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La insignia
1 de agosto del 2007


Del trópico tópico de un escritor utópico


Rafael Gutiérrez
La Insignia. Guatemala, agosto del 2007.


Estoy redondamente de acuerdo. El escritor, en la vía de su dignificación intelectual y humana, debe cobrar por su trabajo literario. Por extraño que parezca, el escritor, como toda criatura viviente sobre la faz de la Tierra, vive gracias a una serie de elementos básicos, tales como el oxígeno, el agua, los rayos solares, el sueño y, desde luego, el dinero. Es decir; nace, escribe, cobra y sigue viviendo.

Nada de extraño hay en este proceso. Nada sobrenatural acaece en este fenómeno.

Sus ingresos, por desgracia no siempre directamente proporcionales a su talento, no deben reducirse, como romántica o vallejianamente suele pensarse, a lo mínimo esencial para sobrevivir mal, sino, por el contrario, dispararse hacia lo máximo vital para vivir bien. Templar el alma y el cuerpo, en el justo medio entre lo ascético y lo epicúreo, sin caer en las tentaciones enfermizas de la codicia, pues ésta, como es sabido, sólo conduce erróneamente a los hombres a dos senderos de realización personal: la de ser narcotraficantes o millonarios. En ambos casos, paralizado por el temor a la ley o enfangado en los placeres mundanos, el escritor -como tal- terminará anulando irresponsablemente su existencia. En otras palabras: dejará de escribir.

Recientemente un amigo se hizo acreedor a un premio dotado de una suma de dinero, digamos, no desdeñable como para dar la espalda igual que la mujer de Lot. En una entrevista, refiriéndose al premio, expresó lo siguiente: "Me dio un poco de susto porque, quiérase o no, es una responsabilidad que te pone en la mira de un montón de gente". ¿Qué quiso decir con esto?

Sencillo. Ese montón de gente no son los acreedores, como algún aprensivo lector pudo haber pensado, sino los colegas que nutrida y jubilosamente darán cuenta del monto de dicho premio con el laureado escritor. El dinero, por tanto, no sólo trae seguridad personal sino también felicidad compartida.

El escritor tiene derecho a vivir, así sea en algunos tramos de su vida, de su labor literaria, de su prestigio intelectual, de los premios anuales o mensuales, de su magisterio erigido a fuerza de trompicones con el lenguaje. Su oficio, no cuantificable en el circuito del mercado laboral, pertenece a ese ámbito de los seres y cosas inasibles y escurridizas como lo es un poema. De la persona real al personaje novelesco, hay una vida esforzada en otorgar esencia, médula y verosimilitud mediante el prodigio de la ficción.

No trabaja el escritor para la inmediatez del instante sino, se ha dicho, para hurgarle la nariz a la eternidad. Lo cual es no hacer nada. No obstante, en su generosa inutilidad, sigue siendo imprescindible en la vida de sus semejantes. Recompensado o ninguneado.

Al final, como dijo el filósofo Iglesias, siempre habrá unos que ríen y otros llorarán, otros que nacen y otros morirán. La literatura sigue igual.



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