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La insignia
12 de noviembre del 2006


Un día de tantos


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, noviembre del 2006.


La mañana se ha ido desenvolviendo pausada y átona. Nada ha habido que la haga memorable ni interesante ni excitante. En eso es como tantas otras, como casi todas. No hay ruidos en la casa y el vecindario tampoco se hace notar. No está mal para una mañana de sábado en la que deseo leer bastante tiempo. Me resulta difícil dedicar las mañanas sabatinas a algo que no sea leer; las obligaciones ya tendrán su momento por la tarde, u otro día.

Hay una música suave que me relaja, casi siempre en otoño e invierno, Mozart o Bach, son los que mejor se adaptan a mi estado de ánimo matinal. Los enólogos serían capaces de decir que maridan muy bien las mañanas de impresión láctea con la música de la gama de alta expresión, pero eso son los enólogos, nuestros últimos retóricos. A estas horas sólo he probado un té y tengo otro en la mesa.

He pasado así mucho tiempo, absorto en la lectura de The London Review of Books, quincenal dedicado a reseña de libros ingleses. No me sirve de orientación en el proceloso panorama mercantil de libros, pero me gusta porque las reseñas se transforman en breves ensayos, de los que los ingleses son maestros consumados. Me pregunto qué me mueve a leer reseñas de unos libros que jamás leeré. En realidad, me pregunto cada vez con más frecuencia por qué leo cuando adivino en el horizonte cada vez más cercano la casi total desaparición de la lectura por inútil y desfasada. No quiero ponerme nostálgico ni melancólico ni tampoco arrogarme la virtud del que tiene cierta autoridad que el tiempo vivido le ha conferido, pero me veo llevado por los recuerdos, por las tardes veraniegas en el pueblo cuando era capaz de leer sin fin las novelas rusas, las de Honoré de Balzac, o incluso a Marcel Proust y Thomas Mann.

Tengo a veces la sensación de que algo se ha quedado en el camino. Además de la inocencia y de la energía, hay un sentimiento que aún no logro definir que ha desaparecido con los años. Mientras pensaba en ello, mis ojos han topado con el retrato de mi abuelo materno, el único que conocí, y he pensado que la vida es un extraño viaje en que nos vemos embarcados en contra de nuestra voluntad. Conforme pasan los años hay gente que va acumulando cosas, casi todos guardamos sin reflexionar sobre el sentido que eso tiene, y nos vamos despojando de otras. Algunas las perdemos, las ya mencionadas, el ímpetu y la inconsciencia, cierta jovialidad (aunque haya algunas personas capaces de mantenerla, como Robert Louis Stevenson). Sin darnos cuenta entramos en otras etapas que son más aburridas o simplemente neutras o en las que hemos claudicado en algunos puntos que pensamos fundamentales.

No puedo hablar por experiencia, pero intuyo un momento de alienación, como si el mundo se hubiera separado, como si los afanes mundanos ya no tuvieran la misma importancia, un tiempo en que lo importante fuese el ir despojándose de todo, y quedarse transparente, como el agua o los cielos de las frías mañanas invernizas, transparentes o extraños e incomprensibles. No sé.



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