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La insignia
29 de julio del 2003


Vidas rebeldes


Lidia Fernández Fortes
La Insignia. España, julio del 2003.


Realidad

Vidas rebeldes fue calificada como maldita, y no faltan razones para ello: Clark Gable murió un día después de finalizar el rodaje, sin conocer al hijo que esperaba; Marilyn no terminó ninguna otra película hasta su fallecimiento en agosto de 1962, y el estreno fue un fracaso.

El guión fue escrito por Arthur Miller en 1956, exclusivamente para su mujer, a partir de uno de sus cuentos. Fue el regalo de un hombre enamorado, pero cuando la película se rodó el amor ya estaba roto; de hecho, se divorció de Marilyn al terminar el rodaje y se casó con una fotógrafa del equipo que había enviado Magnum.

Marilyn, en aquella época, se encontraba ya muy deteriorada física y mentalmente. Huston no imaginaba el estado en el que se la encontraría al volver de Irlanda, después de tres años de ausencia: dependía completamente de las drogas, tanto para dormir como para despertarse y mantenerse en pie durante el día. A veces tenían que maquillarla en la cama, mientras trataban de despabilarla, y a menudo tenían que suspender el rodaje porque su mirada estaba demasiado ida y olvidaba los diálogos. Se diría que, a esas alturas, su personaje estaba bastante más vivo que ella.


Ficción

Roslyn acaba de divorciarse y conoce por casualidad a un vaquero y un piloto cuya máxima aspiración es tratar de ganarse la vida sin perder la libertad. «Cualquier cosa es mejor que un empleo», repiten constantemente. La relación que se establece entre ellos va definiendo a los personajes poco a poco.

Roslyn siempre se ha sentido sola, incluso durante su matrimonio. Como Marilyn, no tuvo padre, y su madre nunca estuvo cerca cuando la necesitaba. Esto marca su modo de ver el mundo y, en particular, la amistad y las relaciones afectivas. Trata a las personas como le gustaría que la trataran a ella: se interesa por lo que son y por lo que realmente desean, y procura encontrar afinidades para empatizar y confiar; es decir, busca sentirse verdaderamente unida a alguien. Por eso lo mira todo como si fuera nuevo y maravilloso, y se desvive por embellecer el entorno constantemente; intenta hacer la vida agradable a los demás y ver el lado bueno de cualquier situación o persona. Pero la tristeza de aquella niña que no conoció la seguridad que proporcionan los primeros lazos afectivos la persigue -más bien camina junto a ella-, a pesar de que procura en todo momento que no se note; de modo que, a simple vista, y para un observador poco perspicaz, parece una mujer alegre, ingenua y, por supuesto, desconcertante. En realidad, la idea que parece desprenderse de su comportamiento -se empeña en dejar claro que no espera nada-, de sus palabras -«quizá no debamos recordar las promesas de nadie»-, y de su forma de mirar, es la de que lo bueno está fuera de su alcance. Por otra parte, tiene la maravillosa cualidad de ser como un radar que capta las emociones de cualquier ser vivo que se le acerca. Siente la alegría y el dolor ajenos como propios, y detecta, casi intuitivamente, las verdaderas motivaciones que se esconden en el corazón de los hombres. Para ella son lo más importante, porque definen la nobleza o la mezquindad de las acciones. Esto la hace enormemente vulnerable a la vez que la convierte en una compañía incómoda -como todas las personas de emociones excesivas- en situaciones en las que el pragmatismo o la ambigüedad humana se imponen por encima del sentido de la justicia. Su sensibilidad es como un espejo que refleja lo peor y lo mejor de cada uno.

El primero en mirarse en el espejo es Guido, el piloto. Cuando llegan a su casa, charla con Roslyn acerca de la muerte de su mujer: «Iba a dar a luz. Yo estaba arriba, casi terminando la chimenea. Ella dio un grito tremendo y eso fue todo». «¿No podía haber llamado antes a un médico?», pregunta Roslyn. «Parecía estar bien. Yo había pinchado y no tenía otro neumático. Todo nos había ido mal. Pasa muchas veces». Cuando Roslyn le pregunta si se casaría otra vez, Guido responde: «No sé. Me parece que convivir con otra me sería completamente imposible. Era distinta de las demás. Siempre estaba de acuerdo conmigo; jamás la oí quejarse». «Tal vez fue eso lo que la mató», dice ella. Y, como siempre que se le nubla la mirada porque intuye algo desagradable, cambia de tema y se va hacia el salón a buscar una copa, tratando de olvidar lo que ha escuchado.

Luego todos empiezan a beber y suena la música. Gaye la mira sonriente, con un deseo sereno, mientras ella baila con el piloto, que prácticamente se la ha arrebatado de los brazos a su buen amigo. Guido es voraz. Egoísta. Cuando Roslyn le pregunta si su mujer bailaba, él responde: «No como tú. No tenía elegancia». La tristeza la embarga de nuevo: ese hombre es capaz de hablar mal de una mujer que lo quiso tanto. Peor aún; de hablar de esa mujer como si fuera una desconocida. «Murió sin saber que bailabas tan bien», le dice; «en cierto modo, erais como extraños». Pudo apoyarse en ella para resolver problemas -«tendría que haber visto a su mujer; mezclaba el cemento con sus propias manos»-, pero no le dio nada agradable de sí mismo. La chica deja a un lado sus sombríos pensamientos, sonríe y sigue bailando. Se hace de noche y salen de la casa. Roslyn está muy borracha y Guido intenta besarla, aprovechándose de su estado, pero ella lo esquiva. De pronto parece pensar en las distancias inmensas que puede haber entre personas que se suponen cercanas y, en una de las escenas más hermosas de la película, baila sola, descalza, y se abraza a un árbol: lo más sólido que encuentra en esos momentos a su alcance.

El único que se le acerca entonces es Gaye, y no para besarla, sino para ayudarla. «Será mejor que vuelvas a la casa». «¿Te preocupas por mí? Qué amable». «Sólo quiero que no te pase nada».

En el coche, Gaye le pregunta: «¿Por qué está tan triste? Creo que no he conocido a una mujer más triste que usted». «Es el primer hombre que me dice eso», responde ella; «siempre me han dicho que soy muy alegre». «Eso es porque consigue que uno se sienta feliz». Pasan la noche juntos y, al día siguiente, después de desayunar, cuando Gaye coge su escopeta para matar al conejo que se está comiendo las lechugas, Roslyn dice, espantada, una de las frases más recordadas de la película: «No soporto que se mate nada».

El momento cumbre de la historia comienza cuando deciden ir a cazar caballos salvajes. Necesitan otro compañero, y van a la ciudad a buscarlo. Por el camino se encuentran con Pierce, un hombre alcoholizado, rechazado por su madre tras la muerte de su padre, que decide unirse a ellos después de participar en el rodeo. Por la noche, de vuelta a casa, todos están destrozados y borrachos, excepto Roslyn. Pierce se encuentra malherido porque ha sufrido dos caídas, y Gaye ha tenido que ver, impotente y desgarrado, cómo huían de él los hijos a los que adora. A Guido le carcomen los celos y la codicia, y conduce el coche a toda velocidad, con la mirada turbia; no parece importarle poner en peligro sus vidas, mientras se lamenta de haber destruido muchas otras durante la guerra, y se queja violentamente de su soledad -«¿Qué hay que hacer para que a uno lo quieran?»-. Cuando Roslyn le ruega que vaya más despacio, Guido exige que le diga algo amable a cambio. La chica prefiere creer que actúa de ese modo porque necesita que lo aprecien. Pero no se le pasan por alto las palabras que dice, y no terminan de gustarle ni éstas ni las acciones que las acompañan.

Durante la cacería, Roslyn se siente cada vez más triste y más distante de ese hombre en el que empezaba a confiar y que es capaz de matar para vivir -o de facilitar que otros maten, que es lo mismo-. Por otra parte, en los diálogos entre Pierce y Gaye acerca de los caballos puede percibirse la lucha interna que sostienen con sus conciencias -«cualquier cosa es mejor que un empleo, ¿no?»-, porque comienzan a darse cuenta de que los cimientos sobre los que están construyendo su independencia y su libertad han cambiado en algo demasiado básico. Algo ante lo que no pueden permanecer indiferentes. Gaye había tratado de justificarse la noche anterior ante Roslyn, sin demasiada convicción: «Si yo no lo hiciera, lo harían otros». «A mí no me importan los otros», había respondido ella. Pero ahora, a la vista de los nobles animales atrapados y jadeantes, cuya muerte resulta aún más cruel por lo innecesaria, sus argumentos empiezan a desmoronarse.

«¿Qué os parece si le damos estos caballos?», propone Gaye, después de reflexionar. Pero en ese momento Roslyn se acerca y le ofrece dinero para que los libere, hablándole como si fuera un tratante de ganado. El espíritu libre de Gaye se rebela ante esta actitud -«me pregunto con quién demonios te crees que has estado hablando todo este tiempo»- y, a partir de ahí, las posiciones de cada uno comienzan a aclararse y a definirse del todo.

Las verdaderas intenciones de Guido se ponen al descubierto; cree que la ruptura de Roslyn y Gaye ya es un hecho, y le dice a la chica: «Oiga, ¿quiere que acabe con todo esto?». «¿Lo haría?», pregunta ella. La bajeza que denota la respuesta del piloto ya no deja lugar a la duda o a la comprensión: ha estado deseando con todas sus fuerzas que rompiera con su mejor amigo para que cayera en sus brazos, y le pide con insistencia que le dé una esperanza para dejar de cazar caballos; sólo lo hará si obtiene una promesa de ella. Lo que dice Roslyn a continuación no tiene desperdicio, y deja muy claro que su dulzura no debe confundirse con sumisión, y que su ingenuidad no la convierte en una estúpida o una ciega: «Guido, es usted muy sensible. Llora por su esposa, llora por las bombas que tuvo que arrojar y por las personas que mató. No hay que esperar algo para ser bueno. No ha sentido usted nada por nadie en toda su vida. Podría aniquilar el mundo, y sólo sentiría compasión por sí mismo».

La cacería continúa. Gaye está furioso; no se sabe si consigo mismo, con la mujer que ama, o con los fabricantes de comida para perros. Pierce es consciente de su tormento, mientras observa cómo somete al jefe de la manada con sus propias manos, y le deja hacer. El despechado Guido no se da cuenta de nada, y hace propuestas para compartir nuevas aventuras al amigo al que habría traicionado sin problemas sólo unos minutos antes, además de sugerirle que deje a la mujer a la que acaba de declarar su supuesto amor: «Está loca. Todas lo están. Uno disimula porque las necesita». Pero Gaye ya no lo escucha, porque sabe perfectamente lo que quiere. Libera al caballo que acaba de atrapar, y pide a Pierce que le ayude a soltar a los demás, ante la mirada atónita de Guido. Finalmente, exhausto, expresa en voz alta todo lo que ha estado pensando: «No me gusta que nadie decida por mí, sencillamente. Malditos sean los que han cambiado esto. Lo han envenenado todo y lo han manchado de sangre. Para mí ha terminado. Es tanto, tanto, como estrangular un sueño. No hay más remedio que buscar otra forma de seguir viviendo... si es que queda alguna».

No puedo concluir sin mencionar la espléndida banda sonora, a cargo de Alex North; y destacaría, en particular, la melodía que acompaña a los títulos de crédito (siempre rebobino la cinta para volver a escucharla).



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