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La insignia
18 de septiembre del 2003


Julio César Castro (1936-2003)

El flaco que contaba cuentos imposibles


Rosalba Oxandabarat
Brecha. Uruguay, septiembre del 2003.


Él podría haber empezado esta crónica diciendo "Día que supo ser capacitau pa las cosas fuleras, aura que dice, el 11 de septiembre...". A todos los lutos que la fecha evoca, habrá que sumarle ahora la muerte de Juceca. De don Verídico no, porque quedan los libros con sus historias increíbles, además de apariciones en televisión y cuatro películas de animación -La mujer, El catre, El jugador y El paraguas- que hizo Walter Tournier con su inimitable artesanía sobre esos cuentos de inimitable locura, y que fueron pensados como pilotos de una serie que, por falta de financiación (milagro), no llegó a realizarse. En el teatro también estuvo don Verídico, pero el teatro sólo se registra en el recuerdo, lo que no es poco. Y en la radio, que quizá guarde grabaciones. Y en los boliches, claro, de los que sus cercanos amigos guardan anécdotas que se cuentan y se repiten y quizá cambien un poco cada vez, porque así es la narrativa oral, arte que no cesa.

Pero mientras Juceca se despedía para siempre de Montevideo, también se paseaba en un camión viejo, desde Minas hasta la costa atlántica, acompañado de un perrito compañero y de un grupo de chiflados a su manera que fueron inventados por Morosoli pero podrían haber sido inventados por don Verídico. Don Verídico también se había colado en ese Viaje hacia el mar, en pleno acuerdo con Morosoli y con Guillermo Casanova, el director, porque entre ambos, él y Juceca, se pergeñó el guión que le dio voz y cuerpo a ese grupo de minuanos orilleros que nunca habían visto el mar y cuando lo vieron no quedaron tan impresionados. Y bien mirado -el filme y el recuento- no sólo se queda don Verídico sino también se queda Juceca, porque el personaje y el hombre parecían llevarse tan bien que era difícil, para los no íntimos, distinguirlos, y porque por algo Julio César Castro nació y se conformó así, tan alto -que, como supo escribir de la jirafa, podía ver de lejos y "pa ella todo demora más en irse"-, tan huesudo, con la voz brotando entre sus bigotazos como en un cacareo de gallo rezongón. Hombre y personaje, pocas veces con tanto acuerdo.

La filmación en las sierras debe haber sido una de las pocas incursiones de Juceca en la mera campaña, porque entre los trazos surrealistas de sus cuentos el más notable concierne a su creador, ese gaucho totalmente urbano que se las arregló para inventar un universo campero único, amable, desaforado y ocurrente, en los que el humor es como el envoltorio cómplice tanto para el sueño liberador como para asuntos menos livianos que es posible leer hasta en las siempre absurdas partes de algún nombre propio. El humor, dijo en la única entrevista que le hice, no necesariamente es ajeno a la melancolía, y ahí viene la otra paradoja. Este flaco que hizo reír a tanta gente no era en absoluto afín a la exteriorización fiestera: le saturaban, dijo, los tipos que, como los brasileños, sacan una batucada de cualquier vaso, o los cubanos, que no paran de cantar "Guantanamera". Él se sentía compenetrado con el montevideano, "un tipo interesante, ensimismado investigando sus laberintos, más reflexivo que triste, como decía Zitarrosa".

Esa melancolía que sabía hacer reír confortaba desde las páginas de Marcha, cuando casi todo el resto del semanario, en aquellos años oscuros que culminaban los sesenta e iniciaban los terribles setenta, era un recuento de esos infortunios. En el número inmediatamente posterior al 27 de junio, el cuento de don Verídico se llamaba "El golpe". Se agradecía ese paréntesis de frescura -mucha gente empezaba el semanario por ahí-, porque todo era perfectamente serio y como irremediable, pero el boliche El Resorte abría igual y don Verídico, cuando la historia grande se desfondaba, seguía inventando pequeñas historias que demostraban, en la risa inmediata y en los interminables comentarios posteriores, que los sueños más absurdos suceden y los amigos siempre se reencuentran con un vinito de la casa. Esa "insensata poesía que no osa decir su nombre" (como tituló Alicia Migdal un artículo sobre la, más bien ausente, valoración crítica de la obra de Juceca, BRECHA, 6-VIII-1999) que funda y recorre el humor de don Verídico, explica quizá su larga vida, su vigencia para más de una generación, gentes agradecidas de que el absurdo, la paradoja y el disparate que todos llevamos dentro pero no es fácil describir ni expresar pudieran ser formulados así, en forma narrativa, cómplice y compartible. "De oscuridades de conductas, analogías aparentemente imposibles y clima al que no hay más remedio que llamar surreal, está hecha esta literatura donde la hilaridad y la risa frenética (es muy peligroso leer a Juceca en un ómnibus, o en un café, o en un consultorio) están bordeadas o flirteadas por momentos de introspección que a veces pueden ocupar sólo media frase", sintetiza Migdal en la nota arriba mencionada.

El año pasado Juceca festejó muy orondo los 40 años de don Verídico. Fue en la Posta de Americando, en el Club Alemán de la calle Riachuelo en Punta Carretas. Estaba feliz y, como era usual, hizo felices a todos los presentes con su discurso entre bigotes. Ese falso gaucho "zafado, ingenuo, contumaz mentiroso y en ocasiones medio metafísico", como escribió el poeta Salvador Puig, su amigo de tantos años, tendrá o no su lugar en la historia de nuestra literatura -los académicos tienen fama de serios-. Pocos escritores tendrán, como él, un lugar tan cálido en el corazón de sus lectores.



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