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La insignia
13 de abril del 2007


El final de la pesadilla


Manuel Tagüeña Lacorte (*)
De Testimonio de dos guerras


Checoslovaquia, 1955.


(...) En cualquier país del mundo occidental habría podido decir que mi viaje estaba resuelto sin ninguna duda, pero estábamos en un país "socialista" y quedaba sin resolver lo más incierto y lo más importante: el permiso de salida. De momento ya no podíamos hacer más que esperar y hacer cábalas sobre las posibles complicaciones. Carmen se apresuró a vender lo que nos quedaba par pagar nuestra deuda a Amado, así que cuando recibimos la visita de un agente de la policía no encontró más que las maletas hechas y unos colchones por el suelo.

(...) El 25 de agosto llegó por fin la carta que esperábamos. La firmaba Artemio Precioso y nos convocaba, a mi mujer y a mí, a una asamblea de la organización del Partido Comunista Español, que se celebraría el sábado 3 de septiembre a las 5 de la tarde en su local social (...) Estaba claro que empezaba la contraofensiva y que mi petición había pasado todos los escalones y llegado al PCE. La sorpresa de mis compatriotas debió ser mayúscula, y el primer problema que debieron resolver fue qué pretexto utilizar para acercarse a nosotros después de siete años de vacío (...) Durante siete años habíamos sido excluidos de toda actividad política y completamente aislados. Debía haber contra nosotros una sanción que nunca se nos comunicó. En cualquier caso, no nos considerábamos ya miembros del Partido.

(...) Serían las nueve de la mañana cuando comenzó la reunión. Carmen y yo estábamos nerviosos, pero dispuestos al combate. Enfrente de nosotros se sentaron dos compañeros de la [Academia] Frunze: García Vitorero y Artemio Precioso. Presidía José Moix, catalán del PSUC (...) En un extremo de la mesa, un camarada desconocido para nosotros se dispuso a levantar acta.

Desarrollamos ampliamente nuestros puntos de vista, ante los ojos asombrados de nuestros oponentes, sobre todo del secretario que escribía sin parar lo que nunca habría creído poder oír dentro del Partido, y mucho menos en un país comunista. En definitiva no hacíamos más que ilustrar con nuestro ejemplo lo que tímidamente y por instrucciones soviéticas se empezaba a criticar en público: falta de democracia interna, culto a la personalidad, métodos dictatoriales de dirección, abuso de autoridad, desprecio de los valores humanos, etc. Hablamos de cómo habíamos vivido en Moscú siempre rodeados de sospechas e intrigas. En Checoslovaquia habíamos vivido condenados al aislamiento por haber demostrado simpatías hacia los yugoslavos en su conflicto con la URSS, y ahora resultaba que los dirigentes rusos iban a Belgrado a pedir disculpas. Cierto que nosotros teníamos la suerte de poder contarlo, pero qué iba a pasar con los desaparecidos. Por todas esas cosas, nosotros nos considerábamos hacía tiempo fuera del Partido y queríamos aprovechar la oportunidad que teníamos de trasladarnos a México a rehacer nuestras vidas. Habíamos pensado muy bien nuestro proyecto y nada nos haría renunciar a él. Terminamos repitiendo que sólo les pedíamos que no estorbasen nuestra salida (...)

[Moix] empezó reconociendo que él tenía poca autoridad entre nosotros porque era un comunista nuevo "de la guerra", mientras que nosotros éramos viejos comunistas, lo que no le impidió recurrir a las amenazas. Presentó nuestro viaje como "un complot del imperialismo norteamericano", ya que sin él no se explicaba cómo había conseguido algo tan difícil como trabajar en la Universidad de México. Luego repitió frases bien conocidas del estilo estalinista: "Todo se lo debemos al Partido". "El que se aparta del Partido se convierte inevitablemente en agente del capitalismo." "Sólo el Partido tiene razón." Su perorata no sólo no nos impresionó, sino que venía a demostrar nuestros argumentos anteriores. Los lobos se estaban cubriendo con pieles de corderon por motivos de táctica política. En lugar de asustarnos nos recordaba a cuánto nos exponíamos si nos quedábamos, porque en su letanía faltaba una: "el Partido no perdona nunca" (...) Estábamos pues entre la espada y la pared, así que pasamos a la ofensiva. Le contesté violentamente que yo no tenía nada que agradecer al Partido, sino el Partido a mí. Que no me había hecho comunista por hacer carrera, sino sacrificando mi propia carrera. Que el traslado a México era para mí algo de vida o muerte y que jamás renunciaría a él. Podían impedirlo sólo empleando la fuerza y ellos verían si se decidían a aplicarla.

A estas alturas de la reunión ya sólo Moix intervenía contra nosotros. Fracasado en su intento de asustarnos, pasó a otra etapa y trató de comprarnos (...) La batalla había durado seis horas en total. Entregué nuestra petición a Moix, que inmediatamente se fue diciéndonos que pronto nos entregaría la decisión (...).

Pasaron varios días y seguíamos sin noticias. Perdida ya la paciencia, me decidí a escribir a Rudolf Barak, ministro del Interior. Era un paso audaz, pero peligroso, ya que sus efectos eran imprevisibles. Trataba simplemente de llamar la atención de la persona con más autoridad en un Estado policiaco, para que interviniera a mi favor, corriendo el riesgo de que interviniera en contra. Por fortuna, no fue así. No sé si en su decisión influyó que Barak era natural de Brno y que nuestro problema era ya popular en su ciudad natal (...) Todo fueron facilidades en el Ministerio de Negocios Extranjeros. Recibí las cartas de identidad con los visados (...).

(...) Aunque en Praga íbamos a estar solamente una semana, tuvimos que inscribirnos en la policía local. También lo comunicamos al comité del Partido español y nos enteramos de que Líster había sido llamado a Moscú, quizá para dar explicaciones por la debilidad demostrada por la organización con motivo de nuestra marcha, debilidad que nosotros agradecíamos.

A veces nos asaltaba la preocupación, temiendo que surgiera algo que frustrara nuestro plan, pero era poco probable, ya que quedaban muy pocos días. Nos reunimos varias veces con José Vela y familia. Lo hacíamos con discrección, aunque Pepe estaba tan afectado por nuestra marcha que ya nada le importaba que se supiera. Estaba orgulloso del valor y de la habilidad con la que habíamos planeado todo y nuestro éxito lo tomaba como propio. A todos nos dolía separarnos, después de tantos años y tantas pruebas. De los demás españoles de Praga, sólo Artemio y Victorero acudieron a vernos, y éstos como miembros del comité. Los dos trataron de poner de manifiesto nuestra antigua amistad. Sin duda lo hacían sinceramente, pero nosotros ya no creíamos en ella. Una tarde nos llevaron al club, que estaba vacío, otro indicio del cuidado que tenían para evitar que no se acercasen a nosotros otros compatriotas (...). Bien diferente fue mi entrevista con Otokar Cernoch. Lo visité en su casa y hablamos con entera libertad. Le parecía muy bien mi decisión, comprendía mis desilusiones y mis escrúpulos de seguir colaborando con un régimen que cometía tantas injusticias. A mí vez estuve de acuerdo con él en que su deber era seguir en su país, para tratar de salvar los comprometidos ideales socialistas. Le pregunté sobre la situación de nuestros camaradas de la guerra de España. Me contó que hacía poco, funcionarios del gobierno habían reunido a todos los antiguos interbrigadistas liberados de la prisión, no para darles explicaciones, sino para pedirles que olvidaran lo ocurrido. Los carceleros no sólo no rendían cuentas de sus desafueros, sino que tenían el descaro de marcar normas de conducta a sus víctimas. Esperaban todavía adhesiones, pero nadie se prestó al juego y callaron obstinadamente. Sólo uno habló para preguntar quién le iba a devolver la salud perdida en la cárcel, donde había contraído tuberculosis. Me dijo también que Artur London había salido de la prisión en muy malas condiciones físicas y que lo tenían alojado en secreto en una casa de los alrededores de Praga, donde lo cuidaba su esposa, venida de Francia con ese objeto. Los ex combatientes de las Brigadas Internacionales eran gente valiente, difícil de doblegar; sin embargo, varios le habían asegurado a Cernoch que cuando eran apaleados sin piedad en los distintos interrogatorios, aguantaban pensando que en Checoslovaquia había tenido lugar un golpe de Estado reaccionario, y no querían mostrarse débiles ante el enemigo; que si hubieran creído que sus verdugos eran sus propios "camaradas", quizá habrían claudicado. Con su resistencia y voluntad de lucha, atrasaron el proceso y eso los salvó de ser ejecutados. Y seguramente, me salvaron a mí de verme involucrado en un proceso sensacional.

(...) Llegó el martes 11 de octubre. Por la mañana fuimos a la policía a entregar nuestros documentos de residentes en Checoslovaquia (...).

Cuando despegó el avión y emprendimos el vuelo, yo habría querido dar saltos de alegría, pero Carmen me hizo una seña y me contuve. Quería decirme: ¡todavía puede verse forzado a aterrizar! Pero la atmósfera tranquila del avión nos fue ganando. Las azafatas empezaron a servir la cena, que comimos sin perder de vista el paisaje. En la creciente oscuridad se distinguían las montañas que marcan la frontera. Abajo, la Cortina de Hierro era algo real, visible, con campos de minas, alambradas, reflectores y patrullas, pero en el aire todo era limpio y sin límites en el horizonte. Pronto empezamos a ver la profusa iluminación de múltiples ciudades; ya no había duda de que estábamos en Alemania occidental, y nuestro viaje no tendría ya regreso.

Y en este momento, cuando no había ya nada que temer, me sentí profundamente deprimido.


(*) Manuel Tagüeña Lacorte (Madrid, 1913-México, 1971), fue dirigente de la Federación Universitaria Escolar (FUE), las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) y miembro del Partido Comunista de España (PCE), que abandonó en 1955. Licenciado en ciencias físico-matemáticas, empezó la guerra civil española como jefe de compañía y terminó al mando del XV Cuerpo de Ejército de la República durante la batalla del Ebro, con tan solo veinticuatro años.



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