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La insignia
22 de enero del 2005


A fuego lento

El intruso


Mario Roberto Morales
La Insignia*. Guatemala, enero del 2005.


Los zanates tienen el plumaje negro y se alimentan de semillas, aunque yo creo que no sólo de eso. Suelen hacer vuelos rasantes sobre las superficies que les son gratas, y a veces incurren en la temeridad de decorar con sus excreciones los cristales de las ventanas. El zanate es un pájaro devaluado, como todo lo que abunda y alcanza el estatus de popular, al extremo de que suele decirse "gastar en pólvora en zanates" cuando se quiere expresar que algún empeño no vale la pena el esfuerzo ni el gasto ni la buena voluntad.

En el jardín de mi casona de Guatemala suelen aterrizar zanates. Hasta el año pasado, el desván de la azotea estuvo invadido por palomas. Expulsarlas fue una paciente y meticulosa labor casi de exterminio. Con los zanates no hay ese problema, porque llegan, exploran, comen si es que hay algo qué comer, y cuando aparecen los humanos, vuelan asustados hasta ubicarse en alguna altura que a ellos les parece lo suficientemente lejana como para observar desde allí los movimientos de la gente en la casa y volver a aterrizar cuando todo está de nuevo tranquilo. Son pájaros en fuga y no hacen nido bajo cualquier techo desvencijado, como las palomas.

En mi anterior estadía en Guatemala coloqué un espejo grande en mi cuarto, que refleja el barandal del segundo piso y algunos muros de la casa vecina dándole a mi habitación, que es bastante amplia, aún más sensación de espacio. Ocurrió que una mañana escuché el áspero e insistente canto de un zanate. Era tan fuerte su ruido que me llamó la atención. Lo busqué y pude verlo parado sobre el barandal escandalizando el sereno ambiente de la casa. No le di importancia y procedí a hacerme el desayuno. Cuando subí a mi cuarto, el zanate estaba revoloteando frenético ante el espejo, picoteando con saña el reflejo de su propia imagen. Cuando me sintió entrar se asustó y se lanzó contra la ventana, rebotó y cayo aturdido sobre mi escritorio. Luego, volvió a lanzarse contra el espejo queriendo volar en el espacio reflejado que tenía detrás suyo, y entonces yo hice aspavientos ahuyentándolo hacia la puerta para que no se siguiera lastimando y pudiera irse. El pájaro al fin salió, pero como que malentendió mi gesto, porque cuando dejé la habitación y luego regresé a ella después de un rato, encontré mi cama, el escritorio, la computadora y el piso profusamente decorados con sus excrementos.

Eso me enfureció, sobre todo mientras limpiaba todo aquello con sumo cuidado. Salí al patio del segundo piso, miré en derredor y vi que allá estaba el zanate, parado sobre la cornisa de la azotea, cantando con ronca agresividad y mirándome fijamente a los ojos. En cuanto me vio empezó a lanzar gritos de victoria que me sonaron burlones. Moví los brazos y batí palmas para que se fuera, y huyó desapareciendo entre los árboles.

Durante tres días seguidos, al volver yo del baño, me encontraba el cuarto decorado por el disciplinado zanate. Tuve que optar por dejar cerrada la puerta de la habitación cada vez que salía de ella aunque fuera por cinco minutos, porque el zanate acechaba en los alrededores mirando hacia donde yo estaba, presto a lanzarse a revolotear y picotear el espejo, pues por lo visto no entendía que una superficie plana pudiera tener profundidad y eso lo enojaba y lo hacía vengarse del mundo embarrándolo todo con sus desechos. Una mañana en que de nuevo olvidé cerrar la puerta del cuarto, me lo volví a encontrar en las mismas, chillando desesperado por entrar en el espejo. De nuevo lo ahuyenté, y esta vez encontró la puerta del cuarto fácilmente volando a ras del suelo rozándome las piernas.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para habituarme a dejar el cuarto cerrado siempre que yo no estaba allí aunque permaneciera en la casa. Y así pasaron los dos meses que estuve en Guatemala esa vez. Después me fui a Compostela a dar mis cursos de verano y no volví sino ocho meses más tarde a la casona de mi familia. El recuerdo del zanate, de su canto de guerra y sus pertinaces incursiones me obsesionaron todo ese tiempo. Y esa obsesión se incrementó cuando al volver comprobé que no sólo las ventanas de mi cuarto sino también las de la habitación vecina, las de comedor y la cocina, y las del pasillo del segundo piso habían sido decoradas por el negro y ronco pajarraco. Él, sin embargo, ya no estaba. Quizá murió, pensé, tal vez un niño travieso lo mató de una pedrada o se paró sobre un cable de alta tensión. Volví a viajar, esta vez a México, siempre para dar mis cursos de verano, y me olvidé poco a poco del acoso de aquella ave oscura e iracunda.

En diciembre, cuando regresé a Guatemala para pasar las fiestas de fin de año, vi que varios zanates picoteaban flores en el jardín todas las mañanas, y me acordé de su colega belicoso y vengativo. Varias veces, cuando bajo las escaleras o salgo abruptamente de mi cuarto para abrir la puerta de calle, he visto que un zanate se eleva volando en espiral porque estaba explorando las plantas del patio interior. No ha sido mi intención asustarlo, pero sin duda lo he hecho porque el piso del comedor apareció una mañana decorado con las conocidas excreciones. Esta vez no hice caso del asunto. Lo ignoré por completo. De modo que ese zanate vuelve a cada rato y aunque veces sin querer lo asusto, ya no se ha molestado en señalar debidamente su territorio quizá porque considera que no hay enemigos a la vista. A menudo aterriza en el jardín acompañado de amigotes que me vigilan cuando yo los miro desde detrás de las ventanas de la cocina o el comedor. Y yo como si tal cosa.

Durante este tiempo he dejado la puerta de mi habitación abierta cada vez que salgo de allí, y ningún ave se ha parado sobre el barandal a ver su imagen reflejada en él. Pienso que el zanate belicoso llegó una mañana a la baranda, miró su imagen, creyó que era otro zanate usurpándole el territorio, y se lanzó hacia él. Al ver que el otro le hacía frente y que le daba de picotazos con su misma determinación y coraje, su furia se convirtió en obsesión por penetrar mi gran espejo para darle al intruso su merecido. Aquella valerosa empresa de persecución duró hasta que yo cerré el cuarto. ¿Cómo no comprender su frustración cuando interrumpí su ritual bélico? ¿Cómo no aceptar su necesidad de explorar aquel espacio que se le abría como una enorme ventana sobre el muro de mi cuarto, si siempre estaba allí el intruso cantando burlón, haciendo muecas que imitaban al digno guerrero, parapetado cobardemente detrás de una pared transparente que lo mantenía a salvo? Y, en fin, ¿cómo no solidarizarse con su confusión de pensarse a sí mismo como diferente de la imagen que le devolvía el espejo, si esa ilusión de diferencia es la que nos mantiene a los seres humanos defendiendo identidades contrapuestas y oscilando estúpidamente entre la lejana posibilidad de la paz y la cercana realidad de la guerra?

La puerta de mi cuarto sigue abierta. Y durante el par de meses que permaneceré aquí, seguirá estándolo hasta que otro pájaro se atreva a entrar en el espejo en persecución de su respectivo intruso. Esta vez trataré de no distraerlo. Saldré a la calle a pelear mi propia guerra contra la imagen que los demás me devuelven al tiempo que ellos luchan contra la que les devuelvo yo. Y dejaré solo al iluso y valiente pajarraco hasta que caiga en la cuenta de que la suya es también una pasión inútil y decida volar hacia la libertad.


Guatemala, 20 de enero del 2005.


(*) También publicado en A fuego lento



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