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La insignia
24 de febrero del 2003


Telefónica y el neoliberalismo


La abuelita 3.0
La Insignia. España, 24 de febrero.


Cuando en 1998 se liberalizó el mercado de la telefonía en España, no faltaron quienes se apresuraron a elogiar las maravillosas implicaciones que esta medida tendría para los usuarios del teléfono. Según estos entusiasmados valedores del librecambismo, la "apertura del mercado" traería a la telefonía facturas más reducidas y una mejora en la calidad del servicio que Telefónica había sido incapaz de dar como operadora única, estatal y monopólica.

Poco después llegó la primera de esas medidas, una subida del 270% en las tarifas de telefonía local que los políticos se apresuraron a ocultar bajo el eufemismo de "reequilibrio tarifario". Este curioso ejercicio de ingeniería de costes consistía en bajar las llamadas provinciales e internacionales -las más utilizadas por empresas- y subir las locales -las más usadas por los particulares-. De este modo, dijeron los voceros políticos de las recién privatizadas compañías, se fomentaría la competencia, el mágico ingrediente que consigue precios más bajos y mejores calidades.

Por aquel entonces se me ocurrió denunciar en público que mi factura de teléfono había crecido y que no veía de momento ninguna mejora en el servicio, sino todo lo contrario. Fui tachada de demagoga e impaciente por no saber esperar a que la magia liberal hiciera su efecto. Cinco años después he vuelto a quejarme y me siguen diciendo lo mismo, pero en voz algo más baja. No seré yo quien me atreva a cambiar su opinión sobre un sistema que insiste en golpearles, pero lo cierto es que nos encontramos en un escenario muy distinto al predicho por los entusiastas valedores de este curioso aperturismo.

El Centro de Atención Telefónica ha sido trasladado a Marruecos (seguro que para dar calidad al servicio y no porque en ese país el coste de personal sea la cuarta parte que aquí) y su uso ahora se paga, y se paga bien, por el usuario. Por si fuera poco, llamar al servicio de información telefónica es un ejercicio de surrealismo; llamar al de averías, una prueba de fuego a la paciencia.

Los usuarios debemos marcar el prefijo provincial aunque el número al que llamemos se encuentre en la misma ciudad desde donde hagamos la llamada. Si se nos ocurre recurrir a una cabina pública, nos encontraremos con un aparato -muy probablemente estropeado- que no ha mejorado nada en los últimos años.

El plan de jubilaciones anticipadas de la compañía -cerca de 15.000 puestos en los primeros años- ha provocado que el trabajador experimentado que antes venía a casa a arreglar el teléfono y que sabía de un vistazo por dónde sangraban los cables haya sido sustituido por un empleado precario, tal vez subcontratado, mal formado y que cobra a destajo no por arreglar problemas, sino porque parezca que han sido arreglados.

La salida a Bolsa de la empresa, la que iba a "dar valor al accionista", ha puesto de rodillas a varias decenas de miles de ciudadanos que pensaron que podían nadar a gusto en la piscina de los grandes tiburones del parqué. Y el precio, ese mágico precio que bajaría, se encuentra en niveles que no se recuerdan en este país. El Gobierno no puede permitirse que otra subida en el coste de la llamada machaque su IPC, así que ha acordado con la operadora una subida las cuotas de abono. ¿Qué significa esto? Que los sufridos usuarios de esta compañía pagaremos más por el servicio, aunque no hagamos una sola llamada.

Resumiendo, con la telefonía ha sucedido lo mismo que con otros mercados: la empresa privatizada no ha dado más empleo, sino todo lo contrario; no ha dado mejor servicio, sino todo lo contrario; y no ha traído mejores precios, sino todo lo contrario.

Pero hay un matiz que convierte esta historia en un asunto mucho más preocupante: hoy en día, las comunicaciones deberían considerarse un bien de primera necesidad. Y nadie en su sano juicio debería poner algo así en manos del mercado. Lo dicen los hechos, no las predicciones.



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