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La insignia
11 de febrero del 2003


Capítulo II de «La jornada de un interventor electoral»

La complejidad de las cosas


Italo Calvino
Trascripción para La Insignia: C.B.


Si se utilizan términos genéricos como "partidos de izquierda", "institución religiosa", no es porque no se quiera llamar a las cosas por su nombre, sino porque aun declarando "d´emblée" que el partido de Amerigo Ormea era el partido comunista y que el colegio electoral estaba situado en el interior del famoso "Cottolengo" de Turín, el paso que se da por el camino de la exactitud es más aparente que real. Ante la palabra "comunismo" o la palabra "Cottolengo", ocurre que cada cual, según sean las propias condiciones y experiencias, es llevado a atribuirles valores distintos o tal vez opuestos, y entonces habría que precisar todavía más, definir el papel de ese partido en aquella situación, en la Italia de aquellos años, y el modo de Amerigo de estar dentro de él, y en cuanto al "Cottolengo", también llamado "Piccola Casa della Divina Provvidenza" -admitiendo que todos sepan que la función de ese enorme hospicio, que es la de dar asilo, entre otros muchos infelices, a los disminuidos físicos, a los deficientes mentales, a los deformes, y así hasta los seres escondidos que no se permite ver a nadie-, sería preciso determinar su lugar en la piedad de los ciudadanos, el respeto que infundía incluso en los más alejados de toda idea religiosa, y, al mismo tiempo, el lugar absolutamente distinto que había ocupado en las polémicas en época de elecciones, casi un sinónimo de estafa, de manejos, de prevaricación.

En efecto, desde que en la segunda posguerra el voto había pasado a ser obligatorio, y hospitales, hospicios y conventos hacían de gran reserva de sufragios para el partido democratacristiano, era sobre todo allí donde cada vez se daban casos de idiotas que votaban, de ancianas moribundas, o impedidos por la arteriosclerosis, gente, en fin, carente de capacidad de comprender. Surgían, en estos casos, unas anécdotas entre burlescas y lastimosas: el elector que se había comido la papeleta, aquel otro que al verse entre las paredes de la cabina con aquel pedazo de papel en la mano, creyéndose en la letrina, había echo sus necesidades, o la fila de los deficientes más capaces de aprender, que entraban repitiendo a coro el número del censo y el nombre del candidato: "¡Un, dos, tres, Quatrello!", "¡Un, dos, tres, Quatrello!"

Estas cosas Amerigo las sabía todas y no experimentaba por ellas ni curiosidad ni admiración; sabía que le esperaba una jornada triste y agitada; buscando bajo la lluvia la entrada indicada en la tarjeta del Ayuntamiento tenía la sensación de adentrarse más allá de las fronteras de su mundo.

La institución se extendía entre barrios populosos y pobres, por la superficie de un barrio entero, e incluía un conjunto de asilos, hospitales, hospicios, escuelas y conventos, casi una ciudad dentro de la ciudad, cercada por sus muros y sujeta a otras reglas. Su contorno era irregular, como un cuerpo progresivamente agrandado mediante nuevos legados, construcciones e iniciativas: al otro lado de los muros despuntaban techos de edificios, pináculos de iglesias, copas de árboles y chimeneas; allí donde la calle separaba un cuerpo de construcción de otro, éstos estaban unidos por galerías elevadas, como en ciertos viejos establecimientos industriales, crecidos siguiendo criterios de utilidad y no de belleza, e igual que éstos, rodeados también por muros y verjas. El recuerdo de las fábricas reflejaba algo no únicamente exterior: debieron de haber sido las mismas dotes prácticas, el mismo espíritu de iniciativa solitaria de los fundadores de las grandes empresas, lo que animara -expresándose en el socorro a los desamparados en lugar de en la producción y el provecho- a aquel simple cura que entre 1832 y 1842 fundó, organizó y administró, en medio de dificultades e incomprensiones, este monumento de la caridad en el camino hacia la naciente revolución industrial; y su nombre -aquel mítico apellido campesino-, también había perdido para él toda connotación individual para pasar a designar una famosa institución en el mundo.

...En la cruel jerga popular, más tarde, aquel nombre se había convertido, por traslado, en epíteto burlón para decir deficiente mental, idiota, reduciéndolo incluso, según el uso turinés, a sus primeras sílabas: "cutu". El nombre "Cottolengo" añadía, así pues, una imagen de desdicha a una imagen ridícula (como a menudo les ocurre también, en la resonancia popular, a los nombres de los manicomios, de las cárceles), y al mismo tiempo de providencia benéfica, y de potencia organizativa, y ahora, además, con la utilización electoral, de oscurantismo, medio evo, mala fe...

Cada significado se diluía en el otro, y en los muros la lluvia mojaba los carteles, repentinamente agradecidos como si su agresividad se hubiese apagado con la última noche de batalla en los comicios y los fijadores de carteles, anteayer, y ya sólo fueran una capa de cola y papel barato, que de un estrato a otro deja transparentar los símbolos de los partidos opuestos. A Amerigo la complejidad de las cosas le parecía a veces una superposición de estratos netamente separables, como las hojas de una alcachofa, a veces, en cambio, un aglutinamiento de significados, una pasta pegajosa.

Tampoco en el hecho de considerarse "comunista" (ni en el recorrido que, por designación de su partido, efectuaba en este amanecer húmedo como una esponja) se distinguía hasta dónde llegaba un deber transmitido de generación en generación (entre los muros de aquellos edificios eclesiásticos Amerigo se veía -un poco irónicamente y un poco en serio- en el papel de un último y anónimo heredero del racionalismo dieciochesco -aunque sólo fuera por su pequeño resto de aquella herencia que nunca había sabido hacer fructificar- en la ciudad que tuvo Giannone en la picota (*) y hasta dónde el ir a parar a otra historia, vieja apenas un siglo, pero erizada ya de obstáculos y pasos obligados, el avance del proletariado socialista (entonces, era a través de las "contradicciones internas de la burguesía" o la "autoconciencia de la clase en crisis" que la lucha de clases había llegado a sacudir al ex burgués Amerigo), o mejor, la más reciente encarnación -de unos cuarenta años solamente- de aquella lucha de clases, desde que el comunismo se había convertido en potencia internacional y la revolución se había hecho disciplina, preparación para dirigir, negociación de potencia a potencia incluso donde no se tenía poder (también atraía, pues, a Amerigo este juego muchas de cuyas reglas parecían fijadas, inescrutables y oscuras pero en que de muchas otras se tenía la sensación de participar de su creación), o bien, en el interior de esta participación en el comunismo, era un matiz de reserva sobre las cuestiones generales, que empujaba a Amerigo a escoger las tareas de partido más limitadas y modestas como reconociendo en ellas las más seguramente útiles, y aun en estas estando siempre preparado para lo peor, tratando de mantenerse sereno pese a su (otro término genérico) pesimismo (en parte hereditario también ése, el quejumbroso aire de familia que distingue a los italianos de la minoría laica, que cada vez que gana se da cuenta de que ha perdido), pero subordinado siempre a un optimismo parecido y más fuerte, el optimismo sin el cual no habría sido comunista (entonces, antes había que decir: un optimismo hereditario, de la minoría italiana que cree haber ganado cada vez que pierde; es decir, que el optimismo y el pesimismo eran, si no la misma cosa, las dos caras de la misma alcachofa), y, al mismo tiempo, en la parte opuesta, el viejo escepticismo italiano, el sentido de lo relativo, la facultad de adaptación y espera (es decir, el enemigo secular de esa minoría: y entonces todas las cartas volvían a desordenarse porque quien le declara la guerra al escepticismo no puede ser escéptico con respecto a su victoria, no puede resignarse a perder, de otro modo se identifica con el enemigo), y por encima de todo, el haber comprendido finalmente que aquello que a fin de cuentas no era tan difícil de comprender: que éste es sólo un rincón del ancho mundo y que las cosas se deciden, no digamos en otro lugar porque "en otro lugar" está en todas partes, sino en una escala más vasta (y también en esto había razones para el pesimismo y razones para el optimismo, pero las primeras acudían al pensamiento más espontáneamente).


(*) El autor se refiere a Pietro Giannone (1676-1748), historiador nacido en Ischitella (Foggia) y muerto en la cárcel de Turín. En sus escritos defendió la autonomía del estado laico y describió la evolución de las supersticiones religiosas, mistificando (antes que los philosopes franceses) las épocas más antiguas de la humanidad. Excomulgado y perseguido por sus ideas fue arrestado por las autoridades piamontesas. (N. del T.)



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