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La insignia
4 de diciembre del 2006


Robert Altman (1925-2006)

Que le quiten lo bailado


Rosalba Oxandabarat
La Insignia. Uruguay, diciembre del 2006.


Es difícil escribir sobre Robert Altman evadiendo la primera persona. Realizador discutido, apreciado por muchos sólo entre paréntesis, capaz incluso de lograr que quien quedó deslumbrado con alguna de sus películas pueda llegar a aborrecerlo en la siguiente. Para unos cuantos, alguien que aún en la menos apreciada de sus películas se las arreglaba para traer algo que podía no ser lo principal sino lo que quedaba al costado, un secundario, un fuera de campo, una escena menor que se desarrollaba al costado de la escena central. Altman filmaba simultáneamente con dos cámaras -lo dijo en más de una entrevista- para no perderse ningún posible ángulo o detalle de lo que estuviera pasando en su set, y daba a los actores con los que trabajó -una lista impresionante de lo más granado del cine- una gran libertad que obtenía lo mejor de cada uno. Así consiguió acumular a lo largo de su accidentada carrera un sinnúmero de adjetivos sobre su cabeza: estimulante, hipnótico, provocador, divertido, agudo, fastidioso, aburrido, cuestionador, etcétera. Pero entre ellos no pudo nunca entrar el más temible, para un artista: rutinario.

Se había preparado en los años cincuenta sin desdeñar oficios en el cine y la televisión. Hizo guiones para otros, una biografía de James Dean, dirigió episodios de series como Bonanza y Alfred Hitchcock presenta, un primer filme llamado Los jóvenes delincuentes y otro de astronautas que la Warner no llegó a distribuir y en 1969 dirigió Ese día tan frío en el parque. Toda esa arqueología, sin descontar su participación como piloto en la segunda guerra, sus estudios de matemáticas y su tránsito por el cine publicitario, cuenta apenas como dato para tratar de entender esa figura insular por su independencia, su persistencia y esa omnívora curiosidad que lo paseó por su historia y sus mitos, y por historia y mitos ajenos, y por los estímulos más inmediatos y más lejanos.

Altman murió a los 81 años, agotado su corazón que debió ser muy grande -pese a que lo sentimental no pareciera su matiz más notorio-, para ser capaz de pasar del gran universo coral de múltiples personajes a la vida más pequeñita, al relato de vuelo poético, al ambiente mas pueblerino o a la pasión más encerrada. Lo hizo sin anestesia cuando los "más" de Hollywood estaban enloquecidos por el éxito de Mash (1970) y Altman los enfrió con una película tan chiquita y poética como El volar es para los pájaros. Sus piruetas de trayectoria esperable son tan fáciles de constatar, ahora, como difíciles de prever, mientras sucedían. Tanto como los cambios de lo que estaba en el foco de su atención: el western, pero para socavar su mitología (Del mismo barro, 1971), la locura y delirio de una mente femenina factibles de ser expresados con un lenguaje tan sugerente como hermético (Imágenes (1972), un ícono de la novela negra como Raymond Chandler (Un largo adiós, 1973), la depresión de los años treinta (Los delincuentes, 1973) o el mundo del juego (Racha de suerte, 1974).

Los entretelones masivos y mínimos, colectivos y personales, de la cultura y la iconografía estadounidense de su tiempo están grabados en la ruta de Altman, eventualmente conmoviendo y concitando aplausos, y las más de las veces fracasando, porque la sintonía con el público y con la crítica se le dio más bien poco. Se le dio con Nashville (1975), en el que extendía y enriquecía ese cine de muchos personajes que prefiguraba Mash y potenciaría hasta el virtuosismo Ciudad de Ángeles. Pero en vez de prolongar el placer del triunfo, un año después se puso a deschavar -y más bien aburridamente-una leyenda cara a su pueblo con Buffalo Bill y los indios, y luego volvió a la subjetividad femenina con Tres mujeres (1976) y se divirtió a costa de la clase media con Un día de boda (1978), y emprendió un camino entonces muy poco transitado, el paso de la historieta al cine con Popeye (1980). ¿Por qué le fue tan mal con esa película a la vez tan áspera y tan estilizada, de las pocas en su género donde ese traslado no se resuelve en concesiones a lo pueril y sentimentalón? Pero le fue, así que se dedicó al teatro y la televisión, hasta que le interesó Sam Shepard y confeccionó Extraña pasión (1985), historia de amor y soledad que no hubiera desdeñado Onetti y que redime a Kim Bassinger de tantos roles de sensualidad plástica, y luego se fue a indagar la otra cara de la vida de un ícono cultural europeo, con Vincent & Theo. En seguida Altman tuvo su pequeña revancha de prestigio puntual, mostrando el mezquino revés de la trama hollywoodense con Las reglas del juego (1992). Con Ciudad de Angeles (1993), envolvente versión muy altmaniana -allí donde el escritor puso su desencantada compasión, el cineasta vertió su encantado vitriolo- de varios cuentos de Raymond Carver, llegó a la culminación de sus potentes frisos cinematográficos.

Qué tipo. Algunos no sólo le señalan fracasos, sino incluso papelones; el crítico de Página 12, por ejemplo, marca como tal Prêt-a-porter, de 1994. Si ese burlón y esperpéntico paseo por el mundo de la moda, que incluía un homenaje a Sophia Loren y Marcello Mastroiani, hubiera sido firmada, que no filmada, por algún otro, el fracaso no sería tal. Pero de Altman siempre se espera(ba) más; más a lo Mash, más a lo Nashville, más a lo Ciudad de Ángeles, como si esa carrera del gran aliento y del movimiento hacia lo mínimo, sus saltos y cambios de pisada no fueran, simplemente, los tramos de un trayecto de libertad casi único en el cine. Para ejemplos cercanos, y que a menudo aterrizan en el cable: en dos años Altman hizo cosas tan disímiles como La fortuna de Cookie (1999) y El doctor T y las mujeres (2001. La primera, un cuadro provinciano sureño de puro absurdo cotidiano, con sentimientos prístinos -amor y poder, dominación y libertad, represión y deseo- matizados por el humor, y que apenas empañaba el sobregirado divismo de Glenn Close. La segunda, una comedia sofisticada con variantes sentimentales, de lo más fastidioso de una carrera donde lo fastidioso solía aparecer puntualmente, como para no malacostumbrar a su sufrido público. Y en seguida se fue a Londres y en Gosford Park dio vuelta el espíritu Agatha Christie recuperando su mejor sarcasmo a propósito de esos ingleses de los años treinta, de "arriba" y de "abajo", entremezclándose y entreverando sus cuerpos y sus vidas, como le gustaba a Altman. No es lo último que hizo. Este año puso en el Old Vic de Londres una versión dicen que polémica de Resurrection Blues, de Arthur Miller, y presentó en el Festival de Berlín A Prairie Home Companion, que vaya a saber con qué título nos llega.

Será la última. Y aunque su influencia es tan remarcable en gente como Alan Rudolph, Paul Thomas Anderson o Paul Higgis, faltará esa libertad. El mismo Altman dijo no conocer "a ningún otro director que haya podido hacer tantos proyectos cercanos a su corazón" como él. Reconoce, en esa misma intervención, que muchas veces no logró repercusión y que le costó obtener presupuestos altos porque nunca le permitió a los estudios tomar las decisiones sobre la edición final. Y bien podría ser un buen epitafio para Robert Altman esta afirmación de Robert Altman: "Pero a nivel de libertad creativa, nadie en Hollywood ha podido darse los lujos que me di yo."

A confesión de parte, relevo de pruebas.



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