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La insignia
7 de marzo del 2005


Argentina

Quién es quién


Horacio Verbitsky
Página/12. Argentina, marzo del 2005.


Washington/Nueva York.- Los miembros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA que asistieron a la audiencia del viernes en el viejo edificio de la Unión Panamericana, tan parecido al palacio de un dictador centroamericano de siglos pasados, rindieron un inflamado homenaje al gobierno argentino. Esto es tan atípico en la CIDH como lo fue que el gobierno pidiera perdón a las víctimas del atentado contra la mutual judía de Buenos Aires y se comprometiera a adoptar una serie de medidas reparatorias de lo sucedido y previsoras de su repetición. Diana Malamud y Adriana Reinsfeld, que perdieron a su esposo y a su hermana en el atentado, lloraban, consoladas por sus abogados, Pablo Jacoby y Alberto Zuppi. Quien presidió la audiencia, la comisionada peruana Susana Villarán, dijo con los ojos húmedos que ella también se había emocionado. Todos los presentes estuvieron de acuerdo. El comisionado brasileño Paulo Sergio Pinheiro dijo que otros países deberían seguir el ejemplo argentino y abrir sus archivos secretos para que se conozca toda la verdad. El comisionado salvadoreño y relator sobre Argentina, Florentín Meléndez, destacó al país como modelo a seguir en América Latina.

En la audiencia siguiente los encomios se reiteraron cuando el representante de la Cancillería, Horacio Méndez Carreras, asumió el compromiso de impulsar el proyecto de despenalización de los delitos de calumnias e injurias contra funcionarios, redactado por la extinta asociación Periodistas y ahora seguido por el Centro de Estudios Legales y Sociales. Consiste en la incorporación al Código Penal argentino de la norma de la real malicia. Según esa doctrina, que aquí rige desde hace cuatro décadas por decisión de la Corte Suprema de Justicia en un caso que afectaba al diario New York Times, si un funcionario o una figura pública se consideran ofendidos por una nota periodística, se invierte la carga de la prueba. Ellos deben probar que la información era falsa y que el periodista la publicó de mala fe, a sabiendas de su falsedad. El episodio me concierne, ya que en ambas audiencias el CELS representó a las víctimas del atentado contra la AMIA y de varios fallos judiciales adversos a la libertad de expresión: Tomás Sanz (condenado por un artículo sobre el Hermano Eduardo); Eduardo Kimel, quien investigó la masacre impune de los sacerdotes y seminaristas de la Iglesia de San Patricio y resultó el único castigado del caso, y la actriz Gabriela Acher, condenada por un programa humorístico sobre la discriminación contra la mujer en el sistema judicial argentino. El cuarto caso de libertad de expresión lleva mi nombre y se inició porque la Corte Suprema de Justicia mantuvo abierto durante más de diez años un juicio del ex ministro Carlos Corach, con la esperanza de que se murieran los testigos que me permitieran demostrar la verdad de mis afirmaciones sobre su acción sobre la justicia.


Loas e incienso

En el vuelo de regreso a Nueva York, leí un notable trabajo del economista Nouriel Roubini, encomiando la salida del default lograda por el gobierno argentino y denunciando a los economistas y los medios de prensa (como Adam Lerrick y The Financial Times) cuyos vaticinios pesimistas sobre el canje de títulos encubrían un conflicto de intereses. También tuve tiempo de comenzar la lectura de un improbable best-seller financiero, Y el dinero siguió entrando (y saliendo), escrito por el periodista del diario The Washington Post Paul Blustein. El título, tomado, cuando no, de la ópera Evita, lleva como subtítulo explicativo: "Wall Street, el FMI y la quiebra de la Argentina". Dice Blustein: "Los errores de la Argentina fueron consentidos por las elites políticas de Washington y financieras de Wall Street. El FMI puede ser acusado con justicia de lo que podría llamarse el síndrome del niño modelo, dado el entusiasmo que manifestó por la adopción por el país de las reformas que el propio Fondo había propiciado. La invitación a Menem para que hablara en la reunión conjunta del FMI y el Banco Mundial de 1998 es apenas una ilustración de ese síndrome". Es decir, la misma visión que difunde el actual gobierno argentino, que recibe por ello loas e incienso.

Ya en Nueva York, mientras se endurecen los restos de la última nevada del invierno, leo también los ecos de la incomprensible confrontación entre el gobierno argentino y la Sociedad Interamericana de Prensa. A esta distancia, cuesta entender cómo se las ingenió el gobierno (y dentro de él muy especialmente el presidente Néstor Kirchner y su jefe de gabinete Alberto Fernández) para crear un problema allí donde no lo había. Sobre todo, asombra el desconocimiento sobre personas y acontecimientos, que nadie se tomó el trabajo de explicarle a Kirchner, probablemente porque nadie estaba al tanto. Esa ignorancia es ostensible en las declaraciones del secretario de Medios Enrique Albistur, quien reprochó a la SIP no haber alzado la voz por los desaparecidos, cuando en realidad ocurrió exactamente lo contrario. Sólo un desconocimiento profundo de los hechos pudo llevar a emparentar la actitud que entonces tuvo la SIP con la del eterno hombre fuerte de la asociación argentina de dueños de diarios, Claudio Escribano, y a colocarlo en la misma bolsa con dos miembros de la misión de la SIP, que están en sus antípodas. Robert Cox y Edward Seaton son dos personas honestas y valientes que se animaron a decir la verdad de lo que ocurría entonces en la Argentina, por lo cual corrieron todos los riesgos y, en el primer caso, al precio de la cárcel, la amenaza de muerte y el exilio. Al asociarlos caprichosamente con uno de los grandes apologistas de la dictadura, Kirchner se dispara en el pie e instala con alta prioridad en la agenda nacional e internacional un tema que sus adversarios venían pugnando por imponerle con escaso éxito hasta la semana pasada.

Seaton, propietario y editor del diario Mercury de Kansas, ya había integrado una misión de la Sociedad Interamericana de Prensa en 1978, junto con Ignacio Lozano, quien entonces era propietario del diario La Opinión, de Los Angeles. El escandalizado informe que publicaron constató que los principales editores argentinos, con Escribano a la cabeza:

- Priorizaban la seguridad nacional sobre la libertad de expresión;
- Justificaban la censura porque se declaraban de acuerdo con la dictadura militar (dentro de la cual distinguían entre duros y moderados y con la cual decían que deseaban cooperar);
- Se negaban a informar sobre la desaparición de personas y
- Se beneficiaban de tal comportamiento al asociarse con el Estado para la producción de papel.


Las reglas de la censura

La prensa argentina ocultó ese documento y varios de sus representantes expresaron su desacuerdo con él rechazando un premio que la SIP confirió a los periodistas argentinos con la intención de ayudarlos en una lucha por la libertad de expresión, que los editores no estaban interesados en librar. Seaton y Lozano se sorprendieron de que los editores de periódicos aceptaran "las reglas de la censura". Entre el 18 y el 25 de agosto de 1978 la misión entrevistó a más de cinco docenas de personas. La mayoría dijo que sin la intervención militar el país hubiera sucumbido a la guerrilla. El ministro del Interior, general Albano Harguindeguy, les dijo que "unos 1500 desaparecidos estaban detenidos sin proceso por las autoridades militares" como "prisioneros de guerra". La misión citó un informe de Amnesty International acerca de 39 periodistas desaparecidos hasta enero de 1978, 40 detenidos y otros 22 asesinados, la clausura o suspensión temporaria de más de 60 publicaciones y la clausura permanente de otras tres docenas.

Cuatro diarios fueron intervenidos, La Opinión de Buenos Aires, La Opinión de Trenque Lauquen, El Independiente de La Rioja y El Norte de Resistencia. "Esas cuatro publicaciones dirigidas ahora por autoridades militares y las publicaciones privadas que sobreviven enfrentan una situación de 'posguerra' dominada por el miedo y la autocensura."

Según la SIP, "no rigen las garantías constitucionales y el gobierno tiene amplias facultades para confiscar tiradas completas, cerrar publicaciones y disponer arrestos". Sin embargo, más que la censura los enviados señalaron "la extendida autocensura que practica la prensa del país", en la atmósfera "de una sociedad totalitaria". La misión se refirió al secuestro de Rodolfo Walsh, "uno de los más conocidos periodistas investigativos del país y un abierto y activo partidario del peronismo de izquierda" quien, el día anterior a su secuestro, "difundió una Carta Abierta a la Junta Militar denunciando, en el primer aniversario del golpe, las violaciones a los derechos humanos y deplorando el impacto de su gobierno sobre la Argentina. La carta fue la más poderosa y detallada denuncia del gobierno aparecida desde el golpe". Añadió que "la mayoría de los diarios ignoran la mayoría de los secuestros. Por ejemplo, pocos quisieron cubrir la desaparición de diez dirigentes de las llamadas Madres Locas que se reúnen los jueves frente a la sede presidencial". Otros editores y directores "dijeron que no le dan espacio a la violencia porque están de acuerdo con la campaña del gobierno en contra del terrorismo y que 'van a cooperar'. La extensión de esta actitud quedó demostrada en mayo [de 1978] cuando La Prensa publicó la lista de 2500 personas que habían "desaparecido". De acuerdo con un vocero del organismo de derechos humanos que pagó la solicitada, la lista había sido rechazada antes por lo menos en otros tres diarios de Buenos Aires. Y pocos diarios de BuenosAires informaron de que se hubiera publicado semejante lista". Durante el campeonato mundial de fútbol "fue colocada una bomba en la planta fabril de un gran diario de Buenos Aires, que no publicó la noticia. Cuando explotó otra en el edificio del Buenos Aires Herald, el único diario que lo cubrió fue el propio Herald". Según Seaton y Lozano "es difícil que los observadores externos puedan sentirse bien en un país cuyos principales editores de diarios dicen que la seguridad nacional tiene prioridad sobre la libertad de expresión".


Socios

El informe añade que "otro aspecto de la situación que perturbó a la misión es el crédito a largo plazo que el gobierno concedió a los diarios para una planta de papel". Seaton y Lozano expresaron "graves reservas sobre el proyecto emprendido por tres grandes diarios de Buenos Aires. La Nación, La Razón y Clarín compraron acciones en la nueva planta" mediante un "generoso crédito ofrecido por el gobierno militar. Semejante situación encierra muchos peligros. No es el menor de ellos que esto casi imponga no antagonizar con el gobierno". El informe dedica dos de sus 18 hojas al caso de Jacobo Timerman, "un propietario y director de diario arrancado de su casa en medio de la noche, torturado, privado de su propiedad, juzgado y absuelto por la justicia militar, que sigue prisionero pese a que la Corte Suprema ordenó su libertad" mientras su diario La Opinión es dirigido por un militar. "Muchos otros periodistas están presos sin proceso, porque se considera que tienen conexiones con los terroristas, como se pensaba que Timerman las tenía. La diferencia es que Timerman fue juzgado y absuelto por un tribunal militar por delitos subversivos, y sin embargo sigue bajo arresto." Aunque las acusaciones de conexión con los subversivos han sido refutadas "su diario no le fue devuelto". Timerman "está desilusionado por lo que siente como falta de apoyo de los demás editores argentinos".

El informe fue presentado a la 34ª Asamblea de la SIP, que sesionó en Miami entre el 9 y el 13 de octubre de 1978. Ese último día, La Nación tituló su crónica "Firme posición de la Argentina ante la asamblea de la SIP", en la que informó que Adepa había rechazado el premio SIP Mergenthaler, ofrecido en forma colectiva "a los periodistas argentinos que por defender la libertad de prensa han muerto, desaparecido o sufrido encarcelamiento y persecución". La delegación argentina propuso que se cambiara aquel texto por éste: "A los periodistas argentinos en la figura de Alberto Gainza Paz, quien nunca claudicó en la lucha por los principios que sostiene la SIP". La SIP no aceptó y nadie retiró la plaqueta, que quedó colocada en la sede central de la organización, en Miami. Para La Nación "parecería que en vez de ir a la Argentina a cerciorarse de si existe libertad de prensa, la SIP se ocupó esencialmente del caso de Jacobo Timerman, quien se encuentra a disposición de la Justicia (sic) por hallarse supuestamente mezclado en el 'affaire Graiver'". El diario dedicó más espacio a su diatriba que al documento, que recién se conoció en la Argentina veinte años después, cuando Escribano se atrevió a decir que no había sido bastante recio "en la crítica contra los hombres que se excedieron en el ejercicio del poder. Debemos lamentar no haber alzado más la voz, porque hubiéramos contribuido a la salud de la República", convirtiendo su abierta complicidad en un pecado de omisión.


La excepción a la regla

El informe señaló que la única "notable excepción" a la ausencia de cobertura de los crímenes del gobierno militar "es el Buenos Aires Herald, el valiente David que recibió el premio Mergenthaler en nuestra última reunión, que se publica en inglés y cuyo director, Robert Cox, fue arrestado y detenido durante 24 horas bajo acusación de violar una ley de seguridad por informar en la tapa acerca de una conferencia de prensa de extremistas argentinos en Roma. Luego del retiro de la misión, Cox marchó al exilio". Mucho más que eso: en 1993, en respuesta a una entrevista de Uki Goñi, Cox recordó que "La Nación (el principal periódico en la Argentina) no informó sobre los secuestros". En el Herald, en cambio, "rápidamente descubrimos, y no puedo creer que los otros periódicos no lo hayan hecho, que se estaba secuestrando, torturando y asesinando a un gran número de personas". Cox cree que "si sólo hubiésemos tenido una prensa decente, no podría haber pasado lo que pasó". También recordó varias reuniones del dictador Jorge Videla con periodistas. El sólo fue invitado a la primera. "Nos encontramos con Videla en una antecámara pequeña antes de la imponente oficina presidencial. Videla estaba nervioso y bastante tímido. Traté de sacar a luz en esa reunión lo qué yo ya sabía que estaba pasando. Su reacción me hizo dar cuenta de que él estaba muy al tanto de todo. Mi impresión era que pensaba que esto era una triste realidad que duraría un corto tiempo, pero que se controlaría rápidamente. Pero no me contestaba directamente. Trató de indicar que no pasaba nada. Pero lo que realmente me inquietó fue que los otros periodistas no se interesaron en seguir con este tema. Cuando el gobierno lo llama a uno, entonces uno ya está en un problema. Lo llaman a uno para una reunión pequeña, donde todos se comportan simpáticamente y el periodista hace preguntas inofensivas y le dan las respuestas más inocentes y todos terminan bellamente felices. Y es esto lo que los otros periodistas hacían. No insistieron, y era de tremenda urgencia expresar una preocupación enorme."

Los periodistas, sigue Cox, no iban a esas reuniones a buscar información sino a "ser seducidos, para sentir que estaban entre los elegidos, y esto presuponía que debíamos apoyar al gobierno". El ex director del Herald sostuvo que estaba "muy orgulloso de lo que el Herald pudo hacer. Trataba de salvar la vida de personas, y creo que logramos salvar algunas vidas. Y me acuerdo cómo todo el tiempo se acercaban toda clase de personas a ofrecer información, porque el Herald había llegado a ser la fuente más importante para los derechos humanos. Las cosas que hacíamos eran sólo lo básico, normal, cosas naturales, honradas, que cualquier prensa decente habría hecho. Las primeras notas que escribí acerca de lo que estaba verdaderamente ocurriendo se publicaron en el extranjero. Si las hubiera escrito para el Herald el clima era tal que se habría cerrado el Herald, o explotado, o se habría matado a alguien." En cambio, "La Nación verdaderamente me enfurece, porque podrían haber hecho algo. Podrían decir del Herald que éramos extranjeros, que estábamos metidos en algo. Y lo dijeron, que éramos comunistas. Pero no podían decir eso de La Nación. Una de las grandes vergüenzas de La Nación era que alentaba a sus reporteros a trabajar para el gobierno, porque de esa manera no tenía que pagarles tanto dinero y conseguían información".


Vil, pero falso

Dos años después, en 1981, Escribano protagonizó un escándalo durante la asamblea de la SIP, al pronunciarse en favor de la dictadura militar y en contra de uno de los emblemas de la persecución que padecían los periodistas argentinos, Jacobo Timerman. Escribano fue uno de los editores que devolvieron el premio Marìa Moors Cabot cuando la SIP y la Universidad de Columbia se lo confirieron a Timerman. Escribano pronunció además un discurso descalificatorio del colega perseguido y despojado por la dictadura militar. "No te pedían tanto, Claudio", lo increpó Timerman. En la columna política de mitad de esa semana, Escribano afirmó el 9 de julio de 1981 que el general Ramón Camps estaba preparando un libro para contrarrestar la conmoción internacional que había causado el libro de Timerman Prisionero sin nombre, celda sin número que acaba de editarse en Nueva York. Añadía que colaboraban con Camps los directores de La Prensa, Máximo Gainza, y de El Día de La Plata, Raúl Kraiselburd. La participación de Kraiselburd, decía, "es un golpe de doble efecto para el Sr. Timerman: lo alcanza en su propio terreno, el del periodismo, y termina rematándolo en la lona de su propia raza". Ocurre que Kraiselburd es judío. La información era vil, pero falsa: Gainza colaboró con Camps, que se lo agradece en el prólogo, pero Kraiselburd (cuyo padre fue secuestrado y asesinado por un grupo de montoneros) no. Héctor Timerman, el hijo de Jacobo, está haciendo un excelente trabajo como cónsul en Nueva York. Pero tal vez le sería más útil a Kirchner en el área de la relación con los medios, donde el torpe episodio con la SIP hizo sentir la desesperante necesidad de una persona que entienda de qué se trata y cuáles son las fortalezas, vulnerabilidades y conveniencias del gobierno. Para empezar, alguien que conozca el más elemental quién es quién del métier.



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