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La insignia
1 de agosto del 2007


Sobre Bergman y Antonioni


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, agosto del 2007.


Fallecen Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni. Dos directores de cine a quienes debo un agradecimiento especial: su trabajo me aburría tanto que me robaron muy pocos minutos de vida. Más el segundo, a quien tolero; menos el primero, a quien detesto. Ni en la época de los cinestudios, cuando todos éramos jovencísimos y creíamos que debíamos ser tan petardos, aburridos y existencialmente amargados como los de ciertas generaciones anteriores, consiguieron que me tragara, entera, una sola de sus películas.

El director y guionista Bo Widerberg declaró en alguna ocasión que la introversión de Bergman había ejercido una influencia opresiva sobre todo el cine sueco. Por mi parte afirmo que si las películas de Bergman se proyectaran en salas de cine vacías, dormitorios vacíos, comedores vacíos, salones vacíos, las pantallas se cubrirían de telerañas en menos de quince minutos. El cine, como la literatura, no ocupa su espacio real hasta que las modas intelectuales y los intereses de la industria abandonan las butacas; o por lo menos, hasta que el centro de nuestra atención está en la obra y no en las modas y los intereses. Sólo entonces se distinguen las voces de los ecos. Y la propia obra, libre de prejuicios, explica si ha venido para quedarse.

Pero de todas las opiniones que comparto sobre Bergman o Antonioni, y que difícilmente se oirán en estos días de luto mediático (como si los periodistas supieran algo de cine o de cualquier otra cosa), me quedo con una, de apariencia leve y recién sacada de un libro que sobrevivió a mi última mudanza. Año 1965. Entrevista a Orson Welles:

«Pregunta.- En la transposición al cine de El proceso hay un cambio fundamental; en el libro de Kafka el carácter de K. es más pasivo que en el filme.
Respuesta.- Yo lo hice más activo, exactamente hablando. No creo que los caracteres pasivos sean apropiados para el drama. No tengo nada contra Antonioni, por ejemplo; pero para interesarme, los personajes deben hacer algo. Desde un punto de vista dramático, ya me entiende.»

No cito a Welles por casualidad, sino por analogías. Nadie se atrevería a negar su peso como renovador del lenguaje cinematográfico; ni su capacidad para engarzar poética y acción en dosis muy superiores a las convencionales; ni su inclinación por el riesgo. Pero Welles era un hombre de cine, de un género que en última instancia consiste en una sucesión de imágenes en movimiento; no intentaba competir con los fabricantes de somníferos por el procedimiento de confundir formatos. Y aquí volvemos a Bergman y Antonioni, moralistas notables, cineastas imposibles:

Cuando Welles habla de la pasividad en el drama está hablando de cine, no de literatura. K. no se puede transplantar así como así a una cámara. Necesita otros códigos. El ejemplo de El proceso es un problema típico en adaptaciones desde la palabra escrita, pero valdría con cualquier otro tipo de adaptación, incluida la primera y la más importante de todas: el paso de la idea al trabajo. Qué formato se elige y qué estrategias narrativas funcionan en cada formato. Qué se quiere decir, si es que se quiere decir, porque eso es lo de menos; la historia siempre es la excusa que se buscan las palabras, las imágenes, los sonidos, para entretener o para dejar caer unas cuantas emociones y a veces alguna idea. «En el arte -afirmaba Gidé y Renoir lo recordaba en Mi vida, mi cine- lo único que cuenta es la forma.»

Sé que Bergman y Antonioni fueron dioses de una tribu muy inclinada a sentenciar gustos como aceptables e inaceptables, superficiales y profundos, progresistas y conservadores; todo ello, sin apreciar el valor intrínseco de las obras o incluso contra dicho valor. Pero supongo que los dos cineastas eran perfectamente ajenos a ese montón de snobs, así que me atengo a sus admiradores sinceros, que los hay: «No he conocido a nadie que sepa tanto y tan profundamente sobre la naturaleza del hombre», comentó Max von Sydow sobre su amigo y compatriota. Será verdad. Sin embargo, el arte no consiste en conocer la naturaleza del hombre, sino en saber mostrarla. Y no se puede mostrar si ni siquiera se admite la obviedad de Welles: «Los personajes deben hacer algo».

Nuestros muertos de hoy querían decir sin hacer, vivir sin verbo. Es posible que se equivocaran de género; tal vez quisieron sustituir el lenguaje cinematográfico por discursos intelectuales y una princesa que se pincha y empieza a roncar. No lo sé y no me interesa. Sólo sé que el tiempo puede perdonar la petulancia y la vacuidad de una obra, pero no el sopor.


Madrid, 31 de julio.



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