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La insignia
15 de agosto del 2006


Reflexiones peruanas

La tentación de la pena capital


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, agosto del 2006.


«¡Esa gente no tiene derecho a vivir!», señaló Alan García al anunciar que promoverá la reinstauración de la pena de muerte. Su frase evocó en mí un viaje por Pucallpa, Masisea y varios caseríos del Ucayali, a fines de los años ochenta, cuando pude ver muchas pintadas que anunciaban la eliminación de homosexuales, adúlteros y drogadictos. Si la pintura era negra, se trataba del MRTA. Si era pintura roja, los autores eran senderistas. Los dos grupos no sólo asesinaban a autoridades o policías, sino que llevaban a cabo sanguinarias prácticas de "limpieza social". Lo más chocante era que dichos crímenes se cometían para granjearse el respaldo de la población, pues muchas personas consideraban que quienes tenían un comportamiento "inmoral" merecían morir.

En muchas ocasiones, a lo largo de la historia, se ha justificado la eliminación de seres humanos percibidos como una amenaza para la sociedad. En el Perú actual, la amenaza a la supervivencia de la sociedad ya no son los terroristas, los chilenos o los ecuatorianos, sino los delincuentes. Es cierto que ha aumentado la criminalidad, que de ninguna manera llega a los extremos de Brasil, Centroamérica o Colombia, pero también lo es que los medios de comunicación se empeñan en exponer delitos horrendos de manera permanente... y, para mayor morbo, los recrean con actores. Como resultado, pasan a segundo plano las situaciones que causan muchas más víctimas (la pobreza, la desnutrición, las enfermedades perfectamente curables, los accidentes de carretera, por si alguien se había olvidado) que los delitos violentos.

La única explicación de la delincuencia parece ser la maldad de los propios delincuentes, y este reduccionismo es muy conveniente para los grupos de poder, mientras disfrutan las ventajas de la violencia estructural. Así, la población no repara que los delitos contra el patrimonio aumentan precisamente en las sociedades con mayor desigualdad. Y en el Perú llevamos más de una década de crecimiento desigual.

Se olvida también que una sociedad injusta y excluyente genera problemas psicológicos a muchos individuos, desde la dificultad para conducirse según valores que muy pocos parecen cumplir (¿acaso la viveza criolla no es una forma de delincuencia socialmente aceptada?) hasta el desarrollo de impulsos destructivos o autodestructivos. Se prefiere olvidar también que muchas personas violentas también sufrieron mucha violencia, como sucede en muchos casos de abuso sexual.

Es conveniente también que sólo ciertos delitos generen zozobra: algunos empresarios continúan obligando a los trabajadores a arriesgar su vida en condiciones infames y otros afectan con sus productos contaminantes a miles de niños, en La Oroya, el Callao o el río Corrientes, pero unos y otros, a pesar del daño que realizan, logran no ser percibidos como una amenaza para la sociedad.

No se busca, tampoco, dirigir la indignación popular a todos los asesinos o violadores: los soldados y policías que cometieron esos delitos contra campesinos ayacuchanos, a veces bajo las órdenes del presidente García, están bastante tranquilos. Es más, Alan Wagner, el flamante ministro de Defensa, ha declarado que son "injustamente perseguidos". De hecho, si se aprueba la pena de muerte y el Perú se separa del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, el gobierno podrá dictar todas las leyes de amnistía que convienen a la causa de la impunidad.

Una muestra de los extremos a los que puede llegar la alarma social debido a la delincuencia fue la reacción que produjeron los casos de Wilson Paredes Quispe, muerto a dentelladas por un animal feroz, y de Carlos Beingolea Pantoja, asesinado por la espalda por el joyero Héctor Banchero. Al menos entre la clase media limeña, muchas personas se solidarizaron con el perro y el joyero, con el argumento que Paredes y Beingolea eran delincuentes. Banchero mató a otra persona hace pocos años, argumentando siempre legítima defensa.

Probablemente, García ha pensado que presentándose como el hombre que librará a la sociedad de los delincuentes, obtendrá mejor votación en las elecciones de noviembre, además de lograr la impunidad para los procesos en los cuales él mismo estaría involucrado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, como el asesinato de Saúl Cantoral, atribuido al Comando Rodrigo Franco.

Sin embargo, lo más preocupante no son las maquiavélicas intenciones presidenciales, al parecer más difíciles de cumplir, sino que muchos ciudadanos que se consideran buenos y poco maquiavélicos consideran que algunos de sus semejantes no tienen derecho a vivir. Quienes, basados en convicciones personales, políticas o religiosas, pensamos distinto, tenemos un amplio trabajo por delante.



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