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La insignia
19 de septiembre del 2003


Chile, 1973-2003

Allende, el regreso a la verdad histórica


__Especial__
Chile: 1973-2003
Carlos Orellana
La Insignia. Chile, septiembre del 2003.



Mitterrand no lo habría hecho mejor. Más de alguien recordó su ascensión a la presidencia de Francia y la calculada y teatral marcha en solitario por los pasillos hacia el interior del Panteón. Ricardo Lagos saliendo de La Moneda por la puerta Norte; dobla hacia Morandé, vira por esa calle y se detiene ante la emblemática puerta que la dictadura hiciera desaparecer cuando reconstruyó el edificio que sus aviones homicidas habían destruido el 11 de septiembre de 1973.

Por Morandé 80 salió el cuerpo de Salvador Allende aquel día, y ahora, reabierta, da paso a Ricardo Lagos en su ingreso simbólico al palacio de los presidentes de Chile, quien avanza a los compases de una sonata solemne que toca la orquesta Filarmónica de Santiago. La dirige Fernando Rozas desde un estrado instalado en el costado sur del Patio de los Naranjos, copado por unas mil seiscientas personas que ven en pantallas gigantes cómo Lagos cruza solemnemente el umbral y estampa de su puño y letra un mensaje -inaugurándolo-- en el libro de visitantes. Prosigue luego su marcha, y cuando ingresa al patio, los mil seiscientos concurrentes se ponen de pie y aplauden con entusiasmo. Están allí representados casi todos los colores del arcoiris político, social y cultural chileno, salvo la derecha y los militares. Tampoco está presente la llamada "izquierda extraparlamentaria", que sí formó parte del auditorio el día anterior, el miércoles 10 de setiembre, en el acto dedicado específicamente a la memoria de Salvador Allende. El anfitrión fue entonces el ministro del Interior, quien presidió la instalación de un busto del mandatario mártir en la sala de los presidentes, más una placa recordatoria y dos pinturas, una con la efigie de Allende hablando desde un balcón de La Moneda, y el otro con la imagen del mismo balcón, pero completamente destruido por las bombas de los Hawker Hunter.

Para calmar las protestas de los dirigentes demócratacristianos, quienes rechazaron, en gesto que los ha empequeñecido políticamente la decisión gubernamental de homenajear al líder de la Unidad Popular, Lagos decidió entonces que habría dos actos distintos, ambos en La Moneda. Sería únicamente el primero el que estaría centrado en Allende, en tanto que el segundo pondría el acento en la intención conmemorativa del golpe de Estado, asumiendo un carácter ecuménico, abierto a las diferentes corrientes que componen la coalición gubernamental.

Lo último se cumplió sólo a medias, porque Lagos dedicó una buena parte de su elocución a relevar la significación histórica del gesto y las palabras finales del malogrado presidente. Aceptación a regañadientes de algunos contumaces próceres de la DC, y ácidos ataques, por supuesto, de la derecha.

La semana culminó con el homenaje popular a los detenidos desaparecidos. Miles de personas acudieron al Cementerio General, depositaron sus ofrendas florales y escucharon a sus dirigentes ante el Memorial erigido cerca de la calle Recoleta. Esta vez el acto no fue empañado por la acción de aquellos grupos marginales que confunden la causa revolucionaria con sus personales delirios destructivos.

Terminaron así las largas semanas en que el país vivió, como nunca antes, un intenso y casi febril debate sobre el carácter del golpe de Estado y la realidad de los años de dictadura. La conclusión fundamental no deja lugar a equívocos: la batalla por el restablecimiento de la verdad histórica la perdió la Derecha. Sus ideólogos, sus historiadores y sus políticos han quedado, por fin, como el rey del cuento, con todas sus vergüenzas al descubierto. Cuando se recuerda lo que, a comienzos de la década del 90, era "la verdad oficial" sobre el Golpe, y las casi insalvables dificultades para oponerle un discurso que esclareciera lo que había tras los aciagos hechos de setiembre del 73 y de los largos años de dictadura, se comprueba que la verdad ha hecho su camino y ya es muy difícil que puedan forzarla a echar marcha atrás.

No hubo medio de comunicaciones que pudiera sustraerse a la poderosa presión de opinión pública que reclamó reflexiones serias, visiones veraces, análisis documentados, testimonios iluminadores. Los más identificados con el pinochetismo y la derecha extrema debieron ocultar esta vez la mano entrenada en la mendacidad y buscaron un equilibrio informativo que permitiera mostrar el rostro de la maldad desde un ángulo menos castigador. Buscaron y encontraron el tema diversionista desenterrando las viejas culpas de la democracia cristiana en la instigación del golpe y su apoyo inicial. Se publicó otra vez la célebre e innoble carta de Frei Montalva a Mariano Rumor justificando la toma del poder por Pinochet y su pandilla. Favor señalado le hizo también a El Mercurio el presidente de la DC, Adolfo Zaldívar, cuando afirmó con la arrogante seguridad en sí mismo que se le conoce que "el principal culpable del golpe de Estado fue Salvador Allende"; se sumaba así a la actitud de su hermano Andrés, presidente del Senado, quien poco antes había afirmado on tono un tanto airado que no iba a participar en ningún acto en homenaje a Allende, porque había sido opositor a su gobierno. Opositor también de Pinochet, nada le impidió sin embargo mantener en su trato con él las mejores maneras, mientras el general vivió su efímero tránsito por la Cámara Alta como senador vitalicio. Los dos Zaldívar pusieron con esto una lápida a la digna actitud de Radomiro Tomic, Bernardo Leighton, Renán Fuentealba y una docena más de prominentes DC que dos días después del golpe lo condenaron públicamente sin ambigüedad alguna.

En la derecha hubo algunos, por supuesto, que no quisieron arriar sus banderas. Hubo un caso, emblemático por lo patético, el del abogado y columnista de El Mercurio, Hermógenes Pérez de Arce, que reiterando su sostenida e inflexible línea ultramontana, rindió en una entrevista un increíble homenaje al coronel Miguel Krasnoff Marchenko, uno de los célebres torturadores de Villa Grimaldi.

Un papel sorprendente jugó la televisión chilena, tan frívola y acomodaticia, y tan temerosa durante estas dos décadas de rozar siquiera los temas de los detenidos desaparecidos, los torturados, los asesinados. Sufrió una suerte de destape, a veces un tanto ambiguo, otras con reticencias y verdades sólo a medias. Pero el impacto público que causaron algunos de sus programas no van a ser fácilmente olvidados. El reportaje, por ejemplo, dedicado a la fragata "Esmeralda" y su papel como centro de detención y torturas -nunca antes admitido o menos exhibido en imágenes--, o el impacto alucinante que producía el brutal contraste entre las sabias y cálidas palabras de Salvador Allende y la vulgaridad y grosería del lenguaje empleado por Pinochet en sus instrucciones de campaña. Esas imágenes sonoras -como suelen también ocurrir con las imágenes visuales-hicieron estos días más por el restablecimiento de ciertas verdades, que miles de palabras impresas.

Allende ha resurgido como la gran figura política chilena del siglo xx. Y Ricardo Lagos, político con sentido de la oportunidad, lo comprendió ahora a tiempo. Todos saben lo olvidado que el personaje estuvo durante el ya largo período de gobierno de la Concertación. Todos recordamos el aire culpable con que el gobierno de Aylwin patrocinó el traslado de los restos de Allende al Cementerio General. Los muchos miles de personas que intentaron sumarse al cortejo, tuvieron que asistir como simples e impotentes espectadores de la comitiva oficial que atravesó la ciudad a toda velocidad para que nada perturbara la frialdad del protocolo oficial. El 93, los veinte años del Golpe merecieron apenas una mirada casi de soslayo, porque la llamada "ala progresista" de la Concertación mantenía una actitud de conciencia culpable, como si quisiera persuadir que Allende le era más o menos ajeno y de la Unidad Popular ni hablar. Fue luego la actitud que Lagos mantuvo en su campaña presidencial: la de "no se oye, padre", mientras Lavín machacaba con ambos temas.

En sus tres primeros años de gobierno, el actual presidente mantuvo en general frente al tema de los derechos humanos una actitud fría y distante. Su lema, repetido infinitas veces, era: no quedarse anclado en el pasado, mirar hacia el futuro. Lo reemplazó ahora por un astuto: no hay futuro sin el reconocimiento del pasado. Esta frase no la dijo, ciertamente, en su Mensaje Anual a la Nación el 21 de mayo reciente, en el que no hubo una sola palabra, ni una sola palabra sobre las tares pendientes en derechos humanos, ni menos sobre algo que parecía obligatorio para el jefe del Estado: mencionar (mencionarlo, al menos), que este año se cumplían treinta años del golpe, y que por lo tanto correspondía hacer un alto en el camino para dedicarlo aunque no fuera sino a la reflexión sobre tan capital hecho de nuestra historia. Ni una sola palabra sobre estos temas en el el solemne documento presidencial. El gobierno tenía completamente olvidadas estas preocupaciones, que no eran las suyas, y sólo vino a recordarlas cuando la UDI --¡la UDI, el partido de la ultraderecha pinochetista!-anunció que estaba preparando un proyecto para atender reparaciones a los familiares de detenidos desaparecidos, como una manera de ponerle un punto final al problema. El campanazo (y el bochorno) para el gobierno fue descomunal. Fue el aguijón que gatilló todo lo que ha venido después.

La Justicia todavía no llega pero la Verdad ha dado un gran paso. No en todos los dominios, porque aunque la figura de Allende ha visto reverdecidos sus fueros, la derecha buscar reponerse de su derrota, buscando al flanco del ataque no a la persona sino a su gobierno, a la Unidad Popular. Su lema es hoy: el gobierno de la Unidad Popular es el peor que ha tenido Chile en toda su historia. La consigna suele no ser ineficaz, tanto que algunos beneméritos socialistas y del PPD --el ya mentado "eje Progresista" de la Concertación--, aparecen de repente haciéndose eco de la irresponsable afirmación. Un caso extremo es el de personajes como el ex comunista Luis Guastavino, que se inculpó públicamente autoacusándose de corresponsable del golpe militar. "todos fuimos culpables", dijo con aparatosa solemnidad. Es evidente que si todos somos culpables, nadie en verdad lo es y nadie puede ser juzgado. La apoteosis de la impunidad.

El que perdió, sí, definitivamente, la batalla del reconocimiento histórico, es Pinochet. Este domingo, un diario reproduce una entrevista que concedió a un estadounidense --soi-disant historiador-incondicional suyo, a comienzos del 2001. Algunos de sus opiniones , que han escandalizado hasta a muchos de sus partidarios, lo muestran como lo que es: un militar deshonesto, amoral, perverso y soez.

Algunos se preguntan si con lo que ha ocurrido estamos, hoy, más cerca que antes de la reconciliación. Hay para esto una buena respuesta en las siguientes palabras del sociólogo Tomás Moulián:

"La reconciliación no va a existir nunca. En primer lugar, la reconciliación es una mala palabra, porque la reconciliación es la hermandad. Es decir, son dos hermanos separados por una lucha, pero que reconocen su linaje común, que reconocen que la misma sangre corre por sus venas y la misma sangre no corre por las venas de los pinochetistas y de los antipinochetistas. El tema de la reconciliación es falso, está absolutamente mal planteado. Lo que tenemos que hacer es aprender a vivir con tolerancia, pero por qué voy a amar al torturador. No. Eso es una pura ilusión mística. Es una palabra del lenguaje teológico desplazada al lenguaje político. Sí podemos decir que podemos vivir en paz, por motivos prácticos y éticos, para no volver a repetir las carnicerías, las noches de San Bartolomé... No soy hijo de un desaparecido ni tengo un desaparecido en mi familia, pero no me reconcilio con los que mataron a los detenidos desaparecidos ni con los que torturaron. No, no me reconcilio."



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