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La insignia
9 de diciembre del 2004


Goldfish shoals nibbling at my toes
(y lo que te rondaré, morena)


Jesús Gómez
La Insignia. España, diciembre del 2004.


Mi primer recuerdo de Londres es la estación de Euston, cerca del final de Tottenham Court Road. Ya había estado antes en la ciudad, bajar del avión y tomar un autobús o bajar del avión y subir a un coche con rostros familiares, pero siempre de paso, hacia el norte, y aquélla era la primera vez que iba a quedarme una temporada.

La experiencia empezó con mal pie. Cierto estadounidense, de quien me abstendré de hacer comentarios -falleció pocos años más tarde-, nos había ofrecido generosamente su casa tras disfrutar de nuestra hospitalidad en Madrid; pero llegado el momento, retiró lo dicho y nos dejó colgados, casi sin dinero y con dos maletas, en un ahora qué. Llamemos a Gary, dijo ella, y el gran Gary (déjate de Australia y vuelve a la civilización) nos sacó del aprieto y dijo cómo no, esperadme en el bar tal de la calle cual, justo en Brixton, adonde ya arrastraba a mi acompañante: los Clash se acababan de separar y me debía una dosis de mitomanía.

Resuelto el problema, recogí las maletas que había dejado en el suelo, incluida la gris de la RDA que me reventaron en Barajas, y arrojé el cigarrillo a una alcantarilla. Entonces se acercó una mujer de unos cincuenta años, rubia, vestida en tonos crema, y me soltó un discurso que naturalmente no entendí y que Angela (todavía tengo aquella chupa, adivina cuál) me explicó dos minutos después entre cerveza y cerveza. La doña me había puesto a caldo por tirar la colilla al precioso alcantarillado londinense, supermercado de coprófagos y sede de la población de ratas más extensa de Europa.

Ahora se habla mucho de centralidad y periferia. Lo secundario alcanza protagonismo, en teorías y en personas, por la superpoblación de tontos en el mundo de la información y de la política y por el puñado de listos que procuran que no se hable de economía, clases sociales, derechos y otros desagradables conceptos marxistas. Pero eso, faltaría más, se puso en marcha en cuanto un par de monos decidieron que ya estaba bien de tanto árbol y se pusieron a hacer lo mismo que hacían antes, seguir las normas de la naturaleza (como soy más fuerte que tú, me follo a tu hembra, la mato, me como a tu hijo y te jodo el coche), y un par de cosas que no hacían antes y que los mejoraron (ser humanos: mandar al guano a la muy psicópata Pacha mama, donde los débiles no se comen una rosca). Resumiendo y retomando, que son gerundio: a mediados de los ochenta, a España todavía no había llegado la cruzada antitabaquista que triunfaba, como otras muchas fascistadas, en Inglaterra. El mundo estaba cambiando a peor y lo sabíamos, pero entonces podíamos salir de Gatwick y regresar a la capital de la gloria como quien viaja al paraíso, uno ciertamente extraño, sin dinero, casi siempre sin empleo, sin casa -qué actual me suena- pero plural, vivo, bien distinto al yermo británico que se manifestaba de forma tan llamativa desde el fundamentalismo moral hasta la confusión de lo público y lo privado pasando por un grado de deconstrucción política desconocido para nosotros.

Al final, la línea del frente se rompió y la ola reaccionaria también llegó a mi país. Lo hizo totalmente en el terreno de lo económico y de los derechos sociales, ya bastante castigado porque la cantinela del «Estado del bienestar» sólo fue aquí una sombra, una ficción, franquismo mediante. Pero también lo hizo en lo ideológico. Y aunque se estrellara contra nuestras razonablemente liberales costumbres, casi vanguardia universal a estas alturas de la película, hoy podríamos dar la vuelta al refrán y afirmar que no hay bien que cien años dure. Primero nos quitaron el pan. Después, nos jodieron el circo. Si el asunto sigue así, acabaremos en la cárcel por el delito de hacer de nuestras vidas y de nuestro cuerpo lo que nos dé la gana.

Lo del tabaco parece poca cosa, pero tiene su miga. No es, como alguien afirmaba recientemente, que las cifras sobre la incidencia de determinados compuestos en la salud sean falsas. Son ciertas. Es, y esto es lo grave, que parte de los fallecimientos y de las enfermedades que se han estado atribuyendo durante décadas al tabaquismo tienen su origen en otros factores contaminantes, incomparablemente peores y cuya eliminación implicaría un vuelco total en sectores económicos que no se andan con chiquitas (el automovilístico, el petrolero, etcétera). De modo que cacemos al fumador, derivemos la responsabilidad hacia el vicio individual y fabriquemos cada vez más coches con motores diesel, por ejemplo, que la gente está acostumbrada a no pensar y ya saldrá algún conductor del artefacto asesino, tipo sano él, buen ciudadano y mejor imbécil, a ayudar a la Inquisición con el lumpen que fuma. Problema: de vez en cuando, hay estudios que no están patrocinados por corporaciones estadounidenses. De vez en cuando hay médicos que cumplen su código deontológico y profesionales que investigan y que no se enteran de los avances y chorradas de su propio trabajo por la prensa o por revistas empresariales. Incluso a veces, el Estado nos sorprende, hace de benefactor público y financia algo serio, como el trabajo que realiza APHEIS en la UE, y que afirma: «sólo en tres países europeos, entre 19.000 y 44.000 personas fallecen cada año por causa de los efectos de la contaminación atmosférica». También dice otras muchas cosas, y eso que acaban de empezar. ¿Han visto ustedes alguna macrocampaña de salud al respecto? ¿Alguna medida, siquiera menor? Pues volvamos a la cacería, que es lo guay, y cuando no quede ni un solo fumador sobre la Tierra ya nos inventaremos otra cosa para disimular lo que realmente está pasando. Como los pedos de las vacas, que son muy malos.

Pueden elegir el problema y la perspectiva que deseen. Hay para dar y tomar en docenas de asuntos distintos, toda una enciclopedia del fraude esperando a sus Diderot y D'Alembert con un agravante del que conviene ser conscientes: la mentira que vivimos es demasiado obvia para estar triunfando -incluso en Europa occidental- sin más apoyo que la derecha tradicional y una extrema derecha inexistente u oculta bajo el traje del populismo; triunfa porque la izquierda, ésa que debía ser vanguardia y es cuarto trastero, ésa que debía generar debate y es patrona de lo políticamente correcto, se ha sumado a la fiesta con sus propias falanges de puritanos. Pero sin salirme demasiado de la línea anterior, vean lo que sucede con el asuntejo de las drogas. De las ilegales, claro, porque de las legales no se habla; y no me refiero al sufrido alcohol, sino al glorioso empastillamiento que tiene a medio planeta dormido, dopado y dependiente de otra dosis oficial para su enfermedad real o inventada.

Cuando la humanidad retrocede a planteamientos y convenciones que ya habrían parecido fundamentalistas hace dos mil años, es que tiene un grave problema. Es lo que ha sucedido con el consumo de drogas: el éxito de la ofensiva prohibicionista iniciada por Estados Unidos a finales del siglo XIX se puede comprobar de múltiples formas, pero me parecen especialmente elocuentes los distintos grados de incomodidad que sienten muchos votantes y militantes de la izquierda ante las propuestas, que por supuesto subscribo, de total legalización. Pregúntense qué han hecho de ustedes para que un ciudadano del Imperio Romano o un pobre esclavo de la Grecia clásica tuvieran más sentido común y menos prejuicios. Les están tomando el pelo de un modo tan poco sutil que dan ganas de aplaudir a rabiar, así que menos risas a cuento del analfabetismo que achacan a los muy cristianos y derechistas estadounidenses. La sociedad de EEUU lleva tiempo enferma, es cierto, y también lo es que nunca ha contado con la ventaja del laicismo y de la relativa fortaleza y pluralidad social de Europa occidental, pero sólo caen primero porque los han empujado antes.

Sinceramente, entre los consumidores de cocaína o heroína que conozco y he conocido a lo largo de mi vida, y desde luego entre los consumidores de sustancias tan inocentes como la marihuana y el hachís, el porcentaje de adictos es tan marginal que los pacatos pueden dormir tranquilos. Me gustaría poder decir lo mismo en el campo de las drogas legales, y más concretamente en el campo de las que se dispensan mediante receta médica (gracias de nuevo, David, por tu imprescindible conferencia), pero no puedo; ahí, los yonquis son legión aunque en general ni lo saben ni se lo plantean: gracias a esas maravillas de la manipulación del lenguaje, para ser adicto hay que ser -salvo en casos extremos- adicto a algo ilegal. Si cuenta con el permiso del poder político y científico, no hay yonqui posible, no hay adicción, no hay campañas, no hay nada. Sencillamente, ni la obediencia ni la sumisión son problemáticas para el sistema.

En noviembre, el Observatorio Europeo de las Drogas afirmaba que más del 40% de los estudiantes españoles de entre 14 y 18 años admite haber tomado drogas ilegales. ¿Admite haber tomado? Sean serios con los tiempos verbales, ya que no lo son con lo demás; sería más correcto: admite tomar. ¿El 40%? Tiren hacia el ochenta y estarán más cerca, pero con la que está cayendo es lógico que mientan a los entrevistadores. Nosotros también mentíamos a su edad. Es más, la mayoría sigue mintiendo porque decir la verdad públicamente en este asunto está mal visto o tiene graves consecuencias laborales. No se trata sólo del cinismo de los gobiernos. La victoria del puritanismo es también la victoria del muro de silencio. Somos pocos, muy pocos, los que estamos dispuestos a decir donde haga falta que tomamos lo que nos apetece, cuando nos viene en gana, diga lo que diga la ley. Y así, el mundo sigue girando y la bola de la estupidez crece y crece hasta que criaturas hasta las cejas de coca y whisky presentan festivales contra la droga mientras individuos hechos y derechos lo ven en la tele, se meten otro chute de pastillitas de colores y dan la razón a la nueva ministra superpija que quiere instalar la ley seca y prohibir las palabras violentas, obscenas y chungas.

Lo último, como saben, tampoco es una broma. En este universo de tarados abundan los que proponen hacer limpieza de la literatura, la música, el cine, etc., para descargarlos de palabras, imágenes, sonidos y situaciones que alguien (quién sí, quién no) pueda considerar sexista, racista, violento, socialmente inconveniente o de mal gusto. Si se estaban preguntando dónde se incuban los huevos de la serpiente, no se pregunten más. Para hacer fascismo no son necesarias circunstancias históricas concretas, camisas negras o azules y trajes militares sobrios (a la española) o con plumas y doraditos (a la italiana). Es exactamente lo que se hace cuando se proponen ese tipo de cosas o se acusa de irresponsable y prácticamente de pederasta a un conocido escritor por incluir en su narración a un viejo que se enamora de una puta de 14 años. Qué casualidad, fíjense. Sin dedicarme a la prostitución -y se me ocurren trabajos peores: la mayoría-, casi es la misma edad que tenía el firmante de este artículo cuando se acostó por primera vez con una mujer, once o doce años mayor que él. ¿Debí denunciarla? ¿Es correcto escribir sobre ello, pequeños talibanes?

Fuera del contexto general, los detalles mencionados, y otros muchos que me reservo por no aburrir, parecen anécdotas; se puede alegar que vivimos una época de cambio, lo más parecido en términos históricos a la adolescencia y a las histerias, exageraciones y fundamentalismos que conlleva. Dentro del contexto general, me quito veinte años de encima, retomo la historia original y vuelvo a Gran Bretaña:

Tardé en comprender que el elemento que más me desagradaba durante el tiempo que pasé en la isla, a lo largo de cuatro años, era invisible, no formaba parte de la típica lista de divergencias en costumbres, gastronomías, climatologías o incluso estructuras políticas y sociales. Años perdidos en militancias me impedían caer en la cuenta de que se trataba de una simple distorsión, pero irritante como arañar una pizarra, en el tipo de propaganda que sufrimos; la aplicada a los británicos resultaba tan burda que ni siquiera podía manifestarme comunista, fuera de los círculos de amigos, sin provocar un episodio de pánico social; la aplicada a los españoles, tan burda que no podía ponerme mis Dr. Martens sin que algún progre me tomara por neonazi. Lo absurdo y aun ridículo en un sitio era normal en el otro, luego cualquiera era fácilmente consciente de la mota en el ojo ajeno. Hoy, lo absurdo y aun ridículo es normal en todas partes.

Mi generación, que creció con la aventurera y familiar presentación de James T. Kirk en Star Trek, ha terminado en la mucho más realista -visto lo visto- de Red Dwarf: «Ésta es una angustiosa llamada de socorro desde la nave espacial Enano Rojo. La tripulación murió a consecuencia de una fuga radioactiva. Los únicos supervivientes fueron David Lister, que estaba en hibernación suspendida cuando se produjo la catástrofe y su gata preñada, que quedó encerrada y a salvo en la bodega. Revivido tres millones de años más tarde, los únicos compañeros de Lister son un ser que evolucionó a partir de la gata y Arnold Rimmer, el holograma de uno de los componentes muertos de la tripulación». Para los que no tuvieran ocasión de disfrutar de la magnífica serie de la BBC, añado que Holly, el ordenador, elegía a Rimmer para acompañar a Lister porque era la persona con la que había intercambiado más palabras: catorce millones; siete millones propias para mandarlo a hacer puñetas, y siete millones apuntadas por Rimmer en su informe de quejas por mandarlo a hacer puñetas.

Veinte años después del tren que me llevó a Euston, lo tengo claro. Casi toda la tripulación de la Tierra ha muerto y sólo quedan unos cuantos humanos y un ejército de hologramas gilipollas que apuntan todo lo que decimos, lo bueno, lo malo, lo regular, lo que suena a peligroso, lo que parece irreverente, lo inocente, esto y aquello, para denunciarnos a un capitán también fallecido y lograr, quién sabe si, un miserable ascenso.

A todos, que la travesía les sea leve. Y a los amigos de ayer y de hoy, pocos pero vivos, ya sabéis:

I want to lie shipwrecked and comatose,
Drinking fresh mango juice,
Goldfish shoals nibbling at my toes,
Fun, fun, fun
In the sun, sun, sun…


Madrid, 9 de diciembre del 2004.



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