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La insignia
23 de septiembre del 2006


Taxco de mis amores


Paul Medrano
La Insignia. México, septiembre del 2006.


Las noches en Taxco, Guerrero, México, son como las de todo el mundo: cielo oscuro, estrellas, ruido nocturnal, luces eléctricas y casi nula circulación vial. Nada de noches mágicas, románticas o de ensueño, como dicen algunos poetas y rezan algunas viejas canciones guerrerenses. Ni madres, son iguales a las demás.

Es cierto, por su apariencia, bien puede pasar como una bella ciudad colonial, donde los colores en las casas (por decisión del propio municipio) sólo son el blanco, tejados rojos y puertas negras. Calles empedradas -que únicamente logran sacar ámpulas en los pies- y tan estrechas en las que o pasa el auto, o el transeúnte.

Se supone que la afluencia de turistas a la capital mundial de la plata es considerable, sobre todo en fines de semana o vacaciones. Los extranjeros le profesan una simpatía evidente: se hace patente al ver cabezas rubias por todas partes. Pero Taxco es chido, ni hablar. Neta que no sé si sea por la regresión que nos proyecta la arquitectura de la ciudad, o simplemente por la rara sensación de estar en ciudad ajena, despierta sensaciones agradables, por momentos nostálgicas, y tristemente efímeras.

Lo cierto es que estamos en Taxco, es de noche y tenemos muchas ganas de pasar un buen rato. Yo fui el que dio la idea de venir hasta acá por la sencilla razón de que hay mucho y muy variado turismo, pero menos mamila que el de Acapulco. Con la lengua entre los zapatos, nos hacen llegar a la habitación de nuestro hotel que se encuentra en la punta de un cerro -qué curioso, Taxco es eso: cerros.

Según los estudiosos la vista es estupenda, aunque para llegar al centro haya que dejar medio pulmón en subidas y bajadas. Decidimos no abordar transporte público porque en Taxco se trata de eso, de caminar, sudar, sentirse como en un pueblo del México inmortalizado en la época de oro del cine nacional.

Bañados y perfumados, descendemos al pequeño zócalo taxqueño. Su limitada extensión territorial no le resta belleza, mucha sencillez y confianza. En contraparte, es tanto el número de personas que deambulan en busca del mejor ángulo de Santa Prisca, que las bancas no alcanzan.

Ahí te puedes encontrar con toda clase objetos en venta: desde la plata (la cual ya no es de Taxco, sino de Guadalajara o Italia), artesanías de todo color y sabor, acuarelas o bosquejos de la Santa Prisca, lapiceros y pulseras con tu nombre, sombreros, palomitas, chicharrones y hot dog's.

En los restaurantes alrededor del zócalo, puedes encontrar desde tacos hasta comida francesa o italiana. ¿Los precios? Ahí está el detalle, en su mayoría elevados, sólo por el hecho de que mientras se maniobra el tenedor o cuchara, puedes observar la circulación humana en torno a la iglesia.

Yo tenía razón: hay un madral de gringas, francesas y alemanas, pero nadie nos pela. Primero porque no sabemos inglés y segundo porque no somos propiamente unos modelos de Calvin Klein. Quién sabe si será el olor, la vestimenta o la pinche pinta de extranjero (o séase: la maldición de Malinche), lo que hace que al mexicano le atraiga hacer el intento con las extranjeras. Quizá se deba también a los infaltables mitos eróticos en torno a ellas.

Pues aquí voy: "Hola", atino a decir con la cara más confiable que me sale. La tipa ni me pela, a lo que es más, ni me mira. Es una mujer gigantesca, de pelo tirándole a rojizo, ojos azul mar, piel de color pollo KFC, madre y media colgada al cuello, blusa Diesel y pantalones CK, entre sus dedos, se consume un cigarrillo delgado, ni tan poco para ser bacha, ni tanto para ser tabaco. Al ver que hago el intento, mis cuates se animan pero obtienen los mismos resultados. Finalmente, las tipas toman sus gigantescas mochilas y se alejan, dejando una estela de aroma a tabaco.

Optamos por el "al cabo ni quería" y nos dirigimos a un bar muy bien llamado La Estación. En verdad que parece estación, pero de tren, porque no hay ni madres y los gustos musicales no pasan de coros gastadísimos de rolas de hace 4 años.

Bebemos un rato (algo así como 4 cubetazos de una cerveza clara que sabe a auténtico líquido uretral), salimos y por segunda vez intentamos entablar conversación con unas francesas que están embobadas con unos neojipis que intentan venderles sus artesanías. Por supuesto que hacemos uso del elemento extra: el alcohol. Tratamos de vernos simpáticos: mira este, amiga; se te ve muy bien; oye mi estimado, ¿tendrás algo de ámbar rojo? ¿son francesas? ¿qué les parece Taxco?

Nada.

Tanta plática sólo consigue asustar a las prospectas a víctimas. Luego de vernos con cara de ¿what?, se alejan comiendo un elote y nos dejan con cara de güeyes.

Caminamos hasta llegar hasta un café-bar llamado Sasha. El lugar es interesante: música muy buena (rare, ambient, world beat, rock), una decoración harto original, bastante acogedor, muchas chicas, alcohol y al parecer, paraísos artificiales (¿en Taxco?, sí, como el todo el país o el mundo, vamos, hoy es más difícil conseguir una Aspirina, que una tacha).

Hay de todo: güeros (y güeras, por supuesto) tan rojos como camarones en caldo, jipis con American-Express, pachecos de tiempo completo, niños bien con ansias de irse a deambular por el mundo previa mochila al hombro y briagos de convicción. Entusiasmados bebemos y los demás también. Por el aire circulan pláticas en varios tonos, unas en inglés, otras en francés, alemán (no es que yo sepa de tantos idiomas, sino que la dueña del lugar nos señala la variedad de sus visitantes) o español fresísima.

Quién sabe si por las chelas previamente ingeridas, sentimos un ambiente más relajado y alivianado. Dos de mis cuates se acercan a una mesa llena de chavas, otro más habla con una bola de güeros (hombres y mujeres) y yo de plano me quedo ahí, parado. En las paredes del lugar penden un sin fin de instrumentos musicales que luego de una hora, los comensales descuelgan y empiezan a tocar.

La onda se tira como hacia lo afro-jipi-playero. Ahora resulta que todos son músicos. Hasta yo, me digo al verme tocando una especie de djembe, pero del tamaño de un tinaco.

La dueña nos vuelve a bordar nos pregunta si nos sentimos a gusto y si nos falta algo. Todo está bien. Ella se ve muy bien. Aunque su actitud es de franca camaradería, se me hace sospechosa.

Luego de dos horas y media de cervezas, y previo mezcal "de bienvenida" proporcionado por la dueña, la descubro de entre todos los pares de ojos. Me cuelgo de su mirada (muy a lo José Carlos Becerra) y ella me hace un guiño y me dispara una sonrisa. Yo no me la creo y mi calzón se empieza a hacer grande, enorme. Informo a uno de mis compadres y me aconseja que le tire la onda como va. Así, a sangre fría. Para estas alturas el valor etílico se hace presente. Lo obedezco y en eso estoy cuando otro de mis acompañantes me dice que tenemos que irnos porque su viejo de la chica ya se dio cuenta y parece que nos van a poner en toda la maceta.

Yo me hago güey y al sentir un jalón en mi camisa, me doy cuenta que a uno de mis cuates le vienen tirando unos puñetazos, botellas y saludos maternos en inglés. Como todo hombre precavido (y racional) ponemos pies en polvorosa entre el laberinto que suelen ser las calles de Taxco.

Exhaustos nos detenemos a descansar en una esquina. Son las 5 y media de la mañana. Estamos madreados, hambrientos, ebrios, golpeados y sin vieja.

-Vamos al hotel a dormir.

En el camino, pasamos frente a una clásica cantina mexicana llamada La Cortina de Hierro. Nos miramos a los ojos y entramos. Varios señores beben y comparten sus cuitas al ritmo de melodías arrabaleras.

-Después de todo no estuvo tan mal, digo bastante agotado.
-¿Qué van a pedir? -nos pregunta un mesero con cara de delincuente.
-Cuatro chelas, indio, por favor.
-Aquí no vendemos mamadas: pura Corona.
-¡Uf! -qué delicado, pienso.
-Pues entonces para qué pregunta si no hay más que Corona. Las cuatro botellas casi revientan al ser azotadas por el mesero. Un plato con limones más viejos que la Santa Prisca adornan la mesa.
-De quién fue la idea venir a Taxco -dice uno de mis amigos.
-¿De quién más? De este pendejo, contestan señalándome.
-¡Salud! -gritamos.

Una hora después salimos de ahí. Levanto mi ebria vista y distingo que el cielo oscuro está anunciando el alba. Las noches de Taxco son como las de todo el mundo, pienso, mientras me apoyo en la pared para no caerme.



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