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La insignia
23 de octubre del 2005


¿Qué es el genio?*


Harold Bloom
La Insignia*. Guatemala, octubre del 2005.


Al recurrir a un paradigma o a una cuadrícula cabalística para organizar este libro, me apoyo en la convicción de Gershom Scholem de que la cábala es el genio de la religión en la tradición judía. Mis cien personajes, desde Shakespeare hasta el recientemente fallecido Ralph Ellison, tal vez representan cien actitudes diferentes hacia la espiritualidad, que cubren toda la extensión desde San Pablo y San Agustín hasta el secularismo de Proust y Calvino. Pero la cábala, en mi opinión, suministra una anatomía del genio, tanto el de las mujeres como el de los hombres; también de su inmersión en el Ein Sof, la ilimitación de Dios. Aquí quiero usar la cábala como punto de partida de mi visión personal del prestigio y la naturaleza del genio.

Scholem aseguró que la obra de Kafka constituía una cábala secular, y a partir de allí concluyó que los escritos de Kafka poseen "algo de la luz poderosa de lo canónico, de la perfección que destruye". Moshe Idal se opone argumentando que lo canónico, tanto en las Escrituras como en la cábala, es "la perfección que absorbe". Confrontar la plenitud de la Biblia, el Talmud y la cábala es trabajar "absorbiendo perfecciones".

Lo que Idel llama "la cualidad absorbente de la Torá" es similar a la cualidad absorbente del genio auténtico, que siempre tiene la capacidad de absorbernos a nosotros. Absorber quiere decir recibir algo como a través de los poros, atraer toda nuestra atención y nuestro interés, consumir enteramente.

Me doy cuenta de que estoy transfiriendo al genio lo que Scholem e Idel atribuyen a Dios según la cábala, pero no hago más que extender la antigua tradición romana que estableció por primera vez las ideas de genio y de autoridad. En Plutarco, el genio de Marco Antonio es el dios Baco, o Dionisio. En su Antonio y Cleopatra, Shakespeare hace que el dios Hércules, el genio de Antonio, lo abandone. Según Suetonio, el emperador Augusto, quien derrotó a Antonio, proclamó al dios Apolo como su genio. Fue así como el culto del genio del emperador se convirtió en un ritual romano y desplazó los dos significados anteriores, el de fuerza procreadora de la familia y el de álter ego de cada individuo.

La autoridad, otro concepto romano crucial, quizás sea más relevante en el estudio del genio que lo que puede aspirar a ser el concepto de genio, con sus significados contradictorios. La autoridad, que ha desaparecido de la cultura occidental, fue convincentemente rastreada por Hannah Arendt hasta sus orígenes romanos -no griegos ni hebreos-. En la Roma antigua, el concepto de autoridad era fundamental. La palabra auctoritas se deriva del verbo augere, "aumentar", y la autoridad siempre dependió del incremento de los cimientos, que permitiera traer el pasado vivo hacia el presente.

Homero se enfrentó en una contienda velada con la poesía del pasado, y sospecho que el Redactor de la Biblia hebrea, al construir en Babilonia la estructura que va del Génesis hasta Reyes, luchó por truncar al primer autor que tejió en el texto para eludir la extrañeza y el poder misterioso del Yavista o escritor J. El Yavista no podía ser excluido porque sus historias tenían autoridad, pero el desconcertante Yavé, humano demasiado humano, podía ser acallado por otras voces divinas.

¿Cuál es la relación entre el genio reciente y la autoridad establecida? En este momento, a comienzos del siglo XXI, yo diría que ninguna, ninguna en absoluto. Nuestras confusiones en torno a los criterios canónicos para el genio se han convertido en confusiones institucionalizadas, de modo que todos nuestros juicios acerca de la diferencia entre el talento y el genio están a merced de los medios y obedecen a las políticas culturales y a sus caprichos.

Dado que mi libro, al presentar un mosaico de cien genios auténticos, pretende proporcionar criterios para el juicio, me arriesgaré con una definición absolutamente personal del genio, una que quisiera ser útil en los primeros años de este siglo. Me parece problemática la presencia del carisma al lado del genio. De los cien personajes que aparecen en este libro, yo conocí a tres -Iris Murdoch, Octavio Paz y Ralph Ellison- que murieron hace relativamente poco. Más atrás, recuerdo encuentros breves con Robert Frost y Wallace Stevens. Todos ellos impresionantes de una u otra forma, pero carentes del brillo y de la autoridad de Gershom Scholem, cuyo genio era palpable a pesar de su ironía y de su fino sentido del humor.

William Hazlitt escribió un ensayo sobre las personas que uno hubiera querido conocer. Miro la lista cabalística en el contenido y me pregunto a quién escogería. El crítico Saint Beuve nos aconsejó que nos preguntáramos a nosotros mismos: ¿qué habría pensado de mí este autor que estoy leyendo? Mi héroe particular entre estos cien es el doctor Samuel Johnson, el dios de la crítica literaria, pero no tengo el valor de enfrentar su juicio.

El genio hace valer su autoridad sobre mi cuando reconozco poderes mayores que los míos. Emerson, el sabio a quien intento seguir, reprobaría mi rendición pragmática, pero el genio de Emerson era de tal magnitud que él podía predicar la confianza en uno mismo. Yo mismo he enseñado durante 46 años y querría empujar a mis estudiantes hacia la emersoniana confianza en sí mismos, pero no puedo hacerlo y en general no lo hago. Aspiro a nutrir el genio en ellos, pero sólo puedo comunicar el genio de la apreciación. Ese es el propósito principal de este libro: despertar el genio de la apreciación en mis lectores, si puedo.

Escribo estas páginas una semana después del triunfo terrorista del 11 de septiembre al destruir las Torres Gemelas y las personas atrapadas en su interior. En la última semana he dado clases programadas sobre Wallace Stevens y Elizabeth Bishop, sobre las primeras comedias de Shakespeare y sobre la Odisea. No puedo saber si logré ayudar a mis estudiantes, pero yo logré apartar momentáneamente mi propio trauma gracias a la renovada apreciación del genio.

¿Qué es lo que yo y muchos otros apreciamos en el genio? Hay una anotación en los Diarios de Emerson (octubre 27 de 1831) que siempre revolotea en mi memoria:

"¡No se encuentra todo en nuestro interior, extrañamente! Miren esta congregación de hombres; quizás se formulen las palabras -aunque ahora no haya nadie aquí que las enuncie-, pero podrían decirse las palabras que los hicieran tambalear y trastabillar como un borracho. ¿Quién lo duda? ¿Alguna vez fueron instruidos por un hombre sabio y elocuente? Recuerden el momento: ¿Acaso las palabras que hicieron que se le helara la sangre, que hicieron que la sangre se le subiera a las mejillas , que lo hicieron temblar o lo deleitaron, acaso esas palabras no sonaron tan viejas como usted mismo? ¿No era más bien una verdad sabida desde antes? ¿O es que espera que el púlpito o el hombre lo conmuevan con algo más que la simple verdad? Nunca. Es el Dios en nuestro interior el que responde al Dios del exterior, o el que asevera sus propias palabras trémulas en los labios de otro."

Arde en mi interior: "¿Acaso no sonaron tan viejas como usted mismo?". El antiguo crítico Longino llamó al genio literario lo Sublime, y se dio cuenta de que funcionaba como una transferencia de poder del autor hacia el lector:

"Al ser tocada por lo verdaderamente sublime, el alma se exalta naturalmente, se eleva hasta la orgullosa altura, se llena de júbilo y jactancia, como si ella misma hubiese creado esta cosa que ha oído."

El genio literario es difícil de definir y depende de una lectura profunda para su verificación. El lector aprende a identificar lo que él o ella sienten como una grandeza que se puede agregar al yo sin violar su integridad. Quizás la "grandeza" no esté de moda, como no está de moda lo trascendental, pero es muy difícil seguir viviendo sin la esperanza de toparse con lo extraordinario.

El descubrimiento de lo extraordinario en otra persona puede ser engañoso o delusorio: lo llamamos "enamorarnos" y el verbo debe ser considerado también una advertencia. Pero el hallazgo de lo extraordinario en un libro -ya sea en la Biblia, en Platón o en Shakespeare, en Dante o en Proust- siempre será beneficioso casi sin costo alguno. El genio en su expresión escrita es el mejor camino para alcanzar la sabiduría, y yo creo que en ello radica la verdadera utilidad de la literatura para la vida.

Cuando se le preguntó a James Joyce qué libro llevaría a una isla desierta contestó lo siguiente: "Quisiera responder que Dante, tendría que llevar al Inglés, porque es más suculento". El sesgo antiinglés del Joyse irlandés no se ha dejado de lado, pero su elección de Shakespeare es justa, razón por la cual él encabeza a los cien personajes de este libro. Aunque hay unos cuantos genios literarios que se acercan a Shakespeare -el Yavista, Homero, Platón, Dante, Chaucer, Cervantes, Moliére, Goethe, Tolstoi, Dickens, Proust, Joyce-, ni siquiera esta docena de maestros logran estar a la altura de la milagrosa representación de la realidad que logra Shakespeare. Gracias a Shakespeare vemos lo que de otra manera no podríamos ver, porque él nos ha hecho diferentes. Dante, el rival más cercano, nos convence de la terrible realidad de su Infierno y de su Purgatorio y casi nos induce a aceptar su Paraíso. Pero no siquiera el más completo de los personajes de la Divina Comedia, Dante el poeta-peregrino, logra cruzar de las páginas de comedia al mundo que habitamos, como lo hacen Falstaff, Hamlet, Yago, Macbeth, Lear y Cleopatra.

La invasión de nuestra realidad por parte de los personajes principales de Shakespeare es prueba de la vitalidad de los personajes literarios cuando son el producto del genio. Todos hemos experimentado la sensación de vacío que nos deja la lectura de literatura popular, en la que encontramos nombres sobre una página pero no personas. Con el tiempo, sin importar cuántas alabanzas haya recibido, este tipo de literatura se vuelve anticuada y finalmente se convierte en basura. Es bueno saber que uno de los significados vigentes de la palabra inglesa character ("personaje") es el de señal o marca que se imprime, como una letra del alfabeto ("carácter"), pues refleja el posible origen de la palabra: el griego kharaktér, un estilo afilado o la marca de las incisiones del estilo. Character también quiere decir ethos, una actitud habitual ante la vida.

Hasta hace poco estaba de moda hablar de "la muerte del autor", pero también esto se ha vuelto basura. El genio muerto está más vivo que nosotros, así como Flastaff y Hamlet son mucho más vitales que muchas personas que conozco. La vitalidad es la medida del genio literario. Leemos en busca de más vida y sólo el genio nos la puede proveer.

¿Qué hace que el genio sea posible? Siempre hay un espíritu de la época y nos engañamos al permitirnos creer que lo más importante de una figura memorable es su relación con un periodo en particular. Esta falsa creencia, académica y popular, supone que todo el mundo está determinado por factores sociales. La imaginación individual se somete a la antropología social o a la psicología de masa y es minimizada gracias a las explicaciones.

Este libro se basa en mi convicción de que la apreciación es una mejor manera de comprender los logros que las explicaciones analíticas que pretenden dar cuenta de los individuos excepcionales. La apreciación puede enjuiciar, pero siempre con agradecimiento, y usualmente con reverencia y admiración.

Cuando digo apreciación no me refiero solamente a una "valoración correcta". La necesidad también interviene, en el sentido específico de recurrir al genio de otros para suplir una carencia en uno mismo, o de buscar en el genio un estímulo para los propios poderes, como quiera que estos resulten ser.

La apreciación puede modular hacia el amor, incluso en la medida en que la propia conciencia de un genio muerto aumente la conciencia misma. El anhelo más profundo de nuestro yo solitario es la supervivencia, ya sea en el aquí y el ahora o en el más allá. Crecer gracias al genio de otros supone ampliar las posibilidades de supervivencia, al menos en el presente y en el futuro inmediato.

No sabemos por qué ni cómo es posible el genio, sólo que ha existido -para nuestro formidable enriquecimiento- y que quizás (cada vez menos) sigue apareciendo. Aunque en nuestras instituciones académicas pululan los impostores que proclaman que el genio es un mito capitalista, me contentó con citar a León Trotski, quien urgió a los escritores comunistas a que leyeran y estudiaran a Dante. Si el genio es un misterio de la conciencia capaz, lo que resulta menos misterioso al respecto es su conexión íntima con la personalidad, más que con el carácter. La personalidad de Dante es repelente, la de Shakespeare, elusiva, en tanto que la de Jesús (como la del Hamlet ficticio) parece revelarse en forma diferente a cada lector u oyente.

¿Qué es la personalidad? Hoy, ¡ay!, la usamos como un sinónimo muy popular de celebridad, pero yo quisiera alegar que no podemos ceder la palabra al reino de la chismografía. Cuando sabemos lo suficiente sobre la biografía de un genio en particular, entonces entendemos lo que se quiere decir con la personalidad de Goethe, o de Byron, o de Freud, o de Oscar Wilde. Por el contrario, cuando nos falta familiaridad con la biografía, hablamos unánimemente de nuestra incertidumbre en torno a la personalidad de Shakespeare, cosa que es una gran paradoja porque es posible que sus obras hayan inventado la personalidad -o al menos nuestra comprensión inmediata de la misma-. Si tuviera que hacerlo, podría escribir un libro sobre la personalidad de Hamlet, Falstaff o Cleopatra, pero no emprendería un libro sobre la personalidad de Shakespeare o de Jesús.

El hombre de letras Isaac D'Israeli, padre de Benjamin Disraeli, escribió un libro encantador, The literary Character of Men of Genius (La personalidad literaria de los hombres de genio), uno de los precursores de este libro junto con Vidas paralelas, de Plutarco, Hombres representativos, de Emerson, y Tratado de los héroes: de su culto y de lo heroico en la historia, de Carlyle. Isaac D'Israeli afirma que "es necesario que muchos hombres de genio surjan, antes de que un hombre de genio en particular pueda aparecer". Todos los genios tienen antecesores, aunque si llegamos lo suficientemente lejos en el pasado quizás no sepamos quiénes fueron. El doctor Johnson consideraba a Homero el primero y el más original de los poetas; hoy tendemos a pensar que la aparición de Homero fue relativamente tardía y que él mismo se benefició de las expresiones y las fórmulas de sus predecesores. En su ensayo "Quotation and Originality" (Citas y originalidad) Emerson advirtió con cierta sagacidad que "sólo los inventores saben tomar prestado".

Percibimos con lentitud la forma como las grandes invenciones del genio influyen en el genio mismo. Hablamos del hombre o de la mujer en la obra; quizás deberíamos hablar de la obra en la persona. Y sin embargo no sabemos bien cómo discutir la influencia de una obra en su autor, o de una mente sobre sí misma. Considero que esta es la empresa principal de este libro. En todos los casos que describo en este mosaico, he hecho énfasis en la contienda del genio consigo mismo.

Esta contienda con el yo puede aparecer disfrazada de otra cosa, incluso de inspiración proveniente de los antecesores idealizados: el Sócrates de Platón, el duque de Chou de Confucio, las primeras encarnaciones de Buda. Específicamente el inventor de la Biblia hebrea tal como la conocemos, el Redactor de la secuencia que va del Génesis a Reyes, confía en su propio genio para recrear la Alianza, aunque simultáneamente honre las virtudes (y los fracasos) de los padres. Y sin embargo, de acuerdo con Donald Harmon Akenson, el inventor-redactor, o escritor-editor logró una maravilla superior, absolutamente solo. Este exilado en Babilonia no pudo haber pensado que estaba creando las Escrituras; como primer historiador que fue, quizás creía que estaba promoviendo la causa perdida del reino de Judá. Y sin embargo parece demasiado inteligente como para no haberse dado cuenta de que su invento de la continuidad de una tradición era prácticamente suyo.

En el caso del Redactor, como en el de Confucio o el de Platón, percibimos en la obra una ansiedad que tuvo que haberse contagiado al hombre. ¿Cómo puede uno ser digno de los padres a quienes Yavé habló o del gran duque de Chou, quien le dio a la gente un orden sin imponerlo mediante la violencia? ¿Acaso es posible ser el auténtico discípulo de Sócrates, quien padeció el martirio sin queja para afirmar su verdad? Quizás la fundamental ansiedad de la influencia no radique en el temor de que nuestro espacio ya haya sido usurpado sino en que la grandeza podría ser incapaz de renovarse, que la propia inspiración sea superior a nuestra capacidad de realización.

El término "genio" ya no es un favorito de los académicos, muchos de los cuales se han convertido en raseros culturales inmunes al asombro. Pero en cambio la idea del genio sigue siendo bastante popular entre el público, aunque la palabra misma parezca un poco gastada. Tenemos necesidad del genio, aunque nos produzca envidia o incomodidad a tantos de nosotros. Esta necesidad no supone que aspiremos al genio y sin embargo, en el fondo, recordamos que tuvimos, o tenemos, un genio. Nuestro anhelo de los trascendental y de lo extraordinario parece formar parte de nuestra herencia común y nos abandona con lentitud y nunca enteramente.

Afirmar que la obra está en el escritor o que la idea religiosa está en el líder carismático no es una paradoja. Sabemos, por ejemplo, que Shakespeare era un usurero. Shylock también lo era, ¿pero acaso eso contribuyó a que El mercader de Venecia no dejara de ser una comedia? No lo sabemos. Pero al buscar la obra en el escritor buscamos su influencia y su efecto en el paso de Shakespeare de la comedia a la tragicomedia y a la tragedia. Vemos a Shylock opacando a Shakespeare. Al examinar los efectos en la figura de Jesús de sus propias parábolas conducimos una exploración paralela.

La palabra "genio" tiene dos significados antiguos (romanos) que se diferencian en el énfasis. El uno es engendrar, hacer nacer, ser, en suma, un pater familias. El otro se refiere al espíritu tutelar de cada persona, de cada lugar: un genio bueno, o uno maligno, es aquel que, para bien o para mal, ejerce una poderosa influencia sobre alguien más. Este segundo significado ha sido más importante que el primero; nuestro genio es, por tanto, nuestra vocación o nuestro talento natural, nuestro poder intelectual o imaginativo congénito, más que nuestro poder para engendrar poder en otros.

Todos hemos aprendido a diferenciar, con firmeza y decisión, entre el genio y el talento. Clásicamente el "talento" se refería al peso o a una suma de dinero y por tanto, sin importar cuán grande, era necesariamente limitado. Pero el "genio", incluso en sus orígenes lingüísticos, no tiene límite.

Hoy en día existe la tendencia a considerar que el genio, a diferencia del talento, es la capacidad creativa. Froude, el historiador victoriano, afirmó que el genio "es una fuente en la cual siempre hay más detrás de lo que mana de ella". Estéticamente, entre los ejemplos más sobresalientes del genio estarían Shakespeare y Dante, Bach y Mozart, Miguel Ángel y Rembrandt, Donatello y Rodin, Alberti y Brunelleschi. Resulta mucho más complejo tratar de confrontar los genios religiosos, en particular en un país obsesionado con la religión como Estados Unidos. El afirmar que Jesús y Mahoma fueron (además de otras cosas) genios religiosos querría decir que los consideramos, sólo en ese sentido, emparentados entre sí, con Zoroastro y el Buda, y con figuras seculares del genio ético como Confucio y Sócrates.

Uno de mis objetivos en este libro es definir el genio con mayor precisión de la lograda hasta ahora. Otro es defender la idea de genio, muy maltratada en la actualidad por detractores y reduccionistas, desde los sociobiologistas hasta los materialistas de la escuela de genoma, incluyendo a los diversos historiadores. Pero mi meta primordial es aumentar nuestra apreciación del genio y demostrar cómo se engendra invariablemente gracias al estímulo del genio previo más que por los contextos culturales y políticos. El libro enfatizará primordialmente la influencia del genio en sí mismo de la que ya hablamos.

Mi tema es universal, no tanto por la existencia del genio y su recurrencia sino porque el genio, no importa cuán reprimido, existe en tantísimos lectores. Emerson pensaba que todos los estadounidenses eran poetas y místicos en potencia. Genios no enseña cómo leer ni a quién leer sino cómo pensar en las expresiones más creativas de las vidas ejemplares.

Es evidente en el contenido que excluí a los ejemplos vivos del genio, y tan sólo me he ocupado de tres que murieron recientemente. Me sentí obligado a ser breve y sumario en mi exposición del genio individual porque creo que hay mucho que aprender de la yuxtaposición de múltiples personajes provenientes de diversas culturas y épocas divergentes. Las diferencias entre cien hombres y mujeres de los últimos 25 siglos desbordan las analogías y las similitudes y presentarlos en un solo volumen podría parecer una empresa excesivamente ambiciosa. Y sin embargo hay muchas características comunes a los genios porque la vívida individualidad de la especulación, la espiritualidad y la creatividad debe apoyarse en la originalidad, la audacia y la confianza en sí mismo.

Emerson inicia su Hombres representativos con un párrafo alentador:

"Es cosa natural creer en los grandes hombres. No nos sorprendería nada que nuestros compañeros de infancia llegaron a ser héroes y de condición regia. Toda mitología comienza por los semidioses, y esta circunstancia es noble y poética; significa que se genio es dominador. En las leyendas de Gautama, los primeros hombres comen tierra y la encuentran deliciosamente dulce" (1).

Gautama, el Buda, busca y consigue la libertad como si hubiera sido uno de los primeros hombres. El cuento muchas veces contado de Emerson es una pizca más estadounidense que budista; sus primeros hombres parecen Adanes americanos más que reencarnaciones de iluminaciones previas. Quizás tampoco yo pueda hacer otra cosa que americanizar, pero ese podría ser el uso principal de los genios del pasado: debemos adaptarlos al aquí y al ahora si hemos de ser iluminados o inspirados por ellos.

Los hombres representativos de Emerson eran seis: Platón, Swedenborg, Montaigne, Shakespeare, Napoleón y Goethe. Cuatro de ellos etán en este libro; Swedenborg fue reemplazado por Blake y a Napoleón lo descarté junto con los demás generales y políticos. Platón, Montaigne, Shakespeare y Goethe continúan siendo esenciales, como lo son los otros que esbozo. ¿Esenciales para qué? Para conocernos a nosotros mismos en relación con los otros, pues estos muertos poderosos pertenecen a la otredad que podemos conocer, como nos lo cuenta Emerson en Hombres representativos:

"No debemos, pues, temer un exceso de influencia. Podemos tener más amplia confianza. Servid a los grandes" (2).

Y sin embargo esta es la conclusión de su libro:

"El mundo es joven: los grandes hombres del pasado nos llaman así afectuosamente. También nosotros deberemos escribir Biblias para unir de nuevo los cielos y el mundo terrenal. El secreto del genio consiste en no sufrir que exista ninguna ficción para nosotros; en verificar todo lo que sabemos" (3).

Ser plenamente conscientes de todo lo que sabemos, incluidas las ilusiones, es una empresa demasiado grande para nosotros, 150 maltratados años después de Emerson. El mundo ya no parece joven y no siempre oigo las inflexiones del afecto cuando las voces del genio me llaman. Pero claro, tengo la desventaja, y la ventaja, de haber venido después de Emerson. El genio de la influencia trasciende la angustia que la caracteriza, suponiendo que seamos conscientes de ella y de que después podamos inferir el lugar que ocupamos en relación con su continua presencia.

Thomas Carlyle, un genio escocés victoriano que no está de moda, escribió un estudio admirable que ya casi nadie lee llamado Tratado de los héroes: de su culto y de lo heroico en la historia. Este contiene el mejor comentario sobre Shakespeare que yo conozco:

"Si tuviera que definir la facultad de Shakespeare, diría que es su superioridad intelectual, y pensaría que en ella he incluido todo."

En un gesto característico, Carlyle deslustra el comentario acto seguido con una explosión de útiles advertencias contra la pretensión de dividir el genio en su componentes ilusorios:

"¿Y qué son las facultades? Hablamos de facultades como si fuesen distinguibles, cosas separables; como si se pudiese decir de un hombre que tiene inteligencia, imaginación, gusto, fantasía, etc., de la misma forma como se dice de él que tiene manos, pies y brazos".

El "poder de penetración", continúa Carlyle, es la fuerza vital en todos nosotros. ¿Cómo reconocer esa agudeza o esa fuerza en el genio? Tenemos las obras de los genios y tenemos el recuerdo de sus personalidades. Y uso esta palabra con gran deliberación y siguiendo el camino trazado por Walter Pater, otro genio victoriano, pero uno que desafía la moda porque es afín a Emerson y a Nietzsche. Estos tres sutiles pensadores profetizaron gran parte del futuro intelectual del siglo que acaba de pasar y es improbable que su influencia desaparezca en el nuevo siglo. En el prefacio a The Reinassance (El Renacimiento), su libro más importante, Pater hace énfasis en el hecho de que el "crítico estético" (y "estético" en este caso quiere decir "perceptivo") identifica al genio en todas las épocas:

"En todas las épocas hubo obreros excelentes y se crearon obras excelentes. Su pregunta es siempre: ¿en qué se encarnaban la inquietud, el genio, el sentimiento de la época?; ¿dónde estaba el receptáculo de su refinamiento, de su elevación, de su gusto? 'Todas las épocas son iguales -dice William Blake-, pero el genio está siempre sobre su época'" (4).

Blake, genio visionario casi sin par, es una magnífico guía a la independencia relativa que el genio manifiesta en relación con su época: "El genio está siempre sobre su época". No podríamos enfrentar el siglo XXI sin la esperanza de que también aquí nos espere un Stravinski o un Louis Armstrong, un Picasso o un Matisse, un Proust o un James Joyce. Quizás un Dante o un Shakespeare, un J. C. Bach o un Mozart, un Miguel Ángel o un Leonardo sean mucho pedir, porque los dones de esa magnitud son muy escasos. Pero queremos y necesitamos aquello que se eleve sobre el siglo XXI, cualquiera que sea su manifestación.

Mi mosaico debería ayudar a prepararnos para este nuevo siglo al reunir aspectos de la personalidad y de los logros de muchos de los más creativos que nos antecedieron. El romano antiguo presentaba una ofrenda a su genius el día de su cumpleaños dedicándole ese día al "dios de la naturaleza humana", como llamaba el poeta Horacio al espíritu tutelar de cada persona. Nuestra costumbre de la torta de cumpleaños desciende directamente de esa ofrenda. Cuando encendamos las velas, haríamos bien en recordar qué es lo que celebramos.


Notas

(1) Hombres representativos, "Utilidad de los grandes hombres", Ralph W. Emerson, trad. de J. Farran y Mayoral, Barcelona, Editorial Iberia, 1960, p. 3
(2) Hombres representativos, "Utilidad de los grandes hombres", Ralph W. Emerson, trad. de J. Farran y Mayoral, Barcelona, Editorial Iberia, 1960, p. 20
(3) Hombres representativos, "Goethe, o el escritor", Ralph W. Emerson, trad. de J. Farran y Mayoral, Barcelona, Editorial Iberia, 1960, p. 176
(4) El Renacimiento, "Prefacio", Walter Pater, trad. de Vicente P. Quitero, Buenos Aires, Librería Hachette, 1944, p. 11.

(*) Introducción del libro del autor Genios. Un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares. Traducción de Margarita Valencia Vargas. Barcelona, Anagrama, 2005. 940 p. (Col. Argumentos, 332) Reproducida con autorización de la editorial en México.



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