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La insignia
2 de octubre del 2005


Manuel Sacristán (1925-1985)

«Nosotros también somos del rebaño de Epicuro»


Vera Sacristán
La Insignia*. España, octubre del 2005.



Mi padre, Manuel Sacristán, es el autor de esa frase. Recuerdo haberle dicho más de una vez que esa afirmación era una ilusión que se hacía, que no respondía a la realidad. Transmitía un gran sentido del deber, del esfuerzo, de la exigencia intelectual, de la rectitud. Con los años he podido observar que esta imagen ha prevalecido, en algunos de los que lo conocieron, sobre otros muchos aspectos de su personalidad y de su forma de vivir. Hoy creo que fui injusta en mi valoración, y me gustaría contribuir a deshacer el mito de su supuesta rigidez. Manuel Sacristán fue un hombre con gran curiosidad por todo cuanto le rodeaba, lleno de interés por conocer y entender, capaz de disfrutar y de apasionarse con las cosas más diversas y con las cosas más sencillas. Espero que los ejemplos que siguen sean una muestra convincente de ello.

En una época de mucha actividad, encontró una forma de establecer una comunicación nocturna conmigo, cuando le parecía que no nos habíamos visto lo suficiente, todo lo más por la mañana, al llevarme él al colegio: el correo nocturno. Entre 1963 y 1966 aproximadamente (yo tendría entre 5 y 8 años), dejaba algunas noches sobre la cabecera de mi cama un dibujo que yo encontraba a la mañana siguiente, en el que aparecían todos los personajes de la familia caracterizados como animales (él se dibujaba a sí mismo como un perro) en una escena que solía reproducir un hecho del día que acababa de pasar: "El pato, el pájaro y el perro cenan en un restaurante" (19/6/1964) o del día que iba a empezar "Hoy vamos andando si es pronto" (?/?/1963). También había mensajes educativos, por así llamarlos: "El pájaro carpintero aprende za, ce, ci, zo, zu" (?/?/1963), "El pájaro mirando el gran plato de verdura que se va a comer en un momento" (9/6/1964), "Vamos a la escuela / que hay mucho que aprender, / para que mañana / podamos entender" (25/4/1965). Otro de los temas recurrentes era su preocupación por la cantidad de tiempo que le tomaba su actividad política y lo tarde que llegaba a casa: "El perro, que ha llegado muy tarde, se hace la cena; el pájaro carpintero y el pato duermen" (20/1/1964), "Sin repartir el correo, aunque sabe que eso es feo, el cartero desgraciado se ha ido a dormir muy cansado" (23/2/1965).

Hay un dicho que mi padre me repetía con frecuencia: "primero la obligación y luego la diversión" (mi madre, Giulia Adinolfi, tenía su propia versión italiana: "chi bella vuol apparire, gran dolor deve soffrire"). No se trataba sólo de una frase expresada para educar a una hija, sino que era paradigmática de su manera de vivir. Recuerdo con precisión, por ejemplo, cómo se aplicaban a nuestra vida en verano, durante los más de veinte años en que tuvimos alquilada una casa en Puigcerdà, en la que nos instalábamos desde finales de junio hasta principios de octubre, siguiendo el calendario escolar de entonces. Esa vida en Puigcerdà ofrecía simultáneamente un buen ejemplo de la disciplina de mi padre y de su capacidad para disfrutar de la vida y de transmitir ese disfrute a los demás. Como en muchas otras cosas, Manolo era estricto con su plan de trabajo. Por la mañana se levantaba pronto y se ponía a la máquina de escribir. Durante toda la mañana, traducía sin interrupciones importantes. En general, dejaba la corrección de lo que había traducido para la tarde, porque a mediodía, después de comer, dedicaba un tiempo a fregar los platos y, a continuación, a alguna relajación, como jugar a las damas con Giulia o a croquet conmigo. Los domingos se tomaba el día de fiesta. Muchos de esos días festivos los dedicábamos a ir de excursión. Manolo era aficionado al excursionismo. De joven había andado mucho por el Montseny, por el que tenía un cariño especial. También esto lo hacía concienzudamente y con mucha pasión: siempre andaba muy bien pertrechado de mapas, altímetros, víveres e información sobre lo que iba a ver. También le gustaba mucho la bicicleta. Recorrimos todos los rincones de "la plana" de la Cerdanya (mejor dicho: de la mitad bajo administración española, porque Manolo no tuvo pasaporte durante años) montados en nuestras bicis. Cuando empezó con los problemas cardíacos recordaba los paseos en bicicleta con nostalgia: nostalgia de la bicicleta y de la Cerdanya misma, que fue uno de sus amores.

Del mismo modo que sentía pasión por la montaña, Manolo sentía curiosidad e interés por todo lo que le rodeaba. Por ejemplo, conocía Barcelona al dedillo. En 1983, estando él en México, le escribí contándole que había alquilado un piso y, en su respuesta, Manolo me describió con todo lujo de detalles la manzana de casas a la que me iba a trasladar: "…En la plaza Letamendi hay un estanquito […] la plaza, que era muy agradable en los años 40, quedó hecha una birria al cubrirse la zanja del tren de la calle Aragón y al instalarse un garaje […]. En el chaflán SE hay una ferretería, de la cual proceden nuestros cubiertos de acero inoxidable. […] en la acera de Enrique Granados entre Cjo. Ciento y Aragón hay o había una parroquia en una especie de garaje, regentada durante años por uno de los curas más fascistas de Barcelona. En el chaflán SO de Balmes y Aragón hay una pastelera más patriota catalanista que buena. Y un poquito más lejos, en el tramo de Cjo. Ciento entre Enrique Granados y Aribau, hay tiendas y talleres muy atractivos: carpinterías, papelerías, una granja a la antigua con cosas muy buenas. Y un poco más lejos, en el tramo de Aribau, acera de los pares, entre Cjo. Ciento y Aragón, hay un restaurante muy camp […] en el cine que está en Aragón, acera montaña, entre Aribau y Muntaner, se consumen tantas pipas como en La Bordeta o en el Besós. En suma, es un microbarrio muy divertido."

El mismo Manolo explicitó más de una vez esa combinación entre el sufrimiento y la alegría, entre la desesperación y la esperanza, entre el esfuerzo y la recompensa. Quizás esto resulte especialmente claro en algunas de las cartas de reyes (el ritual de reyes era todo un acontecimiento que incluía, la mañana del 6 de enero, la lectura de la respuesta de los Reyes Magos a nuestras cartas). En 1969 Manolo ponía el siguiente discurso en boca de Baltasar: "Úlceras, agotamientos, nervios, rostros macilentos, no se podrán mejorar si no es hundiendo en el mar el gobierno americano atado con el rusiano. Pues lo que al hombre hizo daño durante el pasado año es, por un lado, el fascismo del bestial imperialismo y, por el otro, el despecho del socialismo mal hecho. […] Pero no hay que atormentarse, sino más bien reforzarse para llegar al momento del sacrificio cruento del abundante ganado al banquete destinado que será celebración de la gran liberación […]".

En 1971, los Reyes Magos decían: "[…] Andando por esos mundos / vemos sus males profundos. / Ya en nuestra más propia cosa / es la situación penosa: / de juguetes largas listas / hacen los capitalistas, / mientras más de un niño obrero / no tiene abrigo en enero. / ¿Qué decir de los adultos? / No siempre arrancan indultos. / Sigue asolando la Tierra / el imperialismo en guerra. / Dolores y enfermedades / hay en todas las edades. […] Surge la complicación / por la siguiente razón: / que también tendría el planeta / alegría muy completa: / el sol, las nubes, el mar, / jugar, reír, estudiar, / andar, subir la montaña, / trepar las rocas con maña, / descansar, comer, beber, / oír, mirar, conocer, / y aún alguna cosa más / que después aprenderás. / Ya en sí misma es la alegría / lo que más importaría, / pero incluso es importante / para seguir adelante: / sin un fondo de alegría / ninguno se movería; / sólo el alegre consciente / puede ayudar a la gente. […] Pero estamos en un mismo y / circular silogismo: / nunca habrá buena alegría / mientras haya burguesía, / mas nadie echará al burgués / si antes alegre no es. / Esa es la gran paradoja, / peliaguda cuerda floja / sin cuya superación / nunca habrá revolución. / Tal es el real problema / e importantísimo tema / que en nuestros largos viajes / pensamos con nuestros pajes…"

En este contexto, no puede olvidarse la capacidad de Manolo para el humor y, muy en particular, para no tomarse en serio a sí mismo. En febrero de 1985 (esto es, seis meses antes de su muerte), escribió a Anna Adinolfi una carta que es una buena muestra de su sentido del humor pero, sobre todo, de su vitalidad (original en italiano, la traducción es mía).

Querida Anna:
Hace tanto tiempo que no te escribo, que he pensado que te mereces no sólo una carta, sino una novela. Ahí va:

Capítulo I

Era un día claro y lleno de sol. El señor Manolo recibió una llamada telefónica de un amigo suyo de Madrid, Javier Muguerza, profesor de filosofía de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, una especie de Open University para subdesarrollados de lengua española (esta última precisión es quizás redundante y el conjunto de predicados es seguramente tautológico). Le dijo el señor Javier al señor Manolo: "Si nos prometes que te presentas, sacamos a concurso la cátedra de tu materia en la UNED". Contestó el señor Manolo: "Lo pensaré".
[…] Así que el señor Manolo fue a ver a su cardiólogo y le preguntó: "¿Usted cree que puedo irme a Madrid?". El cardiólogo, enérgico nacionalista catalán, contestó: "Si está usted suficientemente loco como para preferir esa inmundicia de Madrid, yo le daré una carta de presentación para el cardiólogo Fulano de aquella horrenda ciudad". Después de lo cual el señor Manolo se fue a su nefrólogo con la misma pregunta: "Lo siento", dijo el nefrólogo, que era un viejo amigo, "pero claro que en Madrid hay tanta nefrología como aquí".
Entonces, el señor Manolo explicó a su hija y a sus amigos que se iba a ir a Madrid. Algunos votaron en contra, otros a favor. Pero, en conjunto, el asunto tenía buen aspecto.

Capítulo II

Era una mañana gris y tormentosa. El señor Manolo fue a recoger los resultados de los últimos análisis de sangre, abrió el sobre y se quedó petrificado. […] "¡Mecáchis!" dijo lentamente "me estoy muriendo". Y corrió al ascensor (el laboratorio de análisis del Hospital Clínico está en el 5º piso), deseoso de llegar deprisa y a tiempo al depósito de cadáveres del hospital, que se encuentra en el sótano. (No quería dar más que las mínimas molestias). "Aquí estoy" le dijo al médico jefe de servicio "soy un cadáver diligente que viene por sí mismo". "¿Trae el carnet de cadáver?" preguntó el médico. "No". "Pues vaya al estanco de aquí enfrente, compre una póliza de 25 pesetas y presente una instancia. De otra forma no le puedo aceptar". El señor Manolo se dirigió hacia el estanco; abrió la boca para pedir la póliza, pero luego pensó que antes de nada se chuparía un caramelo de miel de los que tenía el estanquero. Lo hizo, y se sintió tan bien que decidió aplazar un poco la gestión cadavérica. "Hablaré antes con el nefrólogo" pensó "quien sabe si en un caso como el mío no hay una exención de la póliza"[…].

Eso es exactamente lo que le pasaba: la vida, para Manolo, estaba llena de caramelos de miel. Es cierto que tenía y transmitía un enorme sentido del deber y del esfuerzo, desde mi punto de vista incluso excesivo. Es cierto que regía su vida una gran exigencia intelectual y ética (que no tengo ninguna intención de calificar de excesivas). Pero el hecho era que combinaba eso con el placer por la vida, con la pasión, la curiosidad y el interés por casi cualquier cosa del mundo.


Barcelona, 1º de mayo del 2005


Publicado originalmente en la revista mensual El Viejo Topo. España, 2005.



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