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La insignia
16 de abril del 2005


El poder de la imagen


Rosalba Oxandabarat
La Insignia. Uruguay, abril del 2005.


Dicen que fue actor, y de ahí su notable perfomance en el escenario variado en sus alrededores y concurrencia, pero siempre central en que a Karol Woitjyla le tocó encarnar al Papa. Encarnar, no representar, en la más cara tradición del Actor's Studio, ya que por mandato divino y cardenalicio Woitjyla se convirtió realmente en el Papa las 24 horas de los días correspondientes a casi 26 años. Demasiado tiempo para un mismo papel.

Pero Juan Pablo II hizo lo que un actor sabio hace. Lo primero, un gesto generoso: prolongar el nombre elegido por su fugaz antecesor, Juan Pablo I (a falta de atributos que no tuvo tiempo de afirmar, el Papa de la sonrisa, le habían puesto: el Vaticano andaba corto de creativos sagaces a fines de los años setenta). Así quedó un libro Juan Pablo en dos partes; la uno la más breve imaginable, de la que sólo algún escritor de thriller quiere acordarse, la dos muy larga, que no es osado afirmar se recordará mucho tiempo.

Debió inmediatamente abrillantar esas marquesinas algo alicaídas en pleno arranque posmoderno en seguida vendría el auge de lo mismo, vigorizar ese papel que durante el reinado de Paulo VI se percibía algo no del todo justo, en atención a los difíciles equilibrios que tuvo que armar ese papa como sinónimo de vejez y reclusión, casi de derrota (¿era Quino quien chacoteaba con la infinita repetición de "El Papa deplora que....."?). Vigoroso, joven (para los promedios papales), ex actor, ex deportista, ex profesor, ex resistente (a los nazis y a los comunistas), teólogo sin ex, Juan Pablo II plantó su sólida facha de campesino polaco en el principado sempiternamente italiano sin el menor indicio de complejos ni debilidad por su carácter excepcional. Al contrario, hizo jugar esa excepción a su favor. Puesto que un eslavo, alguien venido del otro lado del muro la región entonces más difícil para un apostólico romano, curtido en batallas religiosas que podían remitir a los tiempos heroicos de la iglesia, ajeno a la cortesanía cardenalicia por más que fuera cardenal (difícil imaginarse a Woitjyla asistiendo al desfile de ropas eclesiásticas que despliega Fellini en su Roma), puesto que un extranjero así podía sentarse en el trono de San Pedro, la multiétnica y multinacional grey católica podía mirarse en él como probablemente nunca antes se había mirado.

Su excepcionalidad y su tiempo, así como le dictaron sus cuestionadas o aplaudidas según la ocasión, según el observador posturas políticas, sociales y religiosas, conformaron un estilo, o al hombre portador de un estilo (después de un cuarto de siglo, imposible diferenciar uno del otro). Sólido, más bien grueso, orejudo, con el rostro rubicundo de pómulos altos que combinados con los ojos chicos y alertas daban esa repetida sensación de mirar lejos, con espaldas como dibujadas para cargar, Juan Pablo II descendiendo o ascendiendo a un estrado con su manto, su mitra papal y el cayado que remite a la vez al pastor y al rey, extendiendo sus manos en bendición o concentrándose en público para orar, era una imagen que imponía y se imponía. Es, porque lo sobreviven sus imágenes. Sobreexpuestas y sobreimpresas en la caótica realidad de fin/comienzo de siglo/milenio. Un viejo austero de túnica blanca con la llave de lo que es el bien y lo que es el mal comandando severamente a su grey, atravesando incólume un tiempo donde los límites se deslíen y la ambiguedad es ley. Seguridad en tiempos de miedo, certeza en tiempos de desazón, y esa palabra que los curas han aprovechado desde siempre padre en un mundo desamparado. Una estética más Cecil B de Mille que Zanussi, aunque fue Zanussi, polaco al fin, quien lo filmó. Si hubiera sido diseñado, producido y armado para papa-de-tiempos-de-crisis-religiosa en una hipotética fábrica de líderes, no habría salido más contundente.

Esa imagen poderosa a la vez popular y principesca hizo jugar tiempo y espacio a su favor, o a favor de su mensaje. Ese su tiempo el nuestro incluye los medios, y el Papa llevó consigo, gracias a ellos, a toda la iglesia y mejor aún, a la infinita estirpe de los televidentes católicos o no, al Africa, a Australia, a América Latina, a Europa (hasta al chiquito y laico Uruguay). Es verdad que la Iglesia Católica es experta en el uso de los rituales y su visualidad para armar el delicado y difícil entramado donde el creyente pueda establecer los lazos entre lo profano y lo divino. Pero este Papa en su exposición casi permanente cumplió la la liturgia específica del catolicismo, y la potenció con la otra liturgia pagana y tecnológica de los medios de un modo único.

Las larguísimas horas dedicadas a repasar su pontificado que ocuparon la televisión mientras se esperaba su muerte, Juan Pablo de sesenta años, de ochenta años y retrocediendo otra vez a los sesenta y cinco o los setenta, permitieron verificar el rigor con que se mantuvo esa imagen, o esa suma de imágenes. En vez de repetirse indefinidamente, se fue perfeccionando. Asentada su majestad, no le costaba batir palmas, cantar y bailar con niños y jóvenes, llorar de risa ante una representación teatral. Juan Pablo II comparte con Fidel que no se ofendan cubanistas ni católicos un rasgo que define a ciertos líderes: cuando toma a un niño en sus brazos, o se agacha para besar a una vieja o a un enfermo, pone todo su peso, toda su piel: la criatura de cualquier edad o raza siente realmente el contacto del que abraza, no el roce indulgente al pasar algo que políticos con poca vergüenza y peor aptitud suelen hacer en sus campañas. La criatura es por unos momentos incluida en la carnalidad rotunda del hombre-pastor, del hombre-rey, de Su Santidad, de la que algo le llega. Con razón ya apareció alguna milagrosa cura en un informe emitido en la RAI; los milagros según la tradición del evangelio no caen del cielo sino del con-tacto (tocar con) con eso humano portador del poder la energía, según términos menos comprometidos y más new age.

Cuando los años y la enfermedad lo doblaron, esa dobladura física, visible, palpable, sirvió de contraste para mejor resaltar el dominio de la mirada, la autoridad de los (pocos) gestos que aún hacía en público; un rey Lear alerta interrogando incesantemente a sus hijos. Aún muerto -también muerto recorre el mundo, el Papa delata su rango supremo; es ya igual a todas esas imponentes estatuas mortuorias de obispos y arzobispos que parecen suspender el aire de los templos. Difícil que alguno de esos cardenales que se apuntan en la sucesión pueda aportar presencia similar.

El rumbo impuesto a la iglesia, el progresismo o reaccionarismo, el humanismo o el sectarismo (o todos: los temas y las ocasiones son muchos) de su mensaje es otro asunto, que se debate así debe ser en terrenos más racionales, contables y verificables. Allí se dilucidará, al fin, si como en el conocido poema de Benedetti, este Papa es "mejor que todas tus (sus) imágenes", o peor que ellas. Aunque exista la sospecha de que imagen y ser sean lo mismo. Porque todo, igual, fue impuesto y aceptado y sacralizado a través de un cuerpo, el suyo, y la imagen a través de ese cuerpo, ya incrustada en la retina contemporánea, más persistente que las encíclicas o los mensajes o como se llamen.

Nada menor para la única de las grandes religiones monoteístas cuya ceremonia principal refiere al cuerpo sacrificial, y que recurre a la sugestión y la sacralidad de las imágenes. Ya tiene una nueva, y podría predecirse canonizada, por anticipado.



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