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La insignia
11 de mayo del 2005


España

Desobediencia civil


Juan Francisco Martín Seco
Estrella Digital. España, mayo del 2005.


Si fuese creyente y amigo de los obispos, me apresuraría a decirles eso de "yo en su lugar no lo haría, forastero". Me temo que van a ser los señores prelados los que queden en un mal lugar si continúan empeñándose en dar consignas, llamando a la desobediencia civil al personal. Al final será evidente que nadie les hace caso. Si quieren que perdure la ficción de que España es un país católico, conviene que no lancen muchos órdagos.

Ése ha sido en buena medida siempre el drama de la Iglesia, que ha necesitado permanentemente del poder civil para imponer sus doctrinas por la vía coercitiva, ya que de forma voluntaria casi nadie está dispuesto a seguirlas. Y es que, al menos en los momentos presentes, la brecha entre sociedad civil y eclesiástica es muy pronunciada. Entre el gran número de los que se confiesan católicos, incluso practicantes, son muy pocos los que se avienen a cumplir los preceptos eclesiales en materia sexual en lo referente al matrimonio, y no digamos en campos como el de la justicia social, aunque presiento que en esa materia los incumplimientos les preocupan muy poco a los señores obispos.

Prueba evidente del poco éxito que tienen sus proclamas es que durante los cuatro años de mayoría absoluta de un partido como el PP, en cuyas filas abundan los miembros del Opus Dei y los legionarios de Cristo, no se modificaron leyes como la del aborto o la del divorcio, que entraban en abierta confrontación con la doctrina de la Iglesia. No hubo desobediencia civil sino más bien desobediencia a los obispos. Y es que los políticos de derechas están dispuestos a perder unas elecciones por obedecer a Bush, pero no por obedecer a la jerarquía eclesiástica. Y hablando de todo un poco, tampoco estuvieron prestos a obedecer al Papa respecto a la guerra de Irak. Por cierto que los señores obispos no llamaron a la desobediencia civil a las tropas que intervenían en la contienda, ni excomulgaron a los políticos que la aprobaban.

Lo que más me cuesta entender es la perra que los prelados han cogido con lo de los matrimonios gays. Que yo sepa, es algo voluntario. Esté tranquila la jerarquía eclesiástica que a nadie se le va obligar a casarse, ni a los obispos ni a los católicos ni a los gays que no lo deseen. Por otra parte, nadie va a modificar lo más mínimo el matrimonio canónico, que continuará rigiéndose por las disposiciones eclesiales, por muy trasnochadas que estén. ¿Qué les puede importar lo que el Estado haga con el matrimonio civil si para ellos en cualquier caso -heterosexual u homosexual- es un concubinato y acto, por tanto, de extrema perversidad? "Ley de la mancebía" la llamaban los obispos en 1870 cuando el Gobierno liberal pretendió introducir el matrimonio civil derivado del código napoleónico como contrato y complemento del canónico.

En una nación católica no cabe el derecho al error, clamó tajantemente, en 1876, el arzobispo de Santiago ante el joven Rey Alfonso XII, que acababa de ser coronado, consiguiendo de éste que volviera a prohibir el matrimonio civil excepto para aquellos que no profesaban la fe católica y restringiendo el carácter de hijos legítimos a los nacidos exclusivamente del canónico.

El cardenal Rouco ha exclamado enfáticamente: "¿Hay forma de mayor arrogancia que la que pretende desde el poder regular el derecho a la vida, el matrimonio, el trabajo, la familia, la sociedad, la patria, como si Dios no existiese?". Por supuesto que la hay, la de aquellas que se creen en posesión de la única verdad por tener hilo directo con Dios, la de los que no se contentan con denunciar lo que ellos consideran el error, sino que pretenden imponer al resto de la sociedad su verdad de forma coactiva.

El Estado democrático, por el contrario, se fundamenta en un principio más bien modesto, el del pluralismo y el de la multiplicidad de verdades, y en la renuncia a dictaminar sobre ellas. Se basa en conceder a los ciudadanos la mayor libertad posible y autonomía para que cada uno siga su verdad, siempre que su postura no perjudique al resto de la sociedad. En ese relativismo pragmático que es lo más opuesto a la arrogancia y a la prepotencia, el Estado no entiende de verdades, sino de opiniones, la opinión de la mayoría, con tal de que se respeten los derechos de la minoría. Al arzobispo de Madrid habría que contestarle: ¿Hay mayor arrogancia que atribuirse el derecho de decidir en nombre de los otros, de los homosexuales, de las mujeres, de los enfermos terminales, por creerse ungidos por Dios, y utilizar al Estado para imponer de forma coactiva unas supuestas verdades caídas del cielo?



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