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La insignia
24 de septiembre del 2003


Elegí un camino


__Especial__
Chile: 1973-2003
Pablo Neruda
de Confieso que he vivido
(Capítulo 6: «Salí a buscar caídos»).



Aunque el carnet de militante lo recibí mucho más tarde en Chile, cuando ingresé oficialmente al partido, creo haberme definido ante mí mismo como comunista durante la guerra de España. Muchas cosas contribuyeron a mi profunda convicción.

Mi contradictorio compañero, el poeta nietzscheano León Felipe, era un hombre encantador. Entre sus atractivos, el mejor era un anárquico sentido de la indisciplina y de la burlona rebeldía. En plena guerra civil se adaptó fácilmente a la llamativa propaganda de la FAI (Federación Anarquista Ibérica). Concurría frecuentemente a los frentes anarquistas, donde exponía sus pensamientos y leía sus poemas iconoclastas. Éstos reflejaban una ideología vagamente ácrata, anticlerical, con invocaciones y blasfemias. Sus palabras cautivaban a los grupos anarcos que se multiplicaban pintorescamente en Madrid mientras la población acudía al frente de batalla, cada vez más cercano. Los anarquistas habían pintado tranvías y autobuses, la mitad roja y la mitad amarilla. Con sus largas melenas y barbas, collares y pulseras de balas, protagonizaban el carnaval agónico de España. Vi a varios de ellos calzando zapatos emblemáticos, la mitad de cuero rojo y la otra de cuero negro, cuya confección debía haber costado muchísimo trabajo a los zapateros. Y no se crea que eran una farándula inofensiva. Cada uno llevaba cuchillos, pistolones descomunales, rifles y carabinas. Por lo general se situaban en las puertas principales de los edificios, en grupos que fumaban y escupían, haciendo ostentación de su armamento. Su principal preocupación era cobrar las rentas a los aterrorizados inquilinos. O bien hacerlos renunciar voluntariamente a sus alhajas, anillos y relojes.

Volvía León Felipe de una de sus conferencias anarquizantes, ya entrada la noche, cuando nos encontramos en el café de la esquina de mi casa. El poeta llevaba una capa española que iba muy bien con su barba nazarena. Al salir rozó, con los elegantes pliegos de su atuendo romántico, a uno de sus quisquillosos correligionarios. No sé si la apostura de antiguo hidalgo de León Felipe molestó a aquel "héroe" de la retaguardia, pero lo cierto es que fuimos detenidos a los pocos pasos por un grupo de anarquistas, encabezados por el ofendido del café. Querían examinar nuestros papeles y, tras darles un vistazo, se llevaron al poeta leonés entre dos hombres armados.

Mientras lo conducían hacia el fusiladero próximo a mi casa, cuyos estampidos muchas veces no me dejaban dormir, vi pasar a dos milicianos armados que volvían del frente. Les expliqué quién era León Felipe, cuál era el agravio en que había incurrido y gracias a ellos pude obtener la liberación de mi amigo.

Esta atmósfera de turbación ideológica y de destrucción gratuita me dio mucho que pensar. Supe las hazañas de un anarquista austriaco, viejo y miope, de largas melenas rubias, que se había especializado en dar largos "paseos". Había formado una brigada que bautizó "Amanecer" porque actuaba a la salida del sol.

-¿No ha sentido usted alguna vez dolor de cabeza? -le preguntaba a la víctima.

-Sí, claro, alguna vez.

-Pues yo le voy a dar un buen analgésico -le decía el anarquista austriaco, encañonándole la frente con su revólver y disparándole un balazo.

Mientras esas bandas pululaban por la noche ciega de Madrid, los comunistas eran la única fuerza organizada que creaba un ejército para enfrentarlo a los italianos, a los alemanes, a los moros y a los falangistas. Y eran, al mismo tiempo, la fuerza moral que mantenía la resistencia y la lucha antifascista.

Sencillamente: había que elegir un camino. Eso fue lo que yo hice en aquellos días y nunca he tenido que arrepentirme de una decisión tomada entre las tinieblas y la esperanza de aquella época trágica.



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