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La insignia
25 de mayo del 2006


México: Fallece Ángel Fernández

El juego del hombre*


Juan Villoro
La Insignia. México, mayo del 2006.


Ángel Fernández, el locutor que renovó el imaginario del fútbol y decidió mi vocación por la palabra, cumplió 80 años en agosto de 2005. No quisiera prestigiar mi infancia diciendo que fue «dramática», pero sin duda fue un periodo gris, determinado por miedos y vacilaciones. En esa época en que yo era un deportado psicológico, la primera señal de rescate llegó en la voz del hombre que narraba los partidos como gestas de La Ilíada.

Ángel vivió un momento decisivo en la cultura de masas, el paso de la radio a la televisión. Formado en la escuela radiofónica, donde había que precisar el rumbo de la pelota, entendió que la televisión comportaba otros desafíos. De poco sirve explicarle al espectador lo que está viendo. El rapsoda del estadio Azteca se desentendió del discurso objetivo y convirtió la cancha en un pretexto para la metáfora. Enemigo de la mesura, creó un tejido narrativo en el que intervenían poemas, canciones, anécdotas y epigramas que delataban el eléctrico estado de su mente. Cuando Cristóbal Ortega debutó con el América dijo en forma inolvidable: «Señoras y señores, hemos vivido en el error: ¡América descubrió a Cristóbal!» Sus alardes fueron legión... Un lateral alemán avanzaba con enjundia: «Ahí viene Hans Peter Briegel, que en alemán quiere decir 'Ferrocarriles Nacionales de Alemania'». Un jugador se encaraba con otro: «'El Alacrán Jiménez', echando mano a sus fierros como queriendo pelear». Enrique Borja, de célebre nariz, se convirtió en el «Gran Cirano», y Cabinho, delantero que se reía al fallar goles, en el «Hombre de la Sonrisa Fácil». El bautizador universal apodó equipos enteros: el Cruz Azul de la gran época («la máquina que pita y pita») se transformó en «La Máquina Celeste», imagen que desbancó al fabril mote de «Cementeros». En plan humorístico, Ángel ofrecía falsas explicaciones de lo real. Cuando la cámara se acercaba a las siglas en el pecho de los soviéticos (CCCP), comentaba: «¿Saben qué significa eso? ¡Cucurrucucú Paloma!»

Hay algo que antecede a toda inclinación literaria: el descubrimiento de las palabras como símbolos mágicos. De golpe, el idioma utilitario se transforma en un mecanismo de invención. Concedemos poca importancia a este rito de paso, que suele provenir de un estímulo «popular», prejuicioso sinónimo de lo intrascendente. Y, sin embargo, el rumbo de una vida puede cambiar con un hombre que grita en un estadio. Porque Ángel gritaba como nadie. Después de romper el récord de duración de la palabra «gol», hacía una pausa para que se oyera «la voz del Azteca». Dueño de un timbre poderoso, convertía el juego más aburrido en epopeya: «¡Se hunde la nave... niños y mujeres primero!»

La primera vez que hablé por teléfono con él, hace casi veinte años, sentí un sobresalto al oír en forma privada el tono épico que encandiló mi infancia. Entonces supe que Ángel vive en continuo trance narrativo. Mi apellido le sonó familiar y preguntó a qué se dedicaba mi padre. «Es filósofo», contesté. «Ah, es un amigo de Kant», dijo la voz canónica. Al llegar a su casa, un jardinero venía detrás de mí, portando una guadaña: «Ahí viene Excálibur», comentó Ángel. Su inventiva llegó a un momento cumbre cuando el Che Ventura y otros colegas le hicieron un merecido homenaje. Ángel tomó un micrófono y nos formamos para felicitarlo. Acto seguido, ¡narró los abrazos! A cada quien le recordó un récord, una lesión terrible, un lance inolvidable, su atributo homérico.

He oído a Ángel comentar la correspondencia erótica entre Joyce y Nora Barnacle, la forma de vestirse de Bill Clinton, la secreta geometría del billar, los gloriosos tiempos de la minifalda y la pintura de María Izquierdo, de quien fue un temprano coleccionista. Esta curiosidad sin freno le sirvió para articular datos insólitos. Algunas de sus frases eran joyas para conocedores. Cuando el portero alemán Schumacher estuvo a punto de matar a un delantero, exclamó: «Le hundió el acero hasta donde dice 'Solingen'». Tardé años en saber que los mejores cuchillos alemanes llevan en la hoja el nombre de la ciudad donde fueron fundidos: Solingen.

Un detalle en apariencia trivial le servía para resumir un destino. Una tarde participamos en una presentación con el Pipiolo Estrada, mítico portero del Necaxa. Ángel encogió los dedos y dijo: «Tengo las manos engarrotadas de tanto treparme a las alambradas del Parque Asturias para ver jugar a este hombre. El Pipiolo tenía todo lo que yo quería tener y no podía ser mío. Ustedes se preguntarán qué era eso... ¡Un suéter de cuello de tortuga!» ¿Hay mejor forma de recordar la elegante estampa de un guardameta que esta significativa bagatela?

Ángel también ha sido grande por escrito, según revela esta descripción de Cid y Mulet, pionero de la historiografía del fútbol mexicano: «Un día, envuelto en el alarido del Estadio Azteca, pasó con su aire melancólico, el cabello revuelto y sus hijos haciéndole de guardianes. Era el hombre que se compenetró de tal manera con la historia del fútbol que le costaba trabajo volver a respirar tranquilo, después de esos años en que estuvo escarbando, preguntando, con una libreta y un lápiz ágil. Fue a los lugares más insólitos y los ojos se le pusieron rojos de tanto meterse entre el altero formidable de recortes de diarios, en las hemerotecas. Tenía la nariz negra de la pólvora de la tinta cuyas líneas seguía con el olfato de un perro cazador, como si el destino quisiera condecorarle por su persistencia en la búsqueda».

Esta escritura excepcional fue relegada en favor de la más histriónica tarea de locutor. Para Ángel la crónica es un hecho teatral desde que atestiguó el incendio del Parque Asturias. Ese día, no vio la cancha sino las tribunas. Ante el pánico, la ira y la pasión de la multitud, entendió el sentido profundo del fútbol, su imán simbólico. A partir de ese momento vincularía hechizos momentazos con perdurables mitologías.

Siguiendo al antropólogo Desmond Morris, se refería al fútbol como «El juego del hombre». Su verdadero juego fue el de la palabra. Hace unos meses le recordé algunas de sus proezas. Me vio con sorpresivo afecto, como si no recordara tantas y tantas imágenes. El rasgo más noble de la cultura popular es que reparte la inspiración individual. La obra de Ángel Fernández está en quienes recordamos sus fogonazos, pero también en quienes repiten sus hallazgos sin saber que son de él. «¡Me pongo de pie!», exclamaba el locutor ante un lance meritorio. Importa poco que yo me ponga de pie ante sus logros, pero importa mucho que se ponga de pie el niño de Mixcoac al que le reveló el juego del hombre.


(*) Fragmento del libro del autor Dios es redondo. México, Planeta, 2006. Reproducido con autorización de la editorial.



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