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La insignia
4 de diciembre del 2006


El lugar del gaviero (II)


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, diciembre del 2006.


¿Por qué escribir entonces? Además del dinero que pueda recibir de su trabajo, que no creo que sea tanto que recompense el esfuerzo, no debemos olvidar la posibilidad de adoctrinamiento propia de todo sermón y de toda lógica de guerra, que se pone siempre bajo la advocación de alguna divinidad, no lo olvidemos. La guerra puede que sea la continuación de la política por otros medios, pero, y esto siempre se calla, destruyendo todo aquello propio de la política, que no es sino la resolución de los conflictos evitando la muerte y la violencia. Aceptar la lógica de la guerra supone renegar de la lógica de la razón y de la resolución pacífica de los conflictos, empeño en el que Europa lleva desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Ser optimista antropológico es una idiotez, ser un pesimista incurable también, entre otras cosas porque el único horizonte de futuro es la muerte y la parálisis o la destrucción de todo. El escéptico no se hace ilusiones exageradas pero sabe que con esfuerzo y tiempo es posible cambiar, y no siempre hacia peor. Puede que cuando demos dos pasos hacia adelante luego demos otro hacia atrás. El avance es pequeño pero algo es. Entre la actitud del aristócrata y la del revolucionario encontramos la del hombre razonable que mide sus fuerzas y trabaja allá donde se necesita y hay posibilidades de cambio. Los dos primeros están siempre dispuestos a echar mano del ejército, el tercero sabe que ningún ejército puede cambiar las costumbres, y prefiere la pedagogía de las razones.

Después de todo lo dicho, no quisiera que nadie pensase que el libro es una colección de ensayos carentes de valor. Los ensayos expositivos, aquellos en los que Albiac ofrece datos y argumenta sus razones, son los más interesantes. Por ejemplo, todos los que se agrupan bajo el tema de la judeofobia, tema querido por el ensayista desde siempre y al que ha dedicado análisis lúcidos, quizás los más lucidos de toda su carrera. También los dedicados a los fascismos, que deberíamos tener en cuenta para una valoración más exacta del período de entreguerras y las fuerzas que en él se movieron, las apuestas que se hicieron y lo que todos perdimos entonces, unos en mayor medida que otros. Pero la ignorancia conviene, sobre todo al poder político pues le concede la potestad de alinear a la sociedad en grupos rivales con un grado casi absoluto de identificación entre los miembros del grupo propio y de rechazo absoluto de los demás, aunque a veces la realidad haya sido distinta y ciertos matices rompan con la realidad que nos han fabricado para consumo social.

Pero si en esos ensayos Albiac brilla como el ensayista que fue, en otros apunta lo que parece ser su provenir si decide hacer caso omiso del título del libro y mantiene su colaboración con la prensa diaria y su periódica aparición en las librerías. No están mal del todo los ensayos dedicados al exilio, aunque no logra tocar fondo, llegar al centro del asunto, instalarse en la problemática que supone la perdida de la identidad porque otros te obligan a negarla o porque los paisajes que frecuentaste te han sido vedados.

Otros hay peores, vulgares en su peor sentido. Los dedicados a la revolución, y al terror, pero en especial el de la guerra y el de la escritura se distinguen por no ser ensayos sino sermones. Sabernos mortales y con instintos predadores no es mucho. Es una constatación fácil de hacer. Saber que eso es algo imposible de erradicar, también es fácil. Quizás el único paso que merezca la pena es el de cómo lograr destruir la lógica predadora que nos es natural y cómo construir una sociedad donde la convivencia sea posible. No existe sociedad que merezca tal nombre si no postula unas normas de convivencia en que libertad, justicia, solidaridad y otras tantas virtudes cívicas estén presentes. Decir que el instinto asesino de las personas es tan fuerte que nunca podrá ser reemplazado por las mencionadas virtudes no es sino hacer un ejercicio, meritorio y vulgar, de conservadurismo, desmentido por la experiencia. Nunca podrá ser total el imperio de la virtud, e incluso podemos aceptar que virtud es la fuerza del poderoso. Pero podemos también trabajar para que aunque no reinen en su totalidad sí que sean un contrapeso tan fuerte que la violencia quede reducida a su mínima expresión. No sé si mientras escribía los ensayos se percató de que justamente los elementos más conservadores de la sociedad son hoy en día los que emplean esa lógica de la guerra, los terroristas que se inmolan por su dios particular, los que llaman a la guerra, los que niegan los avances que trajo la Revolución Francesa. Negar todo aquello que la civilización nos ha dado no es un ejercicio de libertad ni de inteligencia ni de civismo; más bien, es otro de radicalismo reaccionario, pues si las revoluciones trajeron desmanes también aportaron un aumento de dignidad cuantificable en la vida ordinaria. Sin duda los filósofos que inspiraron la Revolución Francesa, y con ella las posteriores, también fueron el alimento intelectual del Idealismo alemán, que a su vez en una de sus vertientes, pero solo en una, desembocó en el nazismo. No hemos de fijarnos solo en esto. Es importante ver también las otras líneas que han atravesado, de manera subterránea e inapreciable las más de las veces, la historia y juzgar hasta qué punto han sido beneficiosas o perjudiciales.

Sin el menor género de duda, y es algo triste para alguien que se quiere escritor, el peor grupo de ensayos sea el que abre el libro y que trata de la escritura. Ya sea porque carece de ideas propias acerca de la escritura y se dedica a fusilar pensamientos ingeniosos de escritores y filósofos, ya sea porque es incapaz de entender que ha de existir una reciprocidad entre lo que se dice y lo que se hace, sin contar con que el ensayo sobre la escritura es algo bastante complejo y elusivo en sí mismo que no admite la fácil argumentación, Albiac cae en la burda prédica de frases huecas y ampulosas.

Si lo que pretende es escribir contra el sentido, ese capítulo, junto con casi la totalidad del libro, es una pura negación. No escribe contra el sentido alguien que sermonea, pues su sentido es el absoluto, no el humano que ha de animarnos sino el otro, aquel que nos acogerá en su regazo cuando el tiempo termine. Por mucho que cite a Maurice Blanchot, la escritura de Albiac es la negación de los presupuestos blanchotianos. Lo que en el francés es rigor en el español no pasa de mera exaltación, revestida eso sí de ampulosidad y trascendencia (que se revela falsa al final cuando el lector se da cuenta de que tras la cortina no hay nada, solo la oquedad de la cáscara sin fruto).

Propone una escritura antisentimental e inexplicablemente, o quizás no tanto, su escritura se revela altamente sentimental. La ruptura del sentido parece estar marcada por la ruptura de las convenciones gramaticales, permitiéndose la licencia de escribir frases que son a lo sumo sintagmas - y eso en el mejor de los casos -. Escribir esas frases conduce a que el lector se fije en ellas no por lo que se dice sino por el cómo se dice, significa dirigirse no al intelecto mediante una serie argumental de razonamientos (algo que logra en otros ensayos), sino que se dirige a los sentimientos mediante procedimientos retóricos. Esta operación es, lo repito, lo más contrario que pueda darse en alguien que busque ante todo la fuerza del pensamiento, como Pascal, Voltaire y tantos otros supieron ya. El sentido se rompe mediante la argumentación, se mantiene y se refuerza con una sintaxis que carece de articulación y de lógica discursiva. A lo largo de la historia ha habido algunos escritores que lograron romper sintaxis y sentido: Rimbaud, Aragon, pero los suyos han sido esfuerzos que unían una muy particular sintaxis con una semántica ajena a las convenciones lógicas. No es este el caso y el esfuerzo de Albiac queda reducido a un reforzamiento de lo emotivo y un debilitamiento de lo argumentativo, características esenciales en toda perorata, y peligros que hay que evitar en cualquier ensayo.

El tiempo es el mal, este tiempo nuestro simultáneo en el que nada se pierde y nada queda sepultado por el clemente olvido polvoriento. El pasado nos tortura con su presencia permanente y su recuerdo de promesas no cumplidas o de ideales que traicionamos u olvidamos o lanzamos a las bardas del corral. No me cabe ninguna duda de que todo esto no es lo más indicado para una labor intelectual en la que primen los razonamientos frente a los sentimientos. No podemos dejarnos llevar por la piedra de molino que fue nuestro pasado y que nos impide avanzar, pero tampoco tengo la menor duda de que no podemos renegar del pasado y hacer tabla rasa en nuestra vida como si nada de eso hubiera existido.

Por último, me gustaría dejar constancia de una actitud muy extendida, demasiado, y que refleja el pulso intelectual del momento. Los dos libros son subjetivos, ensayísticos, incompletos, y sin embargo, los dos cogen títulos de obras que se quieren completas, abarcadoras, objetivas: diccionario y enciclopedia. Quizás habrían sido más conveniente otros, más modestos pero que reflejaran mejor lo que los libros son; más propios de quien se quiere vigilante en medio de la sociedad.



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