuentistas limeños: Ribeyro, Bryce, Cueto, Ampuero, Loayza, Niño de Guzmán. Además, acababa de descubrir a los latinoamericanos reunidos de la antología McOndo, compilada por Alberto Fuguet y Sergio Gómez. Con esos antecedentes, mi concepto del cuento se había vuelto muy compacto, y podía resumirse en cinco reglas. Quitando el principio básico de la brevedad, un cuento tenía que ser 1) urbano, 2) realista, 3) intimista, 4) clasemediero, y preferentemente 5) triste.

Ya. Estaba Borges, estaba Cortázar, pero eso había sido hacía mucho tiempo (supongo que cuando tienes veintidós años, "mucho tiempo" es muy poco en realidad). En todo caso, daba igual. Mi vida podía estar llena de complicaciones e incertidumbres, pero al menos, yo tenía claro qué es un cuento.

Hasta que Un único desierto barrió mi única certeza.

Los personajes de estos cuentos no se llaman Alberto ni Pedro, sino Frithleif, Kazka o, mi favorito, Choktoi el Teócrata, Sacerdote Espléndido de todos los Valles de Zungaria. Sus peripecias no discurren por Lima la gris, por las cantinas del centro o la garúa del malecón, sino por Rusia, Camboya o Filipinas. Ni qué decir que no son poetas malditos o funcionarios mediocres, sino arqueros, sacerdotes, hechiceros de la Edad Antigua, la Edad Media o el siglo XX.

Todos consideran -incluso el autor, según el Testamento que incluye en la primera edición- que estos son cuentos borgianos. Y sin duda, el tema recurrente del doble y los escenarios enciclopédicos lo emparentan con el autor de El Aleph. Pero las ficciones de Prochazka no se agotan en esa influencia. Hay referencias literarias mucho más explícitas, como Orwell o Kafka. Y sobre todo, hay un universo creativo más personal del que su propio autor parece reconocer.

Los personajes de Un único desierto se enfrentan siempre a leyes cósmicas que escapan a su control. El revolucionario del futuro traza un juego de poder circular, el arquero se dispara a sí mismo, el electricista no consigue morir, y todos se aproximan en cada párrafo a un descubrimiento fatal, y a menudo mortal. Todos son especialistas en un arte, y consideran que todos sus movimientos están bajo su control. Pero su soberbia les hace transgredir un límite. Entonces descubren que sólo son piezas en un engranaje infinito, peones en el ajedrez del universo. Las historias de este libro retratan la impotencia del sabio, que cree en su conocimiento como una herramienta para trascender a los demás y entiende tarde, demasiado tarde, que ese conocimiento tan sólo lo guía directamente al abismo. Que todo su aprendizaje vital no ha sido más que el camino hacia la muerte.

Para mí, o al menos para el lector que yo era a fines de los años noventa, el mundo real era un lugar previsible, poco interesante y, lo peor de todo, profundamente feo. En el Perú de esos años, los seres humanos eran unas alimañas regidas por objetivos mezquinos cuando no francamente desagradables. Las máximas que guiaban la vida eran, más o menos: gana dinero, ten sexo y engaña a quien puedas, y si así no eres feliz, es probable que seas idiota. La televisión te exigía eso todo el tiempo, desde el programa de Laura Bozzo hasta los vladivideos. En la literatura, todo el mundo quería escribir como Bukowski. Los de mi edad salíamos de la universidad, nos estrenábamos en la vida, y nos sentíamos obligados a convertirnos en algo repelente o huir.

Un único desierto fue uno de los escapes más bellos. Quienes lo descubrimos, encontramos en sus páginas un mundo en el que reinaba un orden. No me refiero a un orden político o social, sino a una armonía cósmica. Unas leyes que estaban por encima de los hombres y del tiempo, y unos personajes de ambiciones tan desmesuradas que trataban de dominarlas. Honestamente, nos habría bastado con cualquier aspiración más alta que una bragueta. Pero Un único desierto era mucho mejor.

Mi recuerdo más intenso del libro es que estaba lleno de poderosas imágenes visuales. Yo volé con Taylor mientras huía de la cárcel y comí tortugas en una isla desierta con Valderrama, conquistador de la nada. Recibí un medallón de manos de Conrado de Mazovia y le disparé a Bu flechas que no podrían perderse. Y por unos instantes, mientras convivía con esos personajes, creí de verdad que el mundo era ése, y no la ciénaga que encontraba al abrir los ojos. Le estoy profundamente agradecido por eso a Enrique Prochazka.

Pocos meses después de leer el libro, descubrí que Enrique Prochazka y yo teníamos una amiga común. Ella trabajaba con él en un Ministerio. Recuerdo que me costó asimilar que el fantasma de Prochazka se materializase, para colmo, trabajando en un ministerio: ¿De verdad es un ser humano normal? ¿No vive entre conjuros y hechizos? ¿Tiene una oficina? ¿Va al baño? Yo también era empleado público, y pensé vanidosamente que huíamos de lo mismo, y que durante la fuga, él me había permitido acompañarle en un tramo de su camino.

Nunca lo conocí personalmente.

 

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