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La insignia
1 de diciembre del 2006


Tres textos breves


Lilian Elphick (*)
La Insignia. Chile, diciembre del 2006.


La cama de agua

Una cama de agua es un sortilegio, un tris de naufragio, una lectura inconclusa. Escribo desde ella y hay burbujas sonoras que van de un lado a otro buscando acomodo en el encierro de cuatro patas. Mi cama habla un lenguaje parecido al del amor o del émbolo; cuando Javier y yo la probamos la primera vez nos confundimos entre tanta ondulación y sonidos acuáticos, sumamente eróticos. El campo magnético que generamos hizo que el agua se tornara roja, una sangre bien amada que buscaba su río y su muerte. Nosotros nos comportamos como dos anguilas en celo, disparando flechazos eléctricos por doquier. Nos unimos y desunimos siempre flotando a ras del líquido, y a veces rodaba ex profeso una pierna o un brazo sólo para sentir la sensación de huida perfecta y de desprendimiento. Javier me amó en aquella cama que hoy se filtra por una esquina repleta de un musgo o liquen verdoso que amenaza con invadirlo todo. En cuanto a mí, he visto cómo se ha formado una membrana transparente de piel entre los dedos de mis manos y pies. Es bella, la miro con detención y siento una nostalgia infinita de emigrar en una bandada con forma de "V". Javier ya no está y quizás nunca estuvo conmigo en la cama líquida; quizás fue una invención que ella me provocó, esas alucinaciones tan reales que el agua, en su movible y fugaz condición, te permite experimentar. Nos reímos con Javier, a pesar de saber que nos hundiríamos en aquel útero gigante y que el amor no se puede vivir dos veces de modo extraño. Él tocó la punta de mi alma y algo se quebró adentro mío, eran otras aguas que se desbordaban por el conducto de los ojos y por la nariz, ya sea por la risa o el llanto de un adiós ahogado en su propio pañuelo desechable o retazo de sábana arrugada y tibia. Luego tocó otras partes menos metafóricas con una ternura tan extrema que el agua de la cama se convirtió en una melaza de cuchara parada y las abejas nos rodearon con sus zumbidos melancólicos de panal plástico. Llegaron otros insectos pero supimos eliminarlos con graznidos territoriales. No sé si llamar felicidad a ese estado de rareza; creímos que la fuerza del amor nos salvaría de las ciudades ruidosas y atestadas de gente pidiendo monedas, apostamos nuestro deseo y nos inclinamos al sueño, que es el sitio ideal de los surfistas campeadores. La mentira era agua y nos movíamos en ella sin dificultades respiratorias. Un día Javier quiso volver a la tundra, a un mundo helado que yo no conozco; se bajó de la cama, abrió la puerta y no cubrió su cuerpo para irse. Su mirada susurró que me seguiría amando y que yo tendría que bajar también, sola y desorientada, antes de sucumbir al oleaje, a esa bravura de agua que se estrellaba en las paredes, como si mi dormitorio fuera el malecón de la desventura. Pero no me fui, no tenía un lugar de esperanza ¿A qué me iba a arriesgar, como Javier, a vivir fuera del más transformador elemento?

***

Ven a mi lado

Hace frío. Santiago es un freezer de última generación. Escribo desde la cama, fumo, bebo té puro, muy caliente, hay migas en la cama del sandwich de ayer en la noche, hay un calcetín perdido atrás, muy atrás, la tele está en mute y muestra imágenes de terremotos, maremotos, una pelota que va derecho al arco, un estadio repleto de gente, gritos, aplausos, comercial de ropa estilo Rusia militar: chica linda, tanques, la estrella roja del comunismo convertida en signo de elegancia casual con oscuros botones militarizados. ¿Cuándo llegará la moda Auschwitz, Al Qaeda, Tratado de Libre Comercio? ¿Llegará algún día la moda de la pobreza? ¿Ropita usada, tirillenta, a pata pelá? ¿Se imaginan a la Valeria Mazza con los pies azulosos de frío y la nariz pegoteada de neoprén?

La cordillera al fin se saca la máscara y me ciega con su blancura de nieve radiante con biosolves que dejarán limpias estas sábanas mugrientas, sanitizadas, perfectamente suaves y aromatizadas, sin tu olor ni tus pelos, sin las uñas de los pies que te cortaste antes de irte, sin el perfume varonil anidado en tu pecho, sin ese extraño y cautivante aroma a sexo placentero, a ese cariño tan grande que sobreviene después de los orgasmos, y esos miedos que son como agujas cuando me dices que vas a comprar cigarrillos y yo te digo "no, para qué si la cama está tan rica, ven, quédate aquí a mi lado, hagamos cuchara mientras el mundo se destruye, ven, podríamos dormir o jugar que somos otros y recién nos conocemos". Pero no te digo nada, dejo que te vayas sabiendo que el amor no es tan grande y que quieres estar solo, pensar en mí pero lejos de mí, añorar mis caderas y mis gemidos, esas lágrimas felices que brotan cuando estás adentro mío y yo quiero quedar embarazada, darnos un hijo, una hija, que pueda ver el mundo como nosotros lo quisimos ver. Y tú ya caminas por las calles que poco a poco van quedando vacías, miras tus zapatos embarrados, y tienes frío, no sabes dónde ir, quizás meterse a un cine a ver cualquier película, hacer hora en un Café atendido por universitarias que serán sociólogas, leer el diario abandonado en una silla, o buscar una puta, ¿por qué no?, es cosa de hacer el gesto adecuado en el momento adecuado. Te metes las manos a los bolsillos y allí adentro aprietas los puños con una rabia desconocida, ¿por qué no?, te preguntas. ¿Por qué no irse de este país de mierda a otro país de mierda? Cambiar de aire, refrescar la cotidiana fomedad de todos los días. O morir. Tan cansado estás que quisieras morir. Y cuando piensas esto, lloras. No puedes evitar el llanto en la vía pública y no tienes pañuelos desechables, así que la manga del abrigo soluciona parcialmente el problema. Ven a mi lado, sientes mi voz en tus ojos; ven a mi lado que hace frío. Cuando escucho el clic de la llave me hago la dormida. Me besas, apagas la tele, te acercas a la ventana y, por un segundo, ves a un hombre que llora y no sabe dónde ir.

***

El mejor de los caminos

Gracias a Federico

El 31 en la tarde tomé el auto y como Jimmy Dean partí a mil por hora por caminos de tierra rumbo a ninguna parte. Sobreviví a los ronceos, a la calamina y al polvo. Se me cruzaron dos vacas y encandilé a un conejo que cruzó de una zarzamora a otra. Detuve el auto en un recodo del pedregal. Me bajé, respiré el aire de grillos, la bosta cercana me hizo recordar mi adolescencia cuando veraneaba en L. y me llevé a un amigo al río. No creí que fuera mozuelo, era igual que yo: de mejillas quemadas por el sol y de manos ansiosas. Nos ladraron los perros y les tiramos piedras, luego nos bañamos desnudos en una orilla tibia del río, donde se juntaban los guarisapos. Me regaló uno y yo lo guardé en una caja de fósforos. La luna llena del último día de diciembre iluminó nuestros cuerpos que se unían pecho a pecho, cadera a cadera. Él me besó como un inexperto: la lengua iba y venía por mi ojo, remojando la córnea y las pestañas con insistencia. Con el otro ojo vi a dos caracoles apareándose en el amor de sus babas. Cuando me tocó los muslos, ellos no se escaparon como peces sorprendidos, se quedaron quietos sintiendo la mano caliente del muchacho que subió y subió en círculos tímidos hasta el matorral juvenil, y ahí enhebró los dedos con eficacia de sastre aprendiz. Sin duda corrimos el mejor de los caminos. De vuelta a casa, el horizonte de perros dormía su sueño de belfos y pulgas. Entré a casa con el pelo húmedo y revuelto de flores secas de arrayán. Miré por la ventana y allí estaba el potro de nácar bajo la luna gorda. Y aquí estoy yo en un tiempo que no es tiempo, bajo el peso de las estrellas silenciosas. No hay fuegos artificiales ni petardos a medianoche, no hay nada. La luz del entendimiento me hacer ser muy comedida. Me meto al auto y duermo contando estrellas, por allí está la Cruz del Sur como un volantín del cielo, por allá las Tres Marías celebrando otro año estelar. Un brazo de la Vía Láctea me hace unos cariños desde arriba, la Nube de Magallanes navega bien encarenada, sin amarras. El cielo es mío como lo fue el muchacho. No quiero decir, por mina, las cosas que él me dijo. Y me enamoré hasta las patas. Te voy a regalar un costurero cuando junte unos pesitos, prometió. Tú bordarás con los mejores hilos lo que nos pasó, la luna y el río. No te pincharás porque usarás un dedal, y si te sale sangre de tijeras o agujas, bébela y piensa en mí. Eso me dijo. Aún espero ese regalo para poder cruzar la historia de amarillos, verde que te quiero verde. El sueño no fue fácil. Nada fue fácil: los párpados se movieron de un lado a otro, como canicas enjauladas en la piel. Y lo salvaje fue su punto de fuga. Lo prefiero a la delicada tibieza de lo doméstico, de ese disfrute casi irreal que tienen las construcciones humanas. Los caminos estaban tan lejos, sin embargo. Ahí podríamos haber corrido sin cansarnos nunca.


(*) Lilian Elphick (Santiago de Chile, 1959) es escritora y editora de Letras de Chile.



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