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La insignia
23 de abril del 2005


Bibliálogos: Entrevista con Armando González Torres

Contra el relajamiento de la cultura


Ariel Ruiz Mondragón
La Insignia. México, abril del 2005.


En México existe la costumbre de examinar desde diversos ángulos a los intelectuales. En ellos se ha enfatizado el análisis de sus relaciones con el poder; asunto importante, sin duda, pero que ha hecho soslayar muchos otros aspectos de las tareas, funciones y conducta de los intelectuales en la sociedad. Todavía hacen falta trabajos que profundicen en esos aspectos de nuestro mundo cultural.

Para abrir camino en esa dirección, vale la pena leer una recopilación de textos que acerca de las tareas intelectuales ha realizado Armando González Torres en su libro ¡Que se mueran los intelectuales! (México, Joaquín Mortiz, 2005), en el que reflexiona sobre labores intelectuales como la lectura en la actualidad, los patrones de conducta que amenazan con pervertir las actividades de la inteligencia, las imágenes de intelectuales que se han negado a pertenecer al cardumen cultural, la irracionalidad de varias modas filosóficas y las pasiones que también animan a los pensadores y creadores de cultura.

Sobre esas cuestiones sostuvimos una charla con el autor, quien es poeta y ensayista. Ha colaborado en varias publicaciones culturales, ha publicado con anterioridad cuatro libros -tres de poesía y uno de ensayo- y ha ganado diversos premios como el Nacional de Poesía Gilberto Owen, el Nacional de Ensayo Alfonso Reyes y el Premio Jus 2005, "Zaid a debate".


Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar hoy un libro acerca de las tareas intelectuales, no únicamente acerca de la conducta de los intelectuales?

Armando González Torres (AG): Efectivamente, el título del libro ¡Que se mueran los intelectuales! es simplemente una broma, una provocación. Creo que es muy importante reflexionar sin querer decir la verdad; de la manera más subjetiva y humilde, reflexionar sobre lo que implica la actividad intelectual el día de hoy para alguien que es aspirante a escritor y que al mismo tiempo es consumidor de cultura. En este sentido, es un libro muy personal, que nace de una serie de inquietudes, de confusiones, de perplejidades, respecto al medio ambiente intelectual. La génesis es absolutamente personal y subjetiva; no es un libro académico, sino que intenta ser literariamente respetable, que es mi principal intención.

Lo demás es compartir una serie de reflexiones y de emociones, porque no es un libro únicamente de ensayos; también hay parodias, hay ejercicios narrativos. Es compartir esta inquisición, esta introspección en la vida intelectual desde el punto de vista de un aspirante a escritor.

AR: El libro trata varias decadencias que hay en el mundo intelectual y cultural. Por ejemplo, la de la lectura como religión, de algunas funciones del intelectual (el comprometido, el crítico), del intelectual público, de modas como el estructuralismo y el posmodernismo.

AG: Más que un libro que analice a fondo estas diversas formas de decaimiento de la exigencia intelectual en distintos ámbitos, es la observación de alguien que no como especialista sino como lector curioso se acerca a diversos ámbitos del quehacer artístico e intelectual de nuestros tiempos, y que de repente ve un poco escandalizado y hasta -por decirlo así- ofendido su sentido común. Es compartir esta serie de impresiones y emociones, este escepticismo, esta desconfianza frente a ciertas manifestaciones, de impostaciones que suelen circular como lo más avanzado, ya sea en el campo del arte o del pensamiento.

AR: Sobre el primer capítulo le pregunto: ¿cómo ha cambiado la lectura con las nuevas tecnologías? ¿No éstas deberían apoyar a la lectura, como Internet?

AG: Las prácticas de lectura son cambiantes. Si uno se acerca a cualquier historia de la lectura -que es un ámbito en el que se empieza a hacer una exploración muy seria y concienzuda- se da cuenta de que efectivamente las prácticas y la función social de la lectura son muy cambiantes a lo largo del tiempo.

Tal vez no pueda hablarse de un estado idílico de la lectura. Sin embargo hay una serie de cambios en la concepción de la lectura, ya no sólo digamos en los términos sociales más amplios, sino en la de quienes se supone que por su profesión intelectual o artística son quienes pudieran estar más próximos a la palabra escrita. Creo que en un momento dado hay muchos más incentivos en nuestros tiempos para escribir sin ninguna exigencia, sin ningún control, sino con el fin único de amplificar los currículum. Hay más incentivos para escribir que para leer.

Sobre todo, la lectura no es concebida ya como este acto más o menos reverencial de la tradición libresca, con la intención de que la lectura sea una actividad formativa del espíritu. La lectura actual es más que nada un medio pragmático de ascenso social, de información, y sin duda las nuevas tecnologías pueden ser mucho más eficaces en el otorgamiento de información, aunque no estoy muy seguro de que ayuden a fortalecer esta tradición libresca.

AR: Una parte preocupante de este capítulo es el dedicado a la lectura de los clásicos, debido a que, como allí se señala, han estado dejando de ser parte importante del bagaje cultural de los lectores contemporáneos. ¿Por qué han venido a menos los clásicos en esta época?

AG: Creo que los clásicos han desaparecido de la conversación cultural contemporánea, de la conversación literaria cotidiana, ya no sólo de los programas educativos. Hay un cierto fetichismo de la actualidad, de la novedad, muy impulsado por el mercado, por las necesidades de la industria editorial, en las que los clásicos son mucho más transitorios. Además hay clásicos editados por distintas empresas que compiten entre sí por la legitimidad y por la credibilidad.

No se trata con esto de descalificar toda la producción contemporánea, al contrario. Precisamente el contrapeso de esas obras que han resistido el paso del tiempo que, como dice Bloom, resultan escandalosas para la relatividad contemporánea, permite tener una apreciación más cabal y exacta de la producción contemporánea, y nos permite ver hasta qué punto lo que se nos vende como novedad no son más que Américas redescubiertas.

AR: En ese sentido, ¿cómo distinguir la calidad de un texto literario en un contexto de estrategias mercadotécnicas, de índices de venta, del mismo relativismo cultural?

AG: Yo recomendaría que la gente confíe en su gusto, en su sentido común, y que desconfíe de todas esas inercias críticas que señalan como sagrado un prestigio, una obra. Considero que más que nunca en este tiempo de una oferta editorial de pronto inmanejable, de esta proliferación de prestigios, es muy importante reivindicar la llamada crítica impresionista, pero llena de rigor, de exigencia.

AR: Hay una frase suya que me gustó: "en la actualidad, probablemente un buen lector no pueda medirse por los libros que consume, sino por los que evita leer." Allí debe jugar un papel importante el crítico, ¿no le parece? Puede ser una guía que nos lleve a los buenos libros.

AG: El crítico, por su posición en la vida cultural, puede contribuir y contribuye de manera muy importante tanto a la orientación de los gustos del lector promedio como a la creación de prestigios. En este sentido el crítico tiene una responsabilidad social, modesta pero existente, y debe ser congruente con ella. Una forma de ejercer esta responsabilidad es, por ejemplo, conectar el pasado con el presente, enriquecer el acto de la lectura.

AR: Usted critica dos extremos en los que han caído los intelectuales. El primero es el encierro que han tenido en la academia. ¿Esto no le parece hasta cierto punto natural debido a las nuevas tecnologías, a la creciente complejidad del mundo, que haya una creciente especialización, y que ahora sean más profesores universitarios que intelectuales públicos?

AG: Creo que es absolutamente necesaria esa especialización, y cualquiera con título entiende que cualquier indagación seria en un campo específico tiene que restringirse. Sin embargo, mi inquietud no es tanto que los hombres renacentistas se estén acabando, sino porque no hay una traducción entre determinadas disciplinas especializadas cuyas consecuencias y cuyos desarrollos además competen a toda la sociedad. Pensemos por ejemplo en la clonación, y no hay una traslación de estos debates hacia la vida pública más amplia.

AR: El otro extremo sería en el que caen aquellos intelectuales mediáticos que hablan de prácticamente todos los temas, que aparecen en radio, televisión, escriben en revistas y diarios. ¿Éstos corresponden más a la idea de un intelectual público?

AG: Así es, aunque creo que el intelectual busca convencer siempre mediante el mejor argumento. Creo que por su naturaleza las formas de argumentación fundamentales para el debate público siguen estando en la palabra escrita. La participación en los medios es muy respetable, y hay quienes la ejercen con absoluto rigor.

Pero de cualquier manera, por su naturaleza siempre va a privilegiar el gesto, la elocuencia artificial, la frase contundente. En cambio la letra escrita permite otro nivel de conversación, de discusión, sobre el cual pueden basarse otras formas y otros ordenes de comunicación pública.

AR: Lo ideal y lo saludable es que esos dos personajes, el intelectual universitario y el intelectual mediático, se complementaran y que entre ellos no necesariamente haya una confrontación.

AG: Sí, de hecho el libro alude a esos dos extremos; pero menciona también que en el medio, en los márgenes de maniobra que existen entre estos dos extremos, florecen muchas profesiones ejemplares. Vemos que por fortuna persisten algunos intelectuales que traen de los campos especializados debates fundamentales para la vida pública y los llevan con el mayor rigor y claridad al ágora.

AR: Hay un artículo acerca del impacto que sobre el mundo de la cultura han tenido los atentados del 11 de septiembre. Allí usted se expresa muy bien del multiculturalismo; sin embargo, al mismo tiempo comparte, por ejemplo, las críticas de Merquior a Levi Strauss por su relativismo que no acaba de reconocer el choque que se da muchas veces entre usos y costumbres y derechos humanos, y la crítica de Kolakowski al culto a las diferencia. ¿No le parece esto contradictorio?

AG: Evidentemente el discurso multiculturalista está lleno de excesos y equívocos. Sin embargo, creo que en su esencia es correcto y es importante. No implica, como quieren hacerlo creer algunos de sus apóstoles, una condena y una culpabilización de Occidente. Al contrario, el reconocimiento de distintas formas vitales y de expresión no quiere decir la desaparición de desaparición de jerarquías o el dejar de lado la búsqueda de valores comunes o valores universales.

Una de las cosas peligrosas es que la búsqueda universal deba satanizarse como una búsqueda etnocéntrica, como una "forma de dominación de Occidente". Deben plantearse de manera más clara y contundente estos dilemas, precisamente del culturalismo, como las eventuales contradicciones entre los usos y costumbres y la noción de derechos humanos, por ejemplo.

AR: En los retratos que hace de seis intelectuales, me llama mucho la atención algunos aspectos de la vida de Orwell, Connolly y Naipaul, como lo son la amargura y el resentimiento que tenían debido a hechos de su vida que los dejaron marcados. ¿Qué papel jugaron esa amargura y el resentimiento en la obra de esos autores?

AG: El papel de las pasiones es fundamental; contra lo que suelen decir las caricaturas, el intelectual no es un ser desapasionado ni sin intereses materiales. En la medida en que esas pasiones y esos intereses se integren a la personalidad intelectual y se defiendan de manera abierta y legítima, creo que puede haber una mayor congruencia entre los actos y las declaraciones.

AR: ¿Por qué en esta serie de retratos intelectuales no aparece ningún mexicano? Por allí apenas aparecen mencionados Paz y Revueltas.

AG: La razón básica es que escribí un libro anteriormente, Las guerras culturales de Octavio Paz, en donde expresé mi parecer personal de lo que habían sido las guerras culturales en los últimos treinta años y del papel catalizador que había jugado Paz en la cultura mexicana. Era un libro totalmente centrado en la escena doméstica, con mucho más detalle. Quise pasar a otro nivel de reflexión mucho más abstracto, mucho más personal y al mismo tiempo mucho más universal.

AR: En el libro se describen varias prácticas intelectuales nocivas que parecen atentar contra la propia tarea intelectual. ¿Cómo atentan los intelectuales contra el intelecto? AG: Creo que hay varias maneras. Una de ellas es la inclinación a seguir las modas, las premisas ideológicas o estéticas que prometen rentabilidad o popularidad; es decir, la tendencia a seguir estas actitudes y argumentos que uno sabe que le van a traer el aplauso de la tribuna. Otra forma es la tentación de trasladar el prestigio, la credibilidad ganada en una esfera a esferas totalmente distintas, como el mercado, el espectáculo, la política.Una más podría ser la autoexaltación, la creación de un personaje como el intelectual histriónico, que actúa más sobre un escenario que sobre la realidad. Estas son algunas de las principales formas en que los intelectuales atentan contra el intelecto.

AR: Hay otro personaje que usted pone de relieve: el intelectual contestatario, que hace profesión del escándalo y el espectáculo.

AG: Sí, el del gesto contestatario, que hace un modus vivendi de la crítica mecánica a cualquier norma, a cualquier convención establecida.

AR: ¿No le parece que ese tipo de intelectual está muy arraigado en México?

AG: Cómo no, estoy completamente de acuerdo. Creo que ha sido una actitud muy rentable para cierto segmento de la república intelectual, que por un lado practica la elocuencia crítica y por otro lado no deja de cultivar las relaciones con el poder.

AR: Como dice usted, estos intelectuales se han vuelto profesionales de la protesta y el lloriqueo. Hay algunos que, si algún día les llegan a publicar sus obras completas, no estaría mal que incluyeran todos los desplegados que han firmado. Entre otras cosas, han sido abajofirmantes extraordinarios.

AG: Considero que el intelectual puede elegir participar en la vida pública de la manera que él quiera; si es firmando documentos, pues es válido y legítimo que lo haga. Sin embargo debe tener en cuenta esto de lo que conversábamos: las eventuales contradicciones y conflictos de interés que implica tratar de trasladar su prestigio y credibilidad ganado en una esfera, a otras esferas, como la política. Por otro lado, una de las aportaciones que puede hacer un intelectual es ese matiz, el equilibrio analítico, la disidencia frente a ciertas verdades gregarias. Eso suele atenuarse en las manifestaciones colectivas.

AR: Cuando han llegado a participar del poder, ¿han sido congruentes los intelectuales mexicanos?

AG: Creo que la participación del intelectual en el Estado siempre tiene conflictos de interés, como también sería su participación en la iniciativa privada o en una empresa de publicidad. Cada situación social plantea diversos conflictos, diversos dilemas. En México ha habido, o hubo en su mejor momento, una tradición de intelectuales que participaron en el Estado, en el forjamiento de instituciones, sin rendir su independencia y su calidad. El propio Octavio Paz fue durante muchísimo años miembro del servicio exterior.

Hay intelectuales ejemplares no sólo como tales, sino como funcionarios públicos, honestos, probos, eficaces, como José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas. Son personajes que contribuyeron de manera muy importante a la creación de una institucionalidad moderna.

Entonces no pensaría en satanizar, de entrada, la participación de los intelectuales en el Estado, en la burocracia, aunque, por supuesto, hay que reconocer que dicha participación plantea una serie de conflictos de interés que es necesario tener claros.

AR; Por el contrario, ¿cómo piensa que debe ser la relación del intelectual con la sociedad?

AG: Muy probablemente es la relación que menos se cuida, y creo que el mayor respeto que el intelectual, que el escritor puede mostrar a su público es la exigencia en sus argumentos, en su creación.

AR: ¿Qué papel debe jugar el público en la escena intelectual?

AG: Afortunadamente, a medida que avanza la alfabetización, que hay un público más educado, más exigente, hay el requerimiento de una mayor fortaleza en la comunicación. En la medida que se fortalezca un mercado cultural, que se promueva la creación de un público informado, en esa medida es posible que aquellos intelectuales que tienen su modus vivendi en la retórica políticamente correcta tengan que ponerse a trabajar.

AR: Leí con bastante interés el texto "Retrato hablado de la culturita" en el que se habla de la comunidad cultural no como una comunidad de ideas, sino como una red de complicidades, de intereses. ¿En nuestro medio priva esta "culturita"?

AG: Por supuesto. Lo que he llamado la culturita, que es la ilusión de una cultura con menores exigencias, relajada, es un signo de nuestros tiempos y es un fenómeno universal. Creo que este cruce, esta mezcla entre el pensamiento, la creación, la moda, la publicidad, es una tendencia de esta época. Pero creo que en países como el nuestro, donde el campo de la cultura ha estado sujeto a una mayor impunidad y un menor escrutinio, es más probable que estos fenómenos se agudicen.



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