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La insignia
6 de junio del 2005


La desaparición del diablo y la insuficiencia
del individualismo metodológico


Felipe Romero
Divergencias. España, junio del 2005.


La gran tragedia del liberalismo no son las consecuencias de su puesta en práctica. Tampoco que con naturalidad su nombre quede en manos de racistas y fascistas. Su gran tragedia es partir de un enorme error intelectual: el individualismo metodológico. Lo definía K. Popper (La miseria del historicismo) como "la doctrina según la cual debemos reducir todos los fenómenos colectivos a las acciones, interacciones, fines y esperanzas y pensamientos de los individuos".

Dice bien Popper, ya que dice "doctrina", no otra cosa es el individualismo metodológico. Quizás sea también una obviedad sin valor, si reducir los fenómenos sociales a los individuos quiere decir que éstos mismos fenómenos sociales habitan en los cuerpos, en los cerebros, en los sistemas nerviosos. Probablemente sea también una tarea imposible, ya que en su propio seno la definición es contradictoria: entre lo que son elementos psicológicos (pensamientos, acciones, fines, etc.) Popper cuela de rondón las interacciones. Reducir las interacciones a los individuos es imposible, ya que al menos hay dos. Por eso Popper se deja gentilmente el plural, en vez de indicar que debe reducirse "al individuo". Claro que si lo deja en el plural, ¿qué está reduciendo de los fenómenos sociales? Nada.

Y lógicamente, en la práctica, el individualismo metodológico no explica nada. Ni las preferencias de los consumidores (ver, por ejemplo, el artículo Consumo e individualismo metodológico, de L. Enrique Alonso y Javier Callejo, en el número 16 de la revista Política y Sociedad), ni el comportamiento político, ni la adquisición del lenguaje, ni los mercados internos de trabajo en las empresas, ni.... Por supuesto, hay incertidumbres que nunca se planteará. Por ejemplo, la desaparición del diablo, cuya existencia es descartada a principios del siglo XVII en España. ¿Por qué el diablo, presente en la cultura medieval, al que se le atribuye capacidad de actuar sobre lo cotidiano, desaparece o su existencia es puesta en cuestión? ¿Y por qué en España, antes que en Francia o Inglaterra?

Los sociólogos Fernando Álvarez-Uría y Julia Varela (Sociología, capitalismo y democracia, en Ediciones Morata 2005) aventuran una respuesta. Si lo natural y lo sobrenatural están constantemente mezclados, la realidad no será completamente accesible, de manera que el error en el juicio será inevitable. Es esa dificultad de juzgar en caso de que el diablo exista la que explica el proceso contra la existencia del demonio. Proceso sí, ya que tiene lugar en lo que en principio era un proceso contra varios miles de acusados de brujería. En 1610, el Santo Oficio, a través de su tribunal de Logroño arranca un proceso de gran repercusión social. El más joven de los tres miembros del tribunal, Don Alonso Salazar y Frías, no fue el primer canonista de la historia en afirmar que la brujería no existía, tratándose más bien de casos de ofuscación de las mentes, pero sí quien puso en marcha la dinámica que dio lugar a descartar su actuación sobre la realidad accesible. Su repercusión se originó en que sus argumentos atacaban el propio modo en que la Inquisición ejercía su función. El diablo, enemigo de Dios, más poderoso que los hombres, príncipe de la mentira, puede engañar ya no solo al acusado de brujería, sino a los testigos e incluso a los propios inquisidores. El propio Lope haría en una de sus obras teatrales que el diablo pasase por inquisidor. La posibilidad, no descartable a priori, de que el diablo se integrase en el engranaje inquisitorial derrumbaría la institución. La libertad de acción del demonio era en última instancia incompatible con la capacidad de juzgar. Así lo plantea Antonio Salazar, sin encontrar el respaldo de los restantes miembros del Tribunal de Logroño. Elevado el desacuerdo a la Junta Suprema de la Inquisición, presidida por el cardenal Sandoval y Rojas (a quien Cervantes dedicaría la segunda parte del Quijote), ésta respalda la argumentación de Antonio Salazar y lo asciende, haciéndole miembro de la Junta Suprema. Así, la maquinaría judicial más poderosa de la Corona española, de la principal potencia de la época, en plena Contrarreforma, elige entre descartar la intervención del diablo en lo cotidiano o la incapacidad de juzgar. Para que la Inquisición se mantenga, el diablo debe desaparecer.

Así, España acababa con los procesos de brujería casi cien años antes que Inglaterra y cincuenta que Francia. A cambio la Inquisición española lograría afirmarse como instancia jurídica esencial, al servicio de la Corona, extendiéndose en el tiempo más allá de la Revolución Francesa, cuando en otros países europeos la administración de justicia ya se había desvinculado de las instituciones religiosas.

Observamos entonces como un instrumento del poder, la Inquisición, modifica su discurso, su definición de la realidad e incluso el modo en que desempeña su función mediante procesos que van mucho más allá de lo que el individualismo metodológico puede explicar, si es que explica algo. Así, sea más o menos exacta o completa la descripción de Álvarez-Uría y Varela, es indiscutible que procesos sociales de enorme calado no pueden reducirse a doctrinas reduccionistas.



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