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La insignia
4 de noviembre del 2006


XVI Cumbre Iberoamericana

No estamos locos


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, noviembre del 2006.


Berguer, Bolaños, Raúl Castro, Chávez, Fernández, García, Lula, Torrijos. Son los presidentes que no asistirán, por excusas que van desde el cansancio a la sobrecarga laboral, a la XVI Cumbre Iberoamericana que se celebra en Montevideo. Ocho de un total de veintidós: no está nada mal. Si la política internacional fuera como las ligas de fútbol, todavía podríamos presentar a un once cargado de defensas leñeros, defensas rompepiernas, defensas marrulleros y un par de líberos.

Una de las primeras condiciones de llegar a alguna parte es empezar a caminar. No es preciso saber a dónde se va, no hace falta saber de dónde se viene; basta con mover un pie detrás de otro, izquierdo, derecho, izquierdo, derecho, etcétera. Y si eso es cierto para un acto tan sencillo y tan individual, tanto más lo es en los actos colectivos. Estos días tenemos un buen ejemplo en el punto muerto de la Unión Europea; algunos consideramos que su ampliación ha sido un error y hay quien, dejándose llevar por humores poco políticos pero comprensibles, desearía que los gobiernos de Polonia y Gran Bretaña, entre otros, cogieran sus crucifijos y sus camisetas con la bandera de Estados Unidos, se los metieran donde sus dioses les dieran a entender y siguieran camino con viento fresco, pero lejos de aquí. Sin embargo, hay un problema y se trata de resolverlo. O se avanza, o se retrocede. No se puede avanzar si no se camina.

La Unión Europea tiene una ventaja: la mayoría de los Estados que la conforman cree en ella o cree que no tiene más remedio que estar en ella; puede sentarse y puede sufrir sueños esquizofrénicos, pero no duda de lo que es ni de lo que puede llegar a ser y, más tarde o más temprano, alguien escuchará las propuestas que merecen ser escuchadas. Naturalmente, no se puede decir lo mismo de la comunidad iberoamericana de naciones. Ni siquiera de la comunidad americana. Y aún menos, de América Latina; porque la debilidad de la primera y de la segunda se debe precisamente a que América Latina no existe, a que sus integrantes todavía no han adquirido verdadera conciencia del conjunto, más allá de sus discursos de hermandad.

Conviene entonces que moderemos las bromas sobre la vacuidad de los encuentros iberoamericanos. Por lo menos existen, están ahí y tienen efectos claramente positivos incluso cuando parece que no tienen efecto; en el peor de los casos, establecen un marco superior de debate, moderan roces o los hacen explícitos, generan símbolo, contribuyen a la invención política de América Latina y al reforzamiento político de ese enorme y sólido edificio cultural llamado Iberoamérica. De ahí que la ausencia de los líderes que mencionaba, y de cualquier otro en cualquier otra ocasión, si no está realmente justificada, sea tan lamentable. Es una vergüenza para sus gobiernos, un insulto al país anfitrión y un desplante a todos.

Podemos preguntarnos si se está haciendo lo suficiente desde los países con mayor capacidad o más compromiso; podemos preguntarnos sobre la eficacia de la Secretaría General Iberoamericana, el órgano permanente de apoyo a las conferencias y a las cumbres de nuestra comunidad. Podemos preguntarnos muchas cosas, mejorar unas pocas y sobre todo perdernos en tonterías. Los que se quejan por la falta de peso de América Latina en el mundo y por su debilidad relativa en relación con otros bloques, a veces más débiles, deberían guardar -aunque sólo fuera por unas horas- sus bonitos sueños victimistas y valorar la posibilidad -aunque sólo fuera durante unos minutos- de que América Latina tenga, exactamente, la presencia que sus gobiernos le han buscado. Lo que ha sucedido en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no es sólo ni en particular, como les gusta afirmar a neoliberales e izquierdistas, un pulso entre los caprichos estadounidenses y los caprichos de Chávez, con la castigada Guatemala de por medio. Es sobre todo una demostración de incompetencia, de falta de seriedad política y de incomprensión del mundo.

Para bastantes personas, entre las que me cuento, Iberoamérica tiene valor de fin en sí mismo; por encima de consideraciones nacionales europeas o americanas y sólo por debajo del fin global, que es nuestra especie. Pero limitémonos a lo práctico, a lo más inmediato, a lo que podemos lograr por el simple procedimiento de seguir andando. A fin de cuentas, la carencia de fe puede no ser tan mala como el exceso. El viejo Chesterton, hombre conservador pero extremadamente lúcido y más joven que la mayoría de los progresistas de su época, lo sabía bien cuando escribió: «Los que creen de verdad en sí mismos están en los asilos de lunáticos». Al menos, nosotros no estamos locos.


Madrid, noviembre del 2006.



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