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La insignia
18 de abril del 2006


Inconvenientes del aire libre y el abuso de la luz solar


Santiago Ramón y Cajal
De El mundo visto a los ochenta años. Impresiones de un arteriosclerótico.
Madrid (España), 25 de mayo de 1934.


Y aquí deseo salir al paso de una costumbre actual aconsejada por los médicos y pedagogos, de que son víctimas muchas candorosas jovencitas. Aludo a la exposición al sol directo, al frío y al aire libre (el desnudismo o nudismo ha hecho todavía pocos adeptos entre nosotros.) Estás dóciles adolescentes, víctimas de la moda, debieran recordar el viejo refrán, repetido por Quevedo de que «cenas, penas y soles son las tres cosas a cuyo cargo está despachar de esta vida para la otra».

Nuestros higienistas, inspirados sin duda en sabias autoridades extranjeras, parecen haber olvidado algunas verdades triviales: Que casi todos los españoles vivimos entre el paralelo 38 y 42, y que la mayor parte del suelo patrio se alza en meseta elevada, casi anhidra, donde alterna un sol africano con un frío glacial; muy al revés de lo ocurrido en el Norte de Europa, donde el astro rey es pálido (cuando aparece, cosa rara), las tierras son bajas, verdes y mojadas, y la atmósfera, aun en los escasos días claros, muéstrase velada por neblina suspendida a ras de tierra, moderadora de la acción nefasta de los rayos de onda breve y eliminadora de los terribles rayos ultravioleta.

La crudeza y acción deletérea de nuestro sol implacable, rico en tales ondulaciones invisibles, se acusa con indelebles efectos en nuestros míseros aldeanos, menos robustos y altos que los habitantes de los nebulosos países hiperbóreos. Vedlos enjutos y cenceños, encorvados sobre la tierra estéril, reflectora de una ola de fuego; notad sus prematuras arrugas frontales y labiales, sus manos sarmentosas y brazos musculosos, pero amojamados por ausencia de panículo adiposo. A los treinta años parecen viejos de cincuenta.

¿Y quién no se ha impresionado ante la tragedia estética de las infelices aldeanas? Apenas se encontrará alguna, entre las innumerables mozas que comparten con padres o maridos las faenas agrícolas, cuya faz esté libre de las inequívocas señales de vejez prematura. Sólo las hijas de los campesinos pudientes o las muchachas entregadas por necesidad a las faenas domésticas y al cuidado de los rapaces quedan indemnes de los efectos corrosivos de los implacables rayos solares y de los estragos del aire libre. Semejante bronceamiento de la tez y de sus arrugas precoces se acentúa en las pastoras de nuestras cordilleras, en donde bajo implacable cielo añil soportan los dardos de un sol inclemente (1).

En cambio, en la dulce Francia, sobre todo en el Norte, o en la alegre Inglaterra, las aldeanas, exentas de dichas causas perturbadoras, conservan durante mucho tiempo cutis liso, traslúcido y sonrosado. A los cincuenta años parecen jóvenes rozagantes de veinticinco. Y eso aun en las consagradas al rudo pastoreo, o a la siega de praderíos y trigales. Semejantes beneficios del cielo húmedo y nebuloso descuellan singularmente en los niños; todos parecen querubines de Reynolds.

Las precedentes verdades, ostensibles y vulgares, no han impresionado por lo visto la sensibilidad de nuestros higienistas. Ni han repercutido tampoco en la práctica, un tanto rutinaria de muchos arquitectos, empeñados en copiar los amplios edificios oficiales, con enormes ventanas, de Holanda, Inglaterra y Alemania (2). Y es lo curioso que los musulmanes y antiguos españoles conocían de sobra los efectos letales del calor y de la luz. Patentízalo elocuentemente las calles angostas de Sevilla, Córdoba, Valencia y Murcia y las blasonadas moradas de amplio patio provistas de escasas ventanas y celosías abiertas hacia el arroyo. Parecían adivinar nuestros mayores el peligro de las anchas vías, francas al polvo y a los gérmenes epidémicos, entonces desconocidos, pero acaso presentidos.


Notas

1. Observación frecuente hecha por mí en las pastoras y pastores de los picos de Europa y del Pirineo aragonés.
Creí ser casi el único en España en deplorar las curas de sol y la entrega abusiva de las mujeres a los ejercicios de aire libre, cuando advierto que existen sabios, tales como el doctor Loeb, de Chicago, que pone en guardia a la gente, y sobre todo a las señoritas, contra los efectos perniciosos del sol directo, haciendo observar que los rayos solares aumentan el metabolismo cutáneo, embastecen y fruncen la piel, etc. Por mi cuenta añado que los baños de sol o de luz ultravioleta no han curado de modo inequívoco a ningún tuberculoso.
Harto estoy de topar en los sanatorios de la Sierra docenas de infelices tísicos tostándose concienzudamente bajo el luminar del día; sin embargo de lo cual, dan un contingente de fracasos igual, poco más o menos, al de los dolientes tratados en casas de campo pasaderamente higiénicas. No; el fenómeno de la curación de los tísicos y de los enfermos de la piel obedece a condiciones harto complejas, no siempre previsibles.
Y no es que yo anatematice las curas de aire libre para ciertas enfermedades crónicas; antes las juzgo beneficiosas (unidas al ejercicio moderado y a la sobrealimentación) a guisa de estimulantes del apetito y animadores de los mecanismos defensivos del organismo. Pero de esto a tostarse en las cámaras de sol de un sanatorio arruinándose de paso, medio un abismo.
En cuanto a las curaciones milagrosas descritas por los directores de sanatorios, cuando no son espontáneas, se deben a múltiples condiciones: al aire puro, al reposo físico y mental, a las sobrealimentación, circunstancias concurrentes también en toda quinta o casa de campo, bien acondicionada, etc.

2. Hablo por experiencia. Nuestros edificios públicos son, a causa de las enormes vidrieras, casi inhabitables en primavera y verano; en cambio en invierno exigen una calefacción pródiga y onerosísima.



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