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La insignia
17 de febrero del 2005


Reflexiones peruanas (XXVII)

¿Sabe como se apellida su empleada?


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, 17 de febrero del 2005.


Hace unos años, llegó un grupo de alemanes en su primera visita a un país subdesarrollado y me pidieron que los acompañara en su primer día. Para que el contacto con la realidad no fuera demasiado brusco, los llevé al Olivar de San Isidro. Allí les sorprendió ver a las empleadas domésticas pasear perros, ancianos o niños. "En Alemania casi nadie tiene empleada -me explicó una integrante del grupo-. Y es chocante que las obliguen a usar uniformes para evidenciar su condición inferior."

En un país tan racista como el Perú, el uniforme puede ser mas bien una protección para una empleada doméstica, cuando camina en un barrio residencial. En todo caso, habría sido pertinente que los solidarios visitantes se dieran un salto por el Club Germania, ubicado a pocos pasos del Ovalo Higuereta, cuyos socios, alemanes en su abrumadora mayoría, no sólo obligan a sus empleadas a llevar uniforme, sino que las prohíben ingresar a la piscina.

En el Perú, muchas familias que no son precisamente ricas cuentan con empleadas domésticas. Gracias a ellas, situaciones que normalmente generarían tensiones, como el cuidado de niños pequeños, una compra urgente en la farmacia o la limpieza de casa después de una reunión, se vuelven manejables. Sin embargo, muchas personas que se consideran progresistas suelen sentir algunos cuestionamientos internos: "¿Debo tutearla, mientras ella me habla de usted? ¿Cómo deben tratarla mis hijos?"

A otros empleadores, les parece mas bien natural enfatizar las diferencias de manera permanente, desde el lugar donde la empleada se sienta en el automóvil, hasta los cubiertos con los que puede comer. La diferencia, naturalmente, suele tener carácter discriminatorio. Lo revelan así muchas habitaciones de servicio, especialmente cuando se trata de un cuarto minúsculo y lúgubre, diseñado adrede así por el mismo arquitecto que puso todo su esmero para proyectar los demás dormitorios.

La discriminación se convierte en segregación cuando se institucionaliza, como sucede cuando algunos clubes privados pretenden inhibir toda iniciativa democrática de los empleadores. "Me gustaría que mi hijita pudiera ir a la piscina mientras yo trabajo-dice una cooperante respecto al mencionado club alemán-, pero no permiten que la empleada la acompañe. Ellas pueden jugar en el parque o en la casa, pero no en la piscina". En el club Regatas existen disposiciones similares, con el añadido que se ha dispuesto una Sala de Amas, para que descansen, todas juntas.

El argumento oficial para estas disposiciones es que las instalaciones de dichos clubes están destinadas a los socios, sus hijos y, eventualmente, sus invitados, por los cuales se debe hacer un pago especial. Un socio del Regatas brinda una explicación más honesta: "Mi familia y yo no tenemos mayor problema en que una empleada entre a la piscina, pero otras personas que conozco se morirían antes de meterse al agua si saben que allí ha estado una empleada."

Si es lamentable que existan estas disposiciones en locales privados, lo es más cuando existen en lugares públicos, como algunos centros de veraneo destinados a oficiales de las Fuerzas Armadas. Allí las empleadas domésticas deben comer lejos de la familia para la que trabajan (y consumen otro tipo de comida). Tampoco pueden acudir a los mismos servicios higiénicos, ni usar ropa de calle, menos aún ropa de baño. Están prohibidas de ingresar a la playa, a la piscina o las instalaciones principales.

En algunos condominios de las playas del sur de Lima, que adoptan la figura de clubes, el atardecer es el único momento en que las empleadas y los perros pueden acercarse al mar. Según cuenta una amiga antirracista, hay reglamentos internos donde inclusive se prohibe a las empleadas conversar entre ellas.

La situación de las trabajadoras del hogar revela las dificultades para que la sociedad peruana pueda habituarse a relaciones laborales modernas. Después de todo, cuántos amables empleadores se atreverían a poner al alcance de sus empleadas la Ley 27986 o su reglamento, que establece beneficios tan desmedidos como vacaciones, gratificación y compensación por tiempos de servicios... en la mitad de lo que le corresponde a los demás trabajadores. También son muy pocos quienes emiten las constancias de pago que establecen las mencionadas normas y quienes, si lo hicieran, recién en ese momento se enterarían del apellido de su empleada.

Es verdad que en muchos hogares existen cambios de conducta muy importantes. "Mis padres ya han aceptado -dice una antropóloga de San Borja- que cuando vengan a mi casa, la empleada comerá con nosotros". Una señora de San Miguel cuenta: "Yo revisé con mi empleada las nuevas leyes y así ella puede confiar en que no pretendo afectar sus derechos". Para que este ejemplo no nos parezca demasiado revolucionario, los peruanos debemos internalizar el principio fundamental de la modernidad: la igualdad entre los seres humanos, independientemente de la función que cumplen y sus rasgos físicos.



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