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La insignia
18 de febrero del 2006


El discurso del presidente


Oliver Sacks
De El hombre que confundió a su mujer con un sombrero


¿Qué pasaba? Carcajadas estruendosas en el pabellón de afasia, precisamente cuando transmitían el discurso del presidente. Todos habían mostrado muchos deseos de oír hablar al presidente.

Allí estaba el viejo encantador, el actor, con su retórica habitual, el histrionismo, el toque sentimental... y los pacientes riéndose a carcajadas convulsivas. Bueno, todos no: los había que parecían desconcertados, y otros como ofendidos, uno o dos parecían recelosos, pero la mayoría parecía estar divirtiéndose muchísimo. El presidente conmovía, como siempre, a sus conciudadanos... pero, al parecer, más que nada los movía a reírse. ¿Qué podían estar pensando los pacientes? ¿No le entenderían? ¿Le entenderían, quizás, demasiado bien?

Solía decirse de estos pacientes, que aunque inteligentes padecían la afasia global o receptiva más grave -la que incapacita para entender las palabras en cuanto tales-, que a pesar de su enfermedad entendían la mayor parte de los que se les decía. A sus amistades, a sus parientes, a las enfermeras que los conocían bien, a veces les resultaba difícil creer que fuesen afásicos.

Esto se debía a que si les hablabas con naturalidad, captaban una parte o la mayoría del significado. Y, normalmente, uno habla con naturalidad.

En consecuencia, el neurólogo tenía que esforzarse muchísimo para demostrar que padecían afasia; tenía que hablar y hablar actuar normalmente, pero eliminar todas las claves extraverbales, el tono de voz, la entonación, la inflexión o el énfasis indicadores, además de todas las claves visuales (expresiones, gestos, actitud y repertorio personales, predominantemente inconscientes). Había que eliminar todo esto (lo que podía entrañar ocultamiento de la propia voz, teniendo incluso que llegar a recurrir a un sintetizador de voz electrónico) con objeto de reducir el habla a las puras palabras, sin rastro siquiera de lo que Frege llamó "colorido de timbre" (Klangenfarben) o "evocación". Sólo con este tipo de habla groseramente artificial y mecánica (bastante parecida a la de los ordenadores de Star Trek) se podía estar plenamente seguro, con los pacientes más sensibles, de que padecían afasia de verdad.

¿Por qué todo esto? Porque el habla (el habla natural) no consiste sólo en palabras ni (como pensaba Hughlings Jackson) sólo en "preposiciones". Consiste en expresión (una manifestación externa de todo el sentido con todo el propio ser), cuya comprensión entraña infinitamente más que la mera identificación de las palabras. Ésta era la clave de aquella capacidad de entender de los afásicos, aunque no entendiesen en absoluto el sentido de las palabras en cuanto tales. Porque, aunque las palabras, las construcciones verbales, no pudiesen transmitir nada, per se, el lenguaje hablado suele estar impregnado de tono, engastado en una expresividad que excede lo verbal... Y es precisamente esa expresividad tan profunda, diversa, compleja y sutil, lo que se mantiene intacto en la afasia, aunque desaparezca la capacidad de entender las palabras. Intacto y a menudo inexplicablemente potenciado.

Esto es algo que captan claramente (con frecuencia del modo más chocante, cómico o espectacular) todos los que trabajan o viven con afásicos: familiares, amistades, enfermeros, médicos. Puede que al principio no nos fijemos mucho; pero luego vemos que ha habido un gran cambio, casi una inversión en su comprensión del habla. Ha desaparecido algo, no hay duda de que está destruido, pero en su lugar hay otra cosa, inmensamente potenciada, de modo que (al menos en la expresión cargada de emotividad) el paciente puede captar plenamente el sentido aunque no capte ni una sola palabra. Esto, en nuestra especie Homo Loquens, parece casi una inversión o incluso también una reversión a algo más primitivo y elemental. Quizás sea por esto por lo que Hughlings Jackson comparó a los afásicos con los perros (una comparación que podría ofender a ambos) aunque cuando lo hizo pensaba más que nada en sus deficiencias lingüísticas y no en esa sensibilidad tan notable, casi infalible, para apreciar el tono y el sentimiento. Henry Head, más sensible a este respecto, habla de "tono-sentimiento" en su tratado sobre la afasia (1926) y destaca cómo se mantiene, y con frecuencia se potencia, en los afásicos.

De ahí la sensación que a veces tenemos todos los que trabajamos en estrecho contacto con afásicos de que a un afásico no se le puede mentir. El afásico no es capaz de entender las palabras y, precisamente por eso, no se le puede engañar con un ellas; ahora bien, lo que capta lo capta con una precisión infalible, y lo que capta es esa expresión que acompaña a las palabras, esa expresividad involuntaria, espontánea, completa, que nunca se puede deformar o falsear con tanta facilidad como las palabras...

Comprobamos esto en los perros, y lo utilizamos muchas veces con este fin, para desenmascarar la falsedad, la mala intención o la intención equívoca, para que nos indiquen de quién se puede fiar uno, quién es íntegro, quién de confianza, cuando, debido a que somos tan susceptibles a las palabras, no podemos fiarnos de nuestros instintos.

Y lo que un perro es capaz de hacer en este campo, son capaces de hacerlo también los afásicos y a un nivel humano e inconmensurablemente superior. "Se puede mentir con la boca -escribe Nietzsche-, pero la expresión que acompaña a las palabras dice la verdad". Los afásicos son increíblemente sensibles a esa expresión, a cualquier falsedad o impropiedad en la actitud o la apariencia corporal. Y si no pueden verlo a uno (esto es especialmente notorio en el caso de los afásicos ciegos) tienen un oído infalible para todos los matices vocales, para el tono, el timbre, el rito, las cadencias, la música, las entonaciones, inflexiones y modulaciones sutilísimas que pueden dar (o quitar) verosimilitud a la voz de un ser humano.

En eso se fundamente, pues, su capacidad de entender... Entender, sin palabras, lo que es auténtico y lo que no. Eran, pues, las muecas, los histrionismos, los gestos falsos y, sobre todo, las cadencias y tonos falsos de la voz, lo que sonaba a falsedad para aquellos pacientes sin palabras, pero inmensamente perceptivos. Mis pacientes afásicos reaccionaban ante aquellas incorrecciones e incongruencias tan notorias, tan grotescas incluso, porque no los engañaban ni podían engañarlos las palabras.

Por eso se reían tanto del discurso del presidente.

***

Si uno no puede mentirle a un afásico, debido a esa sensibilidad suya tan peculiar para la expresión y el tono, podríamos preguntarnos qué pasará con los pacientes (si los hay) que carezcan totalmente del sentido de la expresión y el tono, aunque conserven intacta la capacidad de entender las palabras, pacientes de un tipo exactamente opuesto. Tenemos también pacientes de este tipo en el pabellón de afasia, a pesar de que, teóricamente, no tengan afasia, sino, por el contrario, una forma de agnosia concretamente la llamada agnosia "tonal". En el caso de estos pacientes lo que desaparece es la capacidad de captar las cualidades expresivas de las voces (el tono, el timbre, el sentimiento, todo su carácter) mientras que se entienden perfectamente las palabras (y las construcciones gramaticales). Estas agnosias tonales o "aprosodias" siguen a trastornos del lóbulo temporal derecho del cerebro, y las afasias a los del lóbulo temporal izquierdo.

Entre los pacientes con agnosia tonal de nuestro pabellón de afasia que escuchaban también el discurso del presidente se encontraba Emily D., que tenía un glioma en el lóbulo temporal derecho. Emily D., que había sido profesora de inglés y poetisa de cierta fama, con una sensibilidad muy especial para el lenguaje y gran capacidad de análisis y expresión, pudo explicar la situación opuesta: lo que le parecía el discurso del presidente a una persona con agnosia tonal. Emily D. no podía captar ya si había cólera, alegría o tristeza en una voz... Y como las voces carecían de expresión tenía que fijares en las caras, las posturas y los movimientos de las personas cuando hablaban y lo hacía dedicándoles una atención, una concentración, que nunca les había dedicado. Pero daba la casualidad de que también en esto se veía limitada, porque tenía un glaucoma maligno y estaba perdiendo vista muy rápidamente.

Entonces descubrió que lo que tenía que hacer era prestar mucha atención al sentido preciso de las palabras y de su uso, y procurar que las personas con las que se relacionaba hiciesen exactamente lo mismo. Cada día que pasaba le era más difícil entender el lenguaje desenfadado, el argot (el lenguaje de género alusivo o emotivo) y pedía cada vez más a sus interlocutores que hablasen en prosa, "que dijesen las palabras exactas en el orden exacto". Con la prosa descubrió que podría compensar, en cierta medida, la pérdida del tono o del sentimiento.

De este modo podía conservar e incluso potenciar el uso del lenguaje "expresivo" (en el que el sentido lo aportaban únicamente la elección y la relación exacta de las palabras) a pesar de que fuese perdiendo la capacidad para entender lenguaje "evocativo" (en el que el significado sólo viene dado por la clase y el sentido del tono).

Emily D. oyó también, impasible, el discurso del presidente, afrontándolo con una extraña mezcla de percepciones potenciadas y disminuidas... precisamente la contraria de la de nuestros afásicos. El discurso no la conmovió (ya no la conmovía ninguno) y se le pasó por alto todo lo que pudiese haber en él de evocativo, genuino o falso. Privada de reacción emotiva, ¿la conmovió, pues (como a todos nosotros) o la engaño el discurso?

-No es convincente --dijo-. No habla buena prosa. Utiliza las palabras de forma incorrecta. O tiene una lesión cerebral o nos oculta algo.

Así que el discurso del presidente no tuvo eficacia en el caso de Emily D. debido a su sentido potenciado del uso formal del lenguaje, de su coherencia como prosa, igual que no la tuvo con nuestros afásicos, sordos a las palabras, pero con una mayor sensibilidad para el tono.

Ésa era, pues, la paradoja del discurso del presidente. A nosotros, individuos supuestamente normales, con la ayuda indudable de nuestro deseo de ser engañados, se nos engañaba genuina y plenamente ("Populus vult decipi, ergo decipiatur"). Y el uso engañoso de las palabras se combinaba tan taimadamente con el tono engañoso que sólo los que tenían una lesión cerebral permanecían inmunes, desengañados.



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