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La insignia
28 de noviembre del 2006


Bronce corintio, mármol de Jonia


Sergio Ramírez
La Insignia. México, noviembre del 2006.


Lo primero que se me ocurrió escribirle a Carlos Monsiváis cuando me llegó la noticia de que había ganado el Premio Juan Rulfo que se otorga cada año en México con motivo de la Feria del Libro de Guadalajara, es que, ahora sí, su augusta cabeza quedaría eternizada en egregio mármol. Bronce corintio, mármol de Jonia, a él que tanto le gusta citar de memoria a Rubén Darío.

Para quienes no lo sepan, los bustos de todos los ganadores del premio, desde que éste se concedió por primera vez en 1991 al poeta chileno Nicanor Parra van sumándose en el salón de honor del Paraninfo de la Universidad de Guadalajara, como una manera de dejar patente el homenaje que reciben, escritores tan irreverentes, algunos de ellos, como el propio Parra, como Augusto Monterroso o Juan José Arreola, o el propio Monsiváis, que alguna vez se burlaron de bustos y otras clases de monumentos, en mármol, bronce o cemento. Pero al que no quiere caldo, dos tazas.

No sé si fue a Carlos Fuentes a quien se le ocurrió decir, con toda fortuna, que Monsiváis era el Quevedo mexicano. Un Quevedo contemporáneo, trasladado a tierras de América igual que don Pablos, el célebre buscón de la picaresca del siglo de oro, termina, al final de sus aventuras en la península, embarcándose hacia el nuevo continente. Quevedo, o un personaje de Quevedo, rodeado de sus célebres y celebrados gatos, dueño de su propia leyenda en el hacinamiento del infinito distrito federal, implacable y mordaz, incesante en el ingenio y despiadado en sus juicios de fingida inocencia.

Cuando decidido a convertirme en escritor buscaba referencias contemporáneas, y tocaron mis primeras visitas a México a finales de los años sesenta del siglo pasado, entre esas referencias capitales estuvo Monsiváis, al lado de Carlos Fuentes y Fernando Benítez, y también al lado de Elena Poniatowska, nombres que solía encontrar en las mesas de novedades de la librería del Sótano vecina a la Alameda, y también en el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre!, donde Monsiváis oficiaba al lado de Benítez.

Lo conocí en un viaje que hicimos juntos a Austria en 1971, pasajeros los dos de un inmenso jumbo jet que abordamos en Nueva York, de los primeros que volaban, para asistir a una reunión de juventudes en Saltzburgo, que inauguró el recién electo primer ministro de Austria, Bruno Kreiksy, y a la que concurrió como expositor Dom Hélder Cámara, el célebre arzobispo de Recife. Fue el inicio de una amistad de permanentes afinidades que vuelven a despertar cada vez que lo leo. Y desde entonces, reconocí en Monsivais al lector pantagruélico que era y sigue siendo, provisto como iba esa vez, además de un lote de libros diversos, de un impresionante mazo de revistas. Y reconocí también desde entonces en él al singular conversador que siempre ha sido, armado de juiciosos silencios, sus pausas para escuchar, o de sonrisas de desdén que valen por la más irónica de sus frases.

Buscaba yo en mis años de aprendizaje referencias literarias y también referencias morales, porque de alguna parte había aprendido que el escritor debía estar hecho de esa doble sustancia, letra más ética, lo que entonces se llamaba compromiso. No había literatura sin posiciones críticas o contestatarias, algo que llegó a afirmarse para mí de manera indeleble a consecuencia de la masacre de estudiantes de Tlatelolco en 1968, cuando Monsiváis fue parte esencial de esa toma de posición crítica frente a la barbarie oficial, y contra el cinismo, que llegó a definir a toda una generación de mexicanos, y de latinoamericanos.

La literatura, de esta manera, nunca podría tener una pretensión de inocencia, y si no tenía garras y dientes, era una literatura mentirosa y conformista. Esas fueron mis lecciones de aquellos tiempos. Y Monsiváis, sin haberse apuntado a la literatura de invención, y habiendo llegado a ser bien pronto el cronista de prosa privilegiada que sigue siendo con creces, fue capaz desde entonces y estamos hablando de un oficio que ronda ya el medio siglo, de ser el mejor novelista de la realidad diaria, sin trastocar los relieves de esa realidad suya de todos los días que poco necesitaba de retoques para parecer tan imaginativa.

Un cronista minucioso, una de cuyas mejores habilidades ha sido la de despojar de color local a todo lo que acontece en México, y hacer que esos acontecimientos, pasados por el tamiz de su ingenio, puedan ser leídos a título ejemplar. Escritura edificante la suya, de inconmovibles propiedades morales, que siempre tiene algo que enseñar con la boca llena de risa contenida, y que sabe desnudar a quienes se esconden tras sus vanas vestiduras, revelando lo que en verdad hacen y lo que en verdad dicen, no importan los disfraces, porque la banalidad y la falta de recato tienen también esta mala calidad doble, la de los hechos fementidos, y las palabras fementidas.

Riéndose de su propia gloria, Monsiváis entra en la galería de los ilustres cincelados en mármol, los laureles siempre verdes en sus sienes. Bronce corintio y mármol de Jonia. Que púberes canéforas le brinden el acanto…


Guadalajara, noviembre del 2006.



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