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La insignia
31 de enero del 2004


Un computador llamado Tierra


La abuelita 3.0
La Insignia. España, enero del 2005.


Me pregunto qué pasaría si los humanos fuéramos capaces de ceder parte de nuestra fuerza a una entidad superior. Y no me refiero a mucha fuerza: sólo la que necesitamos para levantar un cartón de leche, por ejemplo. Esta entidad superior, cargada con parte de la energía de 6.000 millones de humanos, tal vez podría contener terremotos, apaciguar tsunamis, dispersar huracanes...

Sigo especulando: Y si pudiéramos ceder parte de nuestra inteligencia, de nuestra habilidad para dialogar, de nuestro tiempo, ¿cuántos problemas sería capaz de resolver esta entidad superior?

De momento, los humanos no podemos ceder ninguna de nuestras cualidades de forma conjunta y masiva, ni acumularlas en ningún sitio, y tampoco parece que podamos hacerlo en un futuro cercano. Pero la informática trabaja desde hace tiempo en algo muy parecido: ceder la capacidad de proceso de muchos ordenadores a una entidad informática superior.

Antes de seguir, habría que saber para qué sirve la capacidad de proceso, por qué es importante disponer mucha potencia de cálculo, para qué necesitamos una enorme calculadora. ¿Acaso se puede evitar un tsunami con capacidad de proceso? ¿Acaso se puede encontrar una vacuna contra el sida, solucionar el hambre en el mundo y descubrir el sentido de la vida sumando y restando números?

No lo sé, pero parece que hay un montón de problemas que sí podrían resolverse así, con una gran calculadora. En el mundo existen millones y millones de datos esperando nuestra atención; millones de cifras que quieren ser sumadas, combinadas e interpretadas sólo para enseñarnos lo que ocultan. Pienso en el ADN, en las células, en las estrellas, en los modelos matemáticos que explican el desarrollo o en las variables que provocan una catástrofe.

Muchos de los problemas de la humanidad no tienen todavía solución porque no existe la voluntad política de resolverlos, el dinero necesario o el conocimiento para afrontarlos. Pero otros tantos sólo requieren algo mucho más simple, aunque no menos difícil de encontrar: la capacidad para procesar en un tiempo razonable una información numérica que la tecnología actual tardaría miles de años en interpretar.

Hasta hace sólo una década, para conseguir mucha capacidad de proceso había que recurrir a un superordenador -accesible sólo para grandes empresas y entidades de investigación-, o acumular en un espacio concreto un montón de procesadores capaces de trabajar de forma conjunta. Es decir, había que emplear un dineral y un esfuerzo considerables.

Sin embargo, la aparición de Internet ha facilitado bastante las cosas, al permitir que miles de ordenadores de todo el mundo puedan conectarse entre sí para trabajar como si fueran un enorme computador planetario. Gracias a la Red, cada uno de los pequeños ordenadores que forman este Goliat informático puede recibir el pequeño trozo de una gran tarta de datos, procesarlo cuando le sea posible y enviar los resultados de vuelta a otro ordenador, que se encarga de coordinar a estos davides y de clasificar y agrupar las conclusiones de su trabajo.

Y hablamos de miles y miles de davides. Un grupo que, además, crece cuantitativa y cualitativamente todos los días, pues cada vez más personas entran en Internet y lo hacen con ordenadores más modernos y potentes. Personas dispuestas a ceder parte de su conexión y de su máquina para formar un a entidad superior que pueda resolver cuanto antes un problema universal. Personas altruistas, generosas y solidarias que usan la tecnología para un buen fin. Suena bien.

¿Suena bien? Pues, aunque parezca una perogrullada, supongo que sonará muy bien… si todo este despliegue de recursos y buenas intenciones se usa, en efecto, para un buen fin. Dejen que les explique qué es lo que preocupa a esta anciana.

Actualmente, existen varios proyectos que utilizan la computación distribuida -así se llama- para los fines más variopintos, como conocer los decimales del número Pi, encontrar nuevos números primos, romper sistemas de cifrado o examinar las señales que provienen del espacio en busca de vida inteligente.

Por su parte, la multinacional informática I.B.M. puso en marcha hace unos meses un proyecto de este tipo con un objetivo muy curioso: saber cómo se pliegan las células humanas, a través del análisis de las cifras que representan su morfología y su comportamiento. Conocer algo así, dicen los expertos, permitiría fabricar medicamentos para muchas de las enfermedades endémicas de nuestros días.

El gigante azul cedió su tecnología y sus conocimientos para emprender este proyecto -que tuvo gran repercusión mediática- y al poco tiempo varias decenas de miles de usuarios ya habían instalado el programa que ponía a sus ordenadores a trabajar en él.

La multinacional no tardó en lanzar las campanas al vuelo: el sistema funcionaba viento en popa y había conseguido unos resultados en pocas semanas que habrían necesitado centenares de años de computación con los superordenadores actuales. No obstante, sembró la incertidumbre entre muchos de los voluntarios, al afirmar que los primeros resultados ya habían sido "entregados al Ministerio de Defensa" de Estados Unidos.

Más tarde, un responsable de esta compañía, ante la pregunta de un voluntario, advirtió de que el proyecto no permitía la participación de los internautas de Cuba, Irán, Siria, Corea del Norte… de todos los ciudadanos de las naciones vetadas por el país al que pertenece la multinacional y donde se encuentra la sede de IBM: EEUU.

En apenas unas semanas, un asunto estrictamente científico e internacional había sido manchado por cuestiones políticas tan locales como unilaterales. Por si fuera poco, otras dudas de tipo económico flotaban sobre la comunidad de voluntarios, que exigía garantías de que la información que se obtuviera del proyecto no sirviera para que las multinacionales farmacéuticas registraran nuevas y leoninas patentes que limitaran el uso de los medicamentos.

No sé cómo ha acabado el asunto, pero ha servido para convencerme de que la computación distribuida merece una reflexión general, profunda y pausada. Es cierto que, como cualquier tecnología, puede usarse bien o mal, pero en este caso nos encontramos ante un instrumento tan potente que se me antoja aterrador: un cerebro gigantesco capaz de comprender y arreglar muchos de nuestros problemas y, al mismo tiempo, de imaginar otros tantos, según quién lo ponga a trabajar.

Como no parece fácil que pueda llegar a existir un organismo internacional y democrático que controle este cerebro cibernético, deberíamos exigir ciertas garantías antes de formar parte de él. Deberíamos, al menos, pedir claridad en el planteamiento de cada proyecto, transparencia en su funcionamiento y compromisos firmes sobre el uso de sus resultados. En definitiva, tendríamos que asegurarnos de que este ordenador llamado Tierra funciona con la suficiente democracia como para que ninguna entidad superior pueda llegar nunca a calcular nuestro futuro; por su cuenta y sin nuestro consentimiento, aunque con nuestra ayuda. ¿Les suena?



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