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La insignia
7 de noviembre del 2004


Bellas durmientes y putas tristes:
una metáfora sobre la vejez, el amor y la muerte


Susana Pezzano
La Insignia. Venezuela, noviembre del 2004.


Un anciano pide turno en una casa de citas para pasar la noche con una joven. Ella será virgen y permanecerá dormida todo el tiempo que estén juntos No lo conocerá jamás. El sólo podrá mirarla, acariciar su cuerpo desnudo y evocar en esa piel a otras mujeres. Este es el eslabón que une dos novelas, de dos Premios Nóbel de Literatura, de dos países y culturas diferentes.

Siendo ambas obras una metáfora sobre la vejez, el amor, y la muerte, entre "La casa de las bellas durmientes", del escritor japonés Yasunari Kawabata, y la reciente "Memoria de mis putas tristes", del autor colombiano Gabriel García Márquez, media el abismo que separa la sutileza oriental de la desmesura latinoamericana.

Primero fue la novela corta de Kawabata, Premio Nóbel de Literatura 1968. La escribió en 1961, a los 62 años, y se considera una de sus mejores creaciones. Su amigo y compatriota, el escritor Yukio Mishima, la definió como una "obra maestra de perfección formal", dominada por una "tensión sofocante y la densidad de una habitación cerrada".

No es de extrañar que sedujera a García Márquez, Premio Nóbel de Literatura 1982. Alguna vez confesó que era la novela ideal que hubiera querido escribir. Retomó el tema (y casi el título) en el relato "El avión de la bella durmiente" de su volumen "Doce cuentos peregrinos". Y volvió a recrearla, bajo sus propias obsesiones, en su última obra que acaba de salir a la venta con un tiraje superior al millón de ejemplares.

El anciano acostado junto a las vírgenes dormidas que no penetrará jamás es apenas el disparador de dos historias que se bifurcan hasta las antípodas. Uno reencontrará en ella el goce de la vida y vivirá un loco y gran amor. El otro descubrirá la belleza serena y a la vez violenta del erotismo al rondar la muerte.

Los dos personajes, uno de 90 años y otro de 67, se rebelan a su manera contra la vejez. Uno la experimentará como el lento paso del tiempo, una circunstancia más en una existencia de por si monótona que cambiará radicalmente por el amor. El otro pretenderá huir de la decrepitud y sentirá la desesperación insoportable del que se debate entre el deseo y el rechazo de la muerte.

Escrita en el tono de "El amor en los tiempos del cólera", la novela de García Márquez transcurre en la costeña ciudad colombiana de Barranquilla, en los años 50. Se respira el sofocante trópico en las viejas casas bajo el sol abrasante, de arcos de estuco y hamacas para dormir. Hay "chicharras pitando a reventar en el calor de las dos" y los "aguaceros convierten las calles en torrenteras", pero escampa en minutos. Hay burdeles junto al cementerio, salones de cine sin techo, grupos de hombres solos discutiendo a gritos sobre fútbol y los borrachos lloran en las cantinas a sus muertos.

Lejos, muy lejos, en Tokio o Kioto, los personajes de Kawabata se pasean por bosquecillos de bambúes de hojas finas y suaves de plata. Hay "una corriente azulada, donde una cascada caía con estrépito y el rocío reflejaba la luz del sol". Visitan el templo de las camelias de pétalos caídos, con su árbol de 400 años que florecía en cinco colores diferentes. Hay un enjambre de mariposas blancas que surge de los arbustos y "las ramas de un arce se mecían bajo el impulso del viento que no parecía existir" .

El paisaje exuberante del Caribe moldea al viejo profesor de castellano y latín, apodado por sus alumnos Mustio Collado. Empedernido "solterón sin porvenir" que nunca se acostó con las mujeres sin pagarles, confiesa que "las putas no me dejaron tiempo para ser casado". "Feo, tímido y anacrónico", tiene muy mala química con los niños y animales: "me parecen mudos del alma". Vive "sin perros ni pájaros ni gente de servicio", desde los 32 años. "Hoy, jubilado, pero no vencido", escribe columnas dominicales en El Diario La Paz donde fue inflador de cables durante cuatro décadas.

De Collado sabemos todo: su familia, la casa donde vive, los trabajos realizados, la vestimenta que usa y hasta un registro de las 514 mujeres con las que hizo el amor entre los 20 y los 50 años. Del protagonista de Kawabata, el anciano, Eguchi, apenas conocemos que se gradúo en la Universidad de Tokio, es casado y tiene tres hijas, la menor violada. "La fealdad de la vejez lo estaba acosando", pero todavía era capaz de sentir goce."Siendo humano, de vez en cuando caía en una vaciedad solitaria, en una fría desesperación".

También difería la posada de los placeres. Alegre y destartalado burdel ubicado en las afueras de la ciudad, al prostíbulo de la novela de García Márquez, se entraba por una tienda que pretendía disimular lo que todos conocían. Tras un patio con techumbre de palmas para las fiestas de la administración pública, se cruzaba un bosque de árboles frutales y se ingresaba a la galería de seis alcobas de adobe. Hasta allí llegaban los llantos y gritos de la calle. Ahí se oían los chismes de los políticos. "La casa, como todo burdel al amanecer, era lo más cercano al paraíso".

La casa secreta que visitaba Eguchi, y los selectos ancianos, que tal vez "habían prosperado practicando el mal", era una posada de dos pisos y cuatro habitaciones. Antigua villa campestre, tenía un jardín grande con pinos y arces. Se escuchaban las olas y olía a mar. El resto "todo era silencio". Regida por estrictas normas que prohibían hacer el amor con las mujeres durmientes, Eguchi está convencido de que transgredir las reglas convertiría la casa en un burdel ordinario.

Opuestas también las dos mujeres que regenteaban la casa, son personajes clave que los autores describen con minuciosos detalles. Rosa Cabarcas, la dueña del burdel colombiano era una mujer de gran tamaño que ahora parecía una niña vieja."Sólo le quedaban vivos los ojos diáfanos y crueles". De frases cortantes, impregnadas de sabiduría popular o de un humor ácido, puede traficar y a la vez proteger a sus putas. Pero detrás de tanta dureza se esconde una tierna humanidad que la convierte en la amiga incondicional y principal aliada del profesor Collado.

Por el contrario, la mujer que administraba la casa de las bellas durmientes de Kurawabata tenía una actitud seria y formal. "Parecía muy segura de sí misma", obsesiva en el cumplimiento de las reglas, distante y pragmática. Hablaba con un "murmullo glacial" y poseía una "risa diabólica". Repugnante al tacto, era "alcahueta, fría y avezada".

La novela de García Márquez tiene un comienzo contundente: "El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen". El inicio de Kawabata apenas sugiere: "No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada". Y aunque los dos hombres viejos contienen el aliento ante la belleza y la juventud de la primera mujer dormida con la que yacerán, sus historias sólo se asemejan en la insistencia con que vuelven a la casa, el descubrimiento de otra sutil sensualidad y la búsqueda impaciente por recuperar la corriente de la vida.

Es una lucha contra la vejez y sus desmemorias, contra los dolores del cuerpo y la sensiblería del alma. Para el profesor Collado, los "primeros cambios son tan lentos que apenas si se notan, y uno sigue viéndose desde dentro como había sido siempre, pero los otros los advierten desde fuera". Para Eeguchi, la senilidad era un atributo repugnante, sinónimo de tristeza, fealdad e indiferencia.

En la evocación de las mujeres que amaron, el profesor Collado le imprime un aire de fiesta, de explosivo humor y polvos disfrutados. Desfilan Castorina, la primera puta que lo desvirgó con apuro y maestría; Damiana, la criada sodomizada que aún hoy le acomoda la casa; Ximena Ortiz, la provocadora hija de ricos que abandonó en vísperas de la boda y Casilda Armenta, una prostituta de su juventud que reencuentra a la vejez, casada con un chino.

Los recuerdos de Eguchi están teñidos de frustración. Reconoce que ha pasado noches ingratas con las mujeres, no por lo desagradable de su aspecto, sino por el tenor de sus tragedias. Junto a las bellas durmientes, evoca la pulcritud de las partes secretas de la muchacha cuyo pecho dejó húmedo en sangre, la mujer de mediana edad que antes de dormir contaba los hombres por los que hubiera querido ser besada; la prostituta casada con un extranjero que se entrega en un hotel de Kobe; la adolescente que hace el amor apruada porque quiere ir a bailar. Rememora la violación de su hija y la muerte de su madre. Transita de los sueños a la pesadillas.

Collado conoce a la joven virgen durmiente y quedará prendado. Desde la primera noche la llamará "Delgadina, alma mía". Impaciente y ansioso regresará al burdel. No querrá otra. La colmará de regalos, adornará la habitación, y el resto del día la imaginará con tal nitidez "que hacía de ella lo que quería". Había descubierto "el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor".

Queda al borde la ruina, pero "la casa renacía de sus cenizas y yo navegaba en el amor de Delgadina con una intensidad y una dicha que nunca conocí en mi vida anterior". A los 90 años, conoció su "ser natural" y "me volví otro". Celoso y violento, la insulta pero se arrepiente. Cuando cree desfallecer regresa a buscarla y le dicen que ella está enamorada de él. Entonces siente que está condenado "a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años. Fin de la novela, principio de su nueva vida.

En el reverso del humor tierno del profesor Collado, sus historias disparatadas, y el gozo del amor descubierto a la vejez, se instalan las reflexiones sombrías de Eguchi, el consuelo efímero de la sensualidad sobre los cuerpos mudos, las fantasías de suicidio, los raptos de violencia y los deseos de venganza, la sangre y los recuerdos, la angustiosa "búsqueda de la desaparecida felicidad de estar vivo" y la belleza del erotismo ante la vecindad de la muerte.

Son dos historias de ancianos, de culturas distintas, que buscan el hechizo de la vida junto a los cuerpos de las vírgenes durmientes. ¿Experimentan placer o huyen de la muerte? Tal vez el acertijo se resuelve en las cavilaciones de Eguchi : "los viejos tienen la muerte, y los jóvenes el amor, y la muerte viene una sola vez y el amor muchas. Era una idea para la que no estaba preparado, pero le calmó".



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