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8 de agosto del 2007

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Cultura

Giuseppe Di Vittorio*


Antonio Cairoti
Alumnos de Giuseppe Di Vittorio / La Insignia. España, 2007.

Traducción de José Luis López Bulla.

 

Estoy muy contento de que nos encontremos hoy discutiendo la posición de Di Vittorio y de la CGIL sobre la insurrección de Budapest. En realidad se trata de un acontecimiento que se intentó redimensionar durante mucho tiempo con la embarazosa intención de poner sordina a un choque político dentro del Partido Comunista de Italia (PCI) que, en aquellos tiempos, fue muy duro.

En el libro de Adriano Guerra y Bruno Trentin, publicado hace diez años, se habla de la importancia de haber roto el tabú y finalmente de abordar la cuestión de un modo profundo. Me parece muy importante que quienes estén discutiendo sobre aquello ahora sean los dirigentes más importantes de los DS y de la CGIL: es un paso adelante. Sólo me disgusta que, en nuestro seminario, se continúe usando la expresión impropia y un tanto hipócrita de “los hechos de Hungría” para designar lo que realmente fue la única gran revolución popular y obrera que se desarrolló en Europa en la segunda mitad del siglo XX.

A mi juicio, la postura favorable a los insurgentes húngaros por parte de Di Vittorio, en octubre de 1956, es la demostración más evidente –no la única- de que el líder de la Cgil, a pesar de su larga militancia comunista, era sustancialmente extraño al núcleo duro de la doctrina política de Lenin: la idea de que los trabajadores no tienen una consciencia completa de su papel histórico y se espera, por ello, que haya una vanguardia ilustrada y consciente, representada por el partido revolucionario, para conducirles –incluso de manera coercitiva-- hacia el socialismo. En ese teorema, que posteriormente es el origen de tantos desastres producidos por el comunismo de matriz soviética, no creía el sindicalista de Cerignola, aunque se dijera que demasiadas veces rindiera formalmente homenaje al leninismo. Para Di Vittorio era impensable que el partido pudiese tener razón contra la clase obrera. Aquí está la raíz del choque que le separó claramente de Palmiro Togliatti: primero con la revuelta de Poznan, después con la revolución húngara de 1956.

Por otra parte, el desacuerdo entre los dos dirigentes más importantes del movimiento obrero italiano se había manifestado bajo manga (pero de manera lo suficientemente clara si se lee entre líneas) en el intercambio epistolar de cuatro años antes, en 1952, todavía en vida de Stalin, con ocasión del sesenta cumpleaños de Di Vittorio. En aquella ocasión, Togliatti le escribió una carta de felicitación en la que reclamaba la primacía del partido, definido como “la guía que no se equivoca y nunca desfallece”. El líder de la CGIL respondió que había aprendido en el partido que el bien supremo estaba en la unidad del proletariado, salvaguardada mediante “la autonomía y la independencia de los sindicatos, en la que todos los trabajadores –de cualquier opinión política y fe religiosa- pudieran participar con absoluta igualdad de derechos y deberes”.

Por una parte, encontramos en Togliatti la concepción estrechamente leninista que sitúa al partido por encima de todo, como una especie de “cuerpo místico” de la clase obrera, investido por la misión de dictar la línea a los trabajadores de carne y hueso. Y, por otra, en Di Vittorio hay una visión del partido como instrumento para alcanzar el objetivo de asegurar la libertad y el bienestar a la masa de asalariados en un proceso de continuo avance, destinado a proseguir en términos conflictuales, incluso tras haber superado el capitalismo.

No es causalidad que el líder de Cerignola hubiera militado, siendo joven, en las filas del sindicalismo revolucionario, indiferente a los vínculos partidarios: no fue una experiencia pasajera, ya que le dejó una impronta profunda en su formación. Di Vittorio sostuvo muchas veces, antes de 1956, que la libertad sindical y el derecho de huelga deberían permanecer incluso en un régimen socialista. Por ejemplo, Trentin –en el libro que escribió con Guerra— recuerda, como testigo directo, la resuelta batalla que Di Vittorio dio durante el congreso de la FSM, celebrado en Viena en 1953.

Sin embargo, a pesar de la distancia entre los respectivos modos de ver la política y la relación entre partido y sindicato, Di Vittorio y Togliatti estuvieron durante mucho tiempo en sintonía. No podía ser de otra manera: en aquella época, los principales dirigentes de la Cgil se decidían en Boteghe Oscure, la sede del partido. Di Vittorio no habría durado a la cabeza del mayor sindicato si el secretario del PCI no hubiera considerado que se trataba de un hombre justo en el lugar justo. Por lo demás, el brutal proceso al que el líder de Cerignola estuvo sometido en la dirección comunista el 30 de octubre de 1956, cuando se le piden cuentas por la posición que ha tomado sobre Hungría, tuvo algunos antecedentes menores. Baste leer los apuntes, depositados en el Istituto Gramsci, para constatar que, en más de una ocasión, Di Vittorio desde 1944 en adelante, era el punto de mira de los partidarios de la línea dura; eran los que reclamaban unas agitaciones obreras más combativas y echaban en cara a la CGIL un comportamiento demasiado pasivo con relación al gobierno y los empresarios. Pero, en aquella fase, la estrategia prudente de Togliatti se integraba con la línea constructiva de Di Vittorio. La misma propuesta del Piano del lavoro tuvo la preventiva vía libre del secretario comunista, aunque nunca le dio la importancia que le daba el sindicalista.

En 1956 el entendimiento entre los dos bajó lo suyo. El primer desacuerdo se manifestó sobre Poznan, y después sobre Budapest se llegó al encontronazo. Hay que recordar que hubo dos intervenciones soviéticas en Hungría. La primera estalló automáticamente al inicio de la revuelta cuando las tropas del Ejercito Rojo, estacionadas en Hungría, entraron en acción contra los manifestantes. Más tarde se alcanzó una tregua y se abrió una fase de incertidumbre; el Kremlin estuvo, durante unos días, dudando qué hacer.

En aquel momento se publica la resolución de la CGIL, apoyando a los insurgentes y condenando sin paliativos los métodos antidemocráticos contra los que se había rebelado el pueblo magiar. Di Vittorio, en sintonía con los socialistas, empujaba hacia un cambio radical de la situación de la Europa del Este. Togliatti se mueve en dirección opuesta, declarando abiertamente –en la crucial reunión de la dirección comunista del 30 de octubre- que, en situaciones como éstas, “o se aplasta el levantamiento o se muere aplastado”. Ese mismo día envió una carta a Moscú con un interés concreto: el secretario del PCI no sólo aprobó la segunda y resuelta intervención del Ejército Rojo en Hungría sino que lo auspició y solicitó antes que Imre Nagy, jefe del gobierno de Budapest, anunciase la salida de su país del Pacto de Varsovia. Un anuncio que, de todas maneras, vale la pena precisarlo ante los equívocos que se mantienen todavía, fue posterior a la decisión soviética de sofocar sangrientamente la revolución, o sea: no fue anterior. Sólo cuando supo que la URSS prepara las fuerzas militares para invadir Hungría, Nagy se decide a dar un paso tan dramático.

Volviendo a Togliatti: el comportamiento del secretario comunista no reflejaba sólo su historia personal, sino una estrategia política concreta, adoptada mucho tiempo atrás. Su postura favorable a la intervención era totalmente coherente con la opción que tomó a finales de 1926 cuando la famosa polémica con Antonio Gramsci sobre qué hacer ante las luchas internas en el grupo dirigente bolchevique. Togliatti estaba totalmente convencido de que las perspectivas de triunfo del movimiento obrero italiano dependían, de manera determinante, de su pertenencia al campo socialista, dirigido por la URSS. Veía en el imperio soviético la única alternativa concreta al capitalismo, la única garantía para destruir un sistema basado en la explotación, y a izquierda italiana, si no estuviera vinculada a tan gran movimiento mundial, sería más débil y caería en el oportunismo o en el aventurerismo y, de ahí, a la derrota. Así pues, Togliatti pensaba que, para el futuro del socialismo en Italia, era vital que el bloque soviético permaneciera unido y despejara con todos los medios los peligros de la disgregación.

El punto de vista que Di Vittorio había madurado era radicalmente distinto. Advertía que la pertenencia del PCI al conjunto de las fuerzas dependientes de Moscú no era una ventaja sino una trampa. ¿Cómo podían los comunistas italianos proclamarse y tener credibilidad ante las capas populares, cómo podían ser los custodios de la Constitución democrática si apoyaban a unos Estados que negaban las libertades a sus ciudadanos e, incluso, reprimían violentamente las agitaciones obreras? El líder de la CGIL, incluso sin teorizarlo abiertamente, sentía que había que aflojar el vínculo con el totalitarismo soviético. Y en 1956 actuó consecuentemente.

Estalló, pues, un conflicto muy áspero; Di Vittorio fue derrotado. Estaba aislado en el grupo comunista: Trentin ha recordado que el menos severo fue Luigi Longo y, por mi parte, añado que Enrico Berlinguer mostró una cierta comprensión ante sus razones. Pero se trata sólo de matices (sfumature) porque el conjunto del documento de la CGIL concita una unánime condena por parte de la dirección comunista. Por otra parte, nadie en la base del Pci apoyó a los insurgentes de Budapest: años y años de enseñanza estalinista produjeron frutos perversos y la machacona ofensiva de la derecha – que vio en la revuelta húngara una ocasión para poner a los comunistas de cara a la pared- favoreció el enroque de los militantes en torno a Togliatti y al mito de la URSS.

No se puede negar, con relación al discurso de Livorno del 4 de noviembre, que Di Vittorio dio un paso atrás. Está haciendo evidentes concesiones a la línea de Togliatti cuando dice que el comunicado de la Cgil se hace para no romper con los socialistas y pone énfasis en la presencia de fuerzas reaccionarias entre los insurgentes de Budapest. Sin embargo, su postura fue digna y mantuvo las razones de la crítica contra la deriva burocrática y liberticida de los regímenes de tipo soviético.

Un gran historiador, ex comunista de origen húngaro, François Fetjö, definió la insurrección de Budapest como “una revolución vencida pero fecunda”. Efectivamente, 1956 dejó la huella, y el régimen que siguió a la invasión fue menos opresivo de todos los de la Europa del Este. Y fue el primera (junto al polaco, pero Solidarnösc no estaba en Hungría) a orientarse en una dirección democrática en 1989 bajo la misma dirección magyar. Baste recordar que la crisis en la Alemania oriental, que provocó la caída del Muro de Berlín, se originó cuando los ciudadanos de aquel país afluían masivamente hacia Occidente con los famosos automóviles Trabant, pasando por una Hungría que había abierto las fronteras.

Bien, creo que también por la posición de Di Vittorio en 1956 se puede hablar de “derrota fecunda”, en el sentido de que, como ha dicho Piero Fassino, inyectó en el partido los gérmenes de la duda y del repensamiento que, lentamente, llevaron a la maduración. Por lo demás, el dirigente de la CGIL empleó su último año de vida en la misma dirección que le llevó a apoyar la revolución húngara. Piero Boni ha recordado justamente las posiciones de apertura sobre el Mercado Común Europeo, creado en 1957.

Quiero recordar un episodio menor aunque significativo. Di Vittorio interviene por última vez en la dirección del partido el día 29 de octubre de 1957, es decir, pocos días antes de su muerte, el 3 de noviembre, en Lecco. En ciertos aspectos es paradójica y, sin lugar a dudas, indicativa del ritualismo entonces en boga. Di Vittorio informa del reciente Congreso de la FSM, celebrado en Leizpig. Explica, por una parte, que no se han dramatizado los desacuerdos con los compañeros franceses y del Este europeo y que se puede superar con el debido espíritu unitario; y, por la otra, propina una auténtica filípica contra las fuerzas dominantes en la FSM, su dogmatismo e incapacidad para entender los cambios económicos y sociales y su obstinada cerrazón hacia los sindicatos de matriz reformista y socialdemócrata. Parece decir, entre líneas, que el futuro de la CGIL está en otro sitio. Que no es entre las cariátides de la CGT francesa y del sindicalismo de estado. En suma, está poniendo las premisas de abandonar la FSM que se hará muchos años después de su muerte.

Togliatti venció en 1956, pero representaba el pasado. Di Vittorio perdió, pero representaba el futuro. Y ya es una coincidencia que, en los mismos días del vigésimo aniversario de la muerte del sindicalista, en noviembre de 1977, Berlinguer fuera a Moscú para el sesenta aniversario de la revolución bolchevique. Berlinguer definió allí la democracia como “el valor, históricamente universal donde fundar una original sociedad socialista”, provocando un gran escándalo entre los oligarcas del Kremlin. En el fondo se trataba del mismo concepto que expresara Di Vittorio en 1956 cuando dijo que “la acción de los comunistas, en todos los países, debía ir acompañada del libre acuerdo y colaboración directa y creadora de las masas”. Pero, en 1977, el PCI estaba todavía lejos de reconocer el carácter democrático de la revolución húngara, y su secretario seguía aún en el retraso de una cansada e insostenible defensa del leninismo, dejando el flanco al descubierto en su polémica con Bettino Craxi. Pero con aquel discurso en Moscú, aunque fuera implícitamente, Berlinguer admitió que Di Vittorio tuvo razón y no Togliatti.

 

(*) El presente artículo forma parte del libro Di Vittorio y los hechos de Hungría de 1956, publicado en Italia por la editorial Ediesse (2006).

 

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